Procura tener mucho cuidado en no decir ninguna palabra deshonesta, pues, aunque tú no la digas con mala intención, los que la oyen pueden tomarla en tal sentido. La palabra deshonesta, al caer en un corazón débil, se extiende y dilata como una gota de aceite sobre la tela, y, a veces, de tal manera se apodera del corazón, que lo llena de mil pensamientos y tentaciones impuras. Porque, así como el veneno del cuerpo entra por la boca, de la misma manera el del corazón entra por el oído, y la lengua que lo produce es homicida, ya que, aunque, por casualidad, el veneno que ha escupido no produzca tal efecto, por haber encontrado los corazones de los oyentes provistos de algún antídoto, no es, empero, por falta de malicia, si no causa la muerte. Y que nadie me diga que no piensa cosa alguna mala, porque Nuestro Señor, que conoce los corazones de los hombres, ha dicho que “de la abundancia del corazón habla la boca”; y si nosotros no pensamos mal, piensa mal el enemigo, y siempre se sirve disimuladamente de estas malas palabras para atravesar el corazón de alguno. En cuanto a las indecencias y torpezas, el Apóstol quiere que ni siquiera se nombren, y nos asegura que nada corrompe tanto las buenas costumbres como las malas conversaciones. Si las palabras deshonestas se dicen de una manera encubierta, con afectación y sutilidad, son infinitamente más venenosas, porque, cuanto más puntiagudo es un dardo, más fácilmente se clava en el cuerpo; de la misma manera, cuanto más aguda es una palabra, tanto más penetra en los corazones. Y los hombres que creen que son graciosos, porque emplean tales palabras en las conversaciones, no saben cuál es el fin de éstas. Uno de los peores defectos que puede tener una persona es ser burlón: Dios aborrece en gran manera este vicio y, a veces, lo castiga extraordinariamente. Nada hay más contrario a la caridad, y mucho más a la devoción, que el despreciar y el pisotear al prójimo.
San Francisco de Sales, Introducción a la Vida Devota, Lumen, Buenos Aires, 2002, pp. 224-225.
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