SOS Familia La enseñanza de la Iglesia sobre la desigualdad de los sexos

 

Equiparación de derechos, independencia económica, insubordinación al yugo del marido — he aquí algunas exigencias del llamado feminismo, que, pleiteando una falsa emancipación de la mujer, en verdad la rebaja y sojuzga.

 

 

 

La propaganda igualitaria que dominó casi todo el siglo pasado tuvo como uno de sus puntos de mayor insistencia la igualdad de los sexos. ¿Qué debemos pensar los católicos al respecto? ¿Cuál es la posición de la Santa Iglesia sobre ese asunto? Es lo que sumariamente respondemos a continuación.

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La enseñanza multisecular de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, resalta que existe, entre los seres humanos, una igualdad esencial y desigualdades accidentales.

Todos los hombres y mujeres son iguales por su naturaleza, que conjuga animalidad y racionalidad. Son también iguales por su origen (fueron creados por Dios) y por su fin: todos, según el plan del Creador, están destinados a la bienaventuranza eterna.

Sin embargo, en sus accidentes derivados de la naturaleza humana los hombres son desiguales, tanto en lo que respecta a las potencias del alma —inteligencia, voluntad y sensibilidad— como en sus aptitudes y fuerza corporal.

Esto nos facilita comprender la cuestión de la igualdad y desigualdad entre el hombre y la mujer. Los papeles que ellos desempeñan en la institución familiar son diferentes y complementarios, pero ambos fundamentales. Entre los dos hay una jerarquía. El padre de familia es el jefe, aunque tanto el marido cuanto la esposa ejerzan, uno seguido del otro, la patria potestad sobre los hijos. Metafóricamente hablando, el hombre es la cabeza y la mujer el corazón. El cuerpo de la sociedad familiar, así como no vive sin la cabeza, no vive sin el corazón. Uno representa la autoridad, el otro la bondad.

Fundamento en la Sagrada Escritura

San Pablo enseña en su Epístola a los Efesios que:

“Las casadas estén sujetas a sus maridos, como al Señor; por cuanto el hombre es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo, del cual él mismo es Salvador. De donde así como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres lo han de estar a sus maridos en todo [lo que no sea contrario a la ley de Dios]... Cada uno, pues, de vosotros [a ejemplo de Cristo que ama a su Iglesia] ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer tema a su marido” (cfr. Ef. 5, 22-33).

Y en la primera Epístola de San Pedro, se lee un tópico bastante significativo sobre el tema:

“Asimismo las mujeres sean obedientes a sus maridos, a fin de que con eso si algunos no creen por el medio de la palabra, sean ganados sin ella por el trato con sus mujeres. ... Maridos, vosotros igualmente habéis de cohabitar con vuestras mujeres, tratándolas con honor y discreción como a sexo más débil, y como a coherederas de la gracia de la vida [eterna] (I Pedro 3, 1-7).

Se podrían citar muchos otros textos en el mismo sentido. Así, la moderna reivindicación de total igualdad entre hombre y mujer, que postula la emancipación de la mujer de la autoridad del marido, es contraria a la enseñanza insofismable de la Sagrada Escritura.

Y tal enseñanza evangélica es reafirmada por el Magisterio de la santa Iglesia. Son innumerables los documentos de los Papas sobre este importante asunto. Veamos a título de muestra uno, emanado del Papa Pío XI (1922-39):

La emancipación de la mujer

“Cuantos... de palabra o por escrito empañan el brillo de la fidelidad y de la castidad nupcial, ellos mismos, como maestros del error, fácilmente echan por tierra la confiada y honesta obediencia de la mujer al marido. Y más audazmente algunos de ellos charlatanean que tal obediencia es una indigna esclavitud de un cónyuge respecto del otro; que todos los derechos son iguales entre los dos; y pues estos derechos se violan por la sujeción de uno de los dos, proclaman con toda soberbia haberse logrado o haberse de lograr no sabemos qué emancipación de la mujer. Tal emancipación establecen ser triple, ora en el régimen de la sociedad doméstica, ora en la administración del patrimonio familiar, ora en la facultad de evitar o suprimir la vida de la prole, y así la llaman social, económica y fisiológica: fisiológica, porque quieren que las mujeres a su arbitrio estén libres o se libren de las cargas conyugales o maternales (emancipación ésta, como ya dijimos suficientemente no ser tal, sino un crimen horrendo); económica, por la que pretenden que la mujer, aun sin saberlo ni quererlo el marido, pueda libremente tener sus propios negocios, dirigirlos y administrarlos, sin tener para nada en cuenta a los hijos, al marido, y a toda la familia; social, en fin, por cuanto apartan a la mujer de los cuidados domésticos, lo mismo de los hijos que de la familia, a fin de que, sin preocuparse de ellos, pueda entregarse a sus antojos y dedicarse a los negocios y a cargos, incluso públicos”.

