Por último, Dios formó del limo de la tierra el cuerpo del hombre, de modo que fuese inmortal e impasible, no por exigencia de la propia naturaleza, sino por efecto de la bondad divina («Catecismo Romano», Ed. Vozes, Petrópolis, 1962, p. 89).
Del Hombre La criatura más noble que Dios ha puesto sobre la tierra es el hombre, criatura racional compuesta de alma y cuerpo. El alma es la parte más noble del hombre, porque es substancia espiritual dotada de entendimiento y de voluntad, capaz de conocer a Dios y de poseerle eternamente. El alma humana no puede verse ni tocarse, porque es espíritu. El alma humana no muere jamás; la fe y la misma razón prueban que es inmortal. El hombre es libre en sus acciones, y todos nosotros sentimos dentro de nosotros mismos que podemos hacer una cosa y no hacerla, o hacer una en vez de otra. Por ejemplo, al decir yo voluntariamente una mentira, siento que podía no decirla y callar, y que podía, asimismo, hablar de otro modo, diciendo la verdad. Se dice que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios porque el alma humana es espiritual y racional, libre en su obrar, capaz de conocer y amar a Dios y gozarlo eternamente: perfecciones que son un reflejo de la infinita grandeza del Señor. Dios puso a Adán y a Eva en el estado de inocencia y de gracia; mas presto cayeron de él por el pecado. Además de la inocencia y de la gracia santificante, dio el Señor otros dones a nuestros primeros padres, que ellos debían transmitir junto con la gracia santificante a sus descendientes, y eran: la integridad, o perfecta sujeción de la sensualidad a la razón; la inmortalidad; la inmunidad de todo dolor y miseria, y la ciencia proporcionada a su estado. El pecado de Adán fue pecado de soberbia y grave desobediencia. Adán y Eva perdieron la gracia de Dios y el derecho al cielo; fueron lanzados del paraíso terrenal, sujetos a muchas miserias en el alma y en el cuerpo y condenados a morir. Si Adán y Eva no hubiesen pecado, tras una feliz estancia en este mundo, hubieran sido trasladados por Dios al cielo, sin morir, para gozar una vida eterna y gloriosa.
Estos dones no eran debidos al hombre, sino absolutamente gratuitos y sobrenaturales, y por esto, desobedeciendo Adán al divino mandamiento, pudo Dios, sin injusticia, privar de ellos a Adán y a toda su posteridad. [Pues] este pecado no es únicamente propio de Adán, sino que también es nuestro, aunque de distinto modo. Es propio de Adán porque él lo cometió con un acto de su voluntad, y por esto en él fue personal. Es propio nuestro porque, habiendo pecado Adán en calidad de cabeza y fuente de todo el linaje humano, viene transfundiéndose por natural generación a todos sus descendientes, y por esto es para nosotros pecado original. Porque habiendo conferido Dios al género humano en Adán la gracia santificante y los otros dones sobrenaturales, a condición de que Adán no desobedeciese, habiendo éste desobedecido, en su calidad de cabeza y padre del humano linaje, tornó la naturaleza humana rebelde a Dios. Por esta causa, la naturaleza humana se transfunde a todos los descendientes de Adán en estado de rebelión a Dios, privada de la gracia divina y de los otros dones. Los daños que nos ha causado el pecado original son la privación de la gracia, la pérdida de la bienaventuranza, la ignorancia, la inclinación al mal, todas las miserias de esta vida y, en fin, la muerte. Todos los hombres contraen el pecado original, excepto la Santísima Virgen, que fue preservada de Dios por singular privilegio, en previsión de los méritos de Jesucristo Nuestro Salvador. Después del pecado de Adán, los hombres no podían salvarse, a no usar Dios de misericordia con ellos. La misericordia que usó Dios con el linaje humano fue prometer, desde luego, a Adán el Redentor divino o Mesías, y enviarlo después a su tiempo para librar a los hombres de la esclavitud del demonio y del pecado. El Mesías prometido es Jesucristo, como nos enseña el segundo artículo del Credo (Catecismo Mayor de San Pío X, Ed. Magisterio Español, Vitoria, 1973, pp. 11-13).
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Fátima, entre la guerra y la paz |
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Noveno artículo del Credo - IV Creo en la Santa Iglesia Católica, en la Comunión de los Santos Llamamos al Obispo Pastor legítimo porque la jurisdicción, esto es, el poder que tiene de gobernar a los fieles de la propia diócesis, se le ha conferido según las normas y leyes de la Iglesia... |
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