A continuación transcribimos algunos pensamientos escogidos del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira, recogidos por Leo Daniele en su obra «En busca de almas con alma», publicada en 1998.
Cómo sería bonito que hubiera el material para hacer una historia, no de la humanidad, sino de un capítulo especial de la historia de la humanidad: ¡la historia de las miradas! De las miradas magníficas, de las miradas esplendorosas, de las miradas suaves, de las miradas dulces, de las miradas tristes, de las miradas de esperanza, de las miradas de perplejidad, de las miradas de indignación, de las miradas de ordenación y de planeamiento, de las miradas de imprecación y de castigo. En la noche de Navidad sucedió aquel momento bendito en que se abrieron a la vida y al mundo aquellos ojos divinos que hacen enmudecer a todas las lenguas. Vamos a imaginar que la gruta de Belén fuese enorme, alta, grande, casi una catedral, que tuviera evidentemente una arquitectura definida, pero donde el movimiento de las piedras vagamente nos hiciera presentir las ojivas de una catedral como existirían en la futura Edad Media. Podemos imaginar el pesebre que servía de cuna para el Niño Dios, colocado en un punto majestuoso de la encrucijada de estas varias naves laterales naturales, y que una luz celestial, toda de oro, fluctuase alrededor suyo en aquel momento. El Divino Infante estaba allí con la majestad de un verdadero rey, aunque reclinado en su pesebre y siendo apenas un niño; Él, rey de toda majestad y de toda gloria. Imaginémonos aproximándonos a Él, Él abriendo los ojos, y en la mirada emergiendo su faceta de Rey. Apareciendo en su mirada un fulgor de tal profundidad que percibiéramos en Él a un gran sabio, rodeado de una tal atmósfera, que ungiera de santidad a todos aquellos que se le acercan. Una atmósfera de tal pureza, que las personas no se aproximaran a aquel lugar sin antes pedir perdón por sus pecados; pero, al mismo tiempo, se sintieran atraídas a la enmienda de ellos por la santidad que emanaba del lugar. Imaginemos allí, además, a la Santísima Virgen a los pies del Niño Jesús, también Ella como verdadera Reina, majestuosísima, trascendente, purísima, rezando. Ángeles invisibles entonando alrededor canciones de glorificación, y toda la atmósfera reinante saturada de valores tales, que, se diría existir en aquella pobreza y en aquella miseria una atmósfera de corte.
Probablemente, todas las perfecciones del orden del Universo están contenidas en la mirada de Nuestro Señor Jesucristo, de manera que Él tiene estados de alma que corresponden a todas las bellezas de la creación. En el centro de todos los colores, de todas las bellezas, existe la faz adorable de Nuestro Señor Jesucristo; en el centro de la faz adorable de Nuestro Señor Jesucristo, existe su mirada, plenitud y compendio de toda la faz. Nuestro Señor conversa con quien penetra en su mirada, límpida, afable, serena, casi aterciopelada, pero en el fondo con una rectitud, una firmeza y una fuerza que llenan a la persona al mismo tiempo de encanto y de confianza. Mirada sumamente perceptiva, pero no a la manera de una punta que perfora la realidad y ve lo que ella tiene, sino que es casi una mirada radiográfica que, sin dilacerar nada, penetra en el fondo de todo, revela y manifiesta todo, respetando todo. En el conjunto de las miradas de Nuestro Señor Jesucristo están reflejados los principios de la lógica, las reglas de la estética y el orden del Universo. Están simbolizados el pulchrum —belleza, en castellano— y el significado interno de todo cuanto existe. Es una mirada que lo contiene todo, es la mejor idea que se puede tener en esta Tierra de la visión beatífica. Pues entonces este Rey, tan lleno de majestad, en cierto momento nos abre sus ojos. Notamos que su mirada purísima, inteligentísima, lucidísima penetra en nuestros ojos. Ve lo más profundo de nuestros defectos, pero también lo mejor de nuestras cualidades. Y en ese momento toca nuestra alma, como conmovió 33 años después a San Pedro. Cuando el pecador menos lo espera, por un ruego amable de la Santísima Virgen, Él sonríe. Y con esta sonrisa, a pesar de toda su majestad, sentimos que las distancias desaparecen, que el perdón invade nuestra alma y que un algo indefinible nos atrae. Y, así atraídos, caminamos hasta quedar a su lado. El Divino Infante afectuosamente nos abraza y pronuncia nuestro nombre, diciendo: — “¡Yo te quise tanto y te quiero tanto! Deseo para ti tantas cosas y te perdono tantas otras. ¡No pienses más en tus pecados! De aquí en adelante, piensa apenas en servirme. Así, en todas las ocasiones de tu vida, cuando te asalte alguna duda, acuérdate de esta condescendencia, de esta amabilidad, de este beneplácito que ahora tengo hacia ti, y recurre a Mí por medio de mi Madre, que te atenderé. Seré tu amparo, tu fuerza, y estas gracias te han de llevar al Cielo para allí reinar a mi lado por toda la Eternidad”.
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Centenario del nacimiento de Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995) |
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