Ruina de la mujer

“Mas ni es ésta la verdadera emancipación de la mujer, ni aquélla, la razonable y dignísima libertad que se debe a la misión de la mujer y de la esposa cristiana y noble; antes bien, una corrupción del carácter femenino y de la dignidad maternal, un trastorno de toda la familia, por la que el marido se ve privado de la esposa, los hijos de la madre, la casa y la familia toda de su guardiana siempre vigilante. Más aún, esta falsa libertad e igualdad no natural con el varón, se

La familia de Fernando IV, Angélica Kaufmann, 1783 — La pintura de la familia de este soberano refleja de modo adecuado el ambiente de armonía y tranquilidad que debe reinar en la institución familiar.

 

convierte en ruina de la mujer misma; pues si ésta desciende del trono, en verdad regio, a que fue levantada por el Evangelio dentro de las paredes domésticas, en breve quedará reducida a la antigua servidumbre (si no en la apariencia, sí en la realidad) y se convertirá, como entre los paganos era, en mero instrumento del varón” (Encíclica Casti connubii, 31-12-1930).

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El Santo Padre Pío XI deja claro que esa “igualdad no natural” rebaja a la propia mujer. La tan propalada liberación de la mujer hará con que ella retroceda al período de brutalidad y humillación, que padecía entre los pueblos paganos. Fue solamente cuando esos pueblos se convirtieron al catolicismo que la mujer fue rescatada de la servidumbre en que vivía, y pasó poco a poco a ser respetada, ennoblecida y elevada a la condición de dignidad querida por Dios. Lo mismo pasó en el Perú cuando los misioneros, civilizando a los indígenas, los rescataron del estado de promiscuidad en el cual vivían e instituyeron entre ellos el matrimonio como sacramento.

Palabras del Papa Pío XII

En su discurso a la Juventud Femenina Italiana, el Papa Pío XII (1939-58), sucesor inmediato del Pontífice arriba citado, defiende el mismo principio:

“La estructura actual de la sociedad, que tiene por fundamento la casi absoluta paridad entre el hombre y la mujer, se basa en un presupuesto ilusorio. Es verdad que el hombre y la mujer son, por lo que se refiere a la personalidad, iguales en dignidad y honra, valor y estima. Pero no en todo son iguales. Ciertas dotes, inclinaciones y disposiciones naturales son propios exclusivamente del hombre o de la mujer, o les son atribuidos en diversos grados y valores, unas veces más al hombre, otras más a la mujer, de la misma manera que la naturaleza les dio también distintos campos de puestos de actividad. No se trata aquí de capacidades o disposiciones naturales secundarias, como sería la propensión o aptitud para las letras, las artes o las ciencias, sino de dotes de eficacia esencial en la vida de la familia y del pueblo” (La Letizia, alocución del 24-04-1943).     



La Cruz de Mayo Primer artículo del Credo (3ª parte): Creador de la tierra y del hombre
Primer artículo del Credo (3ª parte): Creador de la tierra y del hombre
La Cruz de Mayo



Tesoros de la Fe N°17 mayo 2003


Fátima, entre la guerra y la paz
Fátima, entre la guerra y la paz Los resplandores sacrales de la aurora del Reino de María La Cruz de Mayo La enseñanza de la Iglesia sobre la desigualdad de los sexos Primer artículo del Credo - III Creador...y de la tierra San Atanasio ¿Bastaría apenas tener “buenos valores” para agradar a Dios?



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