1. La Biblia nos enseña que debemos perdonar; pero también que debemos ser justos. ¿Cómo debemos proceder con quien nos debe algo? ¿Debemos cobrarle lo que nos debe para ser justos, o debemos perdonarlo? Y alguien que nos ofende, ¿debemos perdonarlo o debemos acudir a la justicia humana? Un empleado que, después de muchas orientaciones, no consigue realizar las tareas que le son confiadas, debe ser despedido como forma de justicia? 2. Si Jesús nos pide dar la otra mejilla a quien nos hiere, ¿cuál es entonces la justificación de la legítima defensa?
Las dos preguntas provenientes de dos lectores distintos, versan sobre el mismo tema, y es conveniente juntarlas para darles una respuesta única. Son, dicho sea de paso, muy oportunas, pues tanto se habla hoy de perdón, que se corre el riesgo de olvidar el aspecto de la justicia, muy bien resaltada en ambas consultas. La solución de la cuestión está precisamente en cómo conciliar, tanto en la teoría como en la práctica, el perdón con la justicia. En verdad, esta cuestión viene de lejos, pues divide a los espíritus desde los albores de la humanidad. Siempre hubo espíritus bondadosos propensos al perdón y a la misericordia para con los demás, y otros propensos a exigir los derechos de la justicia con el debido rigor en cada caso. Si se tratase apenas de una propensión que se mantuviese en los límites de lo razonable y de la virtud, estaría bien, marcando apenas una legítima diferencia de espíritus. El problema nace cuando los espíritus misericordiosos quieren perdonar a todo costo, pasando por encima de las exigencias de la justicia, o cuando los espíritus justicieros se olvidan de los convenientes ungüentos de la misericordia. El descabellado rigor jansenista Estas dos corrientes estuvieron ampliamente representadas a lo largo de la historia de la Iglesia. En el siglo XVII, por ejemplo, los jansenistas se hicieron una idea deformada de la Justicia de Dios, que minimizaba cualquier ponderación de la Misericordia divina. La aplicación que hacían a la recepción de la Eucaristía era típica: la famosa Madre Angélica Arnauld (1591-1661), del convento jansenista de Port Royal, en París, decía que el Sacramento de la Eucaristía era tan elevado, tan encima de cualquier proporción humana, que para recibirlo bien ¡era necesario por lo menos un año de preparación! Además, debido a sus pecados, el hombre era indigno de recibirlo, debiendo previamente hacer una amplia penitencia para expungir de su alma toda mancha de pecado, de modo a presentarse convenientemente delante de Dios. Concepción aparentemente virtuosa, pero totalmente equivocada del punto de vista doctrinario, y que tenía como efecto práctico el alejamiento de las almas del Santísimo Sacramento, pan de vida eterna. Y con ello las almas se marchitaban, justamente por la falta del alimento espiritual... Por esa razón —enseña la doctrina católica— el Sacramento de la Eucaristía debe ser recibido con la mayor frecuencia posible (siempre que sea con las debidas disposiciones, es decir: estado de gracia, ayuno eucarístico, modestia en el vestir y devoción en el corazón), precisamente para que podamos vencer nuestras debilidades y miserias. La posición jansenista era, por lo tanto, contradictoria y perniciosa, y por eso fue vigorosamente combatida por grandes santos, como San Vicente de Paul y San Luis María Grignion de Montfort, y condenada por diversos documentos emanados de la Santa Sede, entre los cuales cabe mencionar como el más célebre a la bula Unigenitus (1713), de Clemente XI. No obstante, el error sedujo los espíritus durante por lo menos dos siglos y medio, pudiendo considerarse prácticamente extinguido sólo con el decreto Sacra Tridentina, sobre la comunión frecuente, a principios del siglo XX (1905), en el pontificado del gran San Pío X. La desequilibrada posición romántica Al par de esta reacción genuinamente católica, lamentablemente el jansenismo produjo también, como contragolpe, una reacción desequilibrada, fuertemente influenciada por el movimiento romántico, cuyos vientos deletéreos ya se hacían sentir a fines del siglo XVIII, en plena Revolución Francesa. Consistía esa reacción errada en el extremo opuesto del error jansenista, es decir, en una concepción desvirtuada de la Misericordia divina, y en la consecuente supervaloración del papel del perdón y de la bondad en la vida del católico, en perjuicio de las exigencias de la justicia. Esa posición errónea creó un tipo de católico blando ante los adversarios de la Iglesia, los cuales por su parte se volvían cada vez más audaces, expulsando a Dios de la vida social (es el fenómeno del secularismo o secularización, hoy en día dominante). Los católicos románticos —usamos el término a falta de otro más adecuado— dieron así origen a un tipo de católico que sólo consideraba en Dios los aspectos de dulzura, bondad y misericordia, y manifestaba aversión a sus aspectos justicieros, como las penas y los castigos debidos al pecado, sobre todo —¡máximo horror!— a las penas del infierno. ¡Por eso es que esas personas no gustan de Fátima! Esta corriente de católicos se desenvolvió sin inconvenientes hasta los albores del Concilio Vaticano II, cuando entonces ya se hacía notar fuertemente en la Iglesia la influencia de la corriente progresista, de lo que resultó un nuevo tipo de mentalidad –una especie híbrida de romanticismo y progresismo– que algún día podremos describir más pormenorizadamente. La solución al problema en el Divino Maestro Con este fondo de cuadro, será más fácil comprender la solución de los problemas presentados, lo que haremos de modo esquemático: a) No se puede dar una solución genérica para el caso del perdón de las deudas; depende mucho de cada caso concreto. Si el deudor es muy pobre y el acreedor acaudalado, de modo que aquella cuantía no le hará gran falta, es de esperar que use de misericordia, dilate mucho el pago o incluso perdone la deuda para ayudar al más pobre. Si el acreedor, sin embargo, depende de aquella cuantía para el sustento de su familia, es justo que exija el pago dentro del plazo acordado, o tan pronto cuanto sea posible. El lector ya ve por donde sigue la solución de otros infinitos ejemplos de situaciones concretas. b) En el caso de las ofensas personales, la hipótesis del perdón posiblemente será más frecuente. Por eso decimos en el Padrenuestro: “perdónanos nuestras deudas... ” (según la fórmula del Evangelio de San Mateo 6, 9-13), o “perdónanos nuestros pecados... ” (según el Evangelio de San Lucas 11, 1-4). En ambas formulaciones, el significado es el mismo: las deudas que contraemos con Dios son las ofensas que le hacemos, es decir, nuestros pecados. Esto, en todo caso, ¡no significa la institución de un perdón sumario y universal de las ofensas! Puede haber casos en que será necesario enfrentar al injusto ofensor y exigirle la debida reparación, inclusive ante la Justicia humana. Por ejemplo, si sufrimos una difamación o calumnia que perjudique nuestra reputación ante terceros, afectando nuestra honra personal o de nuestra familia, nuestro empleo o la empresa que poseemos, etc. c) Un funcionario incompetente puede comprometer más o menos gravemente la marcha de una empresa. Con ello, no es sólo el empleador el que será perjudicado, sino el conjunto de los obreros. La hipótesis figurada en la consulta puede representar un caso de dispensa justa, por más pena que se tenga de la situación personal en que el desempleado incompetente enfrentará. Será encomiable si el empleador, al despedirlo, movido por la caridad pero no ex justitia, le diera incluso una cuantía extra para ayudarlo, pero no se puede impedir que lo despida. Y quizá otro padre de familia que esté desempleado se beneficiará de la vacante así abierta.
d) El contexto en que se insiere el consejo evangélico mencionado en la segunda consulta es claro: “Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Yo, empero, os digo, que no hagáis resistencia al agravio; antes si alguno te hiriere en la mejilla derecha, vuelve también la otra” (Mt. 5, 38-39). Era la dura ley del talión —ojo por ojo y diente por diente—, que Jesucristo suavizaba para sus discípulos con la ley de la mansedumbre: vuelve también la otra mejilla. ¿Cuál ha de ser la actitud del cristiano ante el agresor injusto? — “No resistirle”, no por abulia o pusilanimidad, sino para fuertemente “vencer al mal con el bien”, como lo explicaba San Pablo (Rom. 12, 21), ciertamente a la luz de la palabra de Cristo en el Sermón de la montaña: “Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra” (Mt. 5, 4). Esa actitud de alma de mansedumbre —fruto quintaesenciado de la virtud cardenal de la templanza—, de generosidad y de perdón, constituye enseñanza evangélica. Pero, que el consejo de Jesucristo no era para ser tomado en sentido literal y estricto, lo prueba el hecho de que el mismo Divino Maestro, puesto en una situación semejante, no ofreció la otra mejilla, sino interpeló a su agresor: cuando el soldado lo abofeteó delante del Sanedrín, reaccionó con divina nobleza: “Si he hablado mal, manifiesta lo malo que he dicho; pero si bien, ¿por qué me hieres?”(Jn. 18, 23). O cuando —sin abandonar la perfecta mansedumbre— expulsó a los vendedores del Templo (Mt. 21, 12-13). Máxime es necesario considerar que, se la agresión injusta no me toca apenas a mí, sino alcanza los derechos de Dios o de la Iglesia, o de mi familia, o de alguna institución honorable, o de la sociedad en su conjunto, el derecho de legítima defensa se transforma en un deber. Y en ese caso, dejar de defenderse puede ser pecado, hasta incluso grave, contra la justicia. El cristiano debe vivir en sociedad, y sin el recurso a la justicia la vida humana se volvería muchas veces insoportable. Así, el derecho a la legítima defensa entra en consonancia con el consejo evangélico de la mansedumbre.
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