PREGUNTA Si fuera posible, quisiera que me explique a respecto de la Epístola de Santiago (5, 20), que dice: “sepan que el que hace volver a un pecador de su mal camino salvará su alma de la muerte y obtendrá el perdón de numerosos pecados”. RESPUESTA Los exegetas atribuyen tradicionalmente esta epístola a Santiago el Menor, “hermano del Señor”, es decir, primo de Jesús (según la costumbre semítica de aplicar el término hermano también a los primos y hasta a parientes más lejanos). En la Epístola a los Gálatas (1, 19), así lo designa San Pablo, que con él estuvo en Jerusalén, ciudad de la cual fue obispo Santiago el Menor. Éste se distingue de Santiago el Mayor, hermano de San Juan Evangelista, ambos hijos de Zebedeo, los cuales asistieron, junto con San Pedro, a la Transfiguración del Señor (cf. Mt. 17, 1-9; Mc. 9, 1-9). Santiago el Mayor fue martirizado por Herodes Agripa alrededor del año 44 (cf. Hech. 12, 2).
Al contrario de las epístolas de San Pablo, dirigidas a iglesias o destinatarios particulares, la epístola de Santiago se dirige “a las doce tribus de la dispersión” (1, 1). Debido a esta característica, en el canon —o sea, el catálogo oficial de los Libros— del Nuevo Testamento, ella abre el conjunto de las llamadas “epístolas católicas”, en número de siete (además de ésta de Santiago, las dos de San Pedro, las tres de San Juan y la de San Judas). Santiago se dirige a judíos convertidos del judaísmo al cristianismo, y que se encontraban en comunidades dispersas pero conservaban lazos estrechos con la iglesia de Jerusalén, de cuyo obispo dependían. “La epístola de Santiago, en su conjunto, es un escrito compuesto de una serie de exhortaciones morales variadas, conforme a las necesidades de sus destinatarios. [...] El estilo es a veces sentencioso, como el de los sabios de Israel; vivo, animado, dramático, como en los antiguos profetas. Pero su exposición conserva siempre un carácter claramente didáctico y manifiesta numerosas semejanzas con las partes morales del Antiguo Testamento. [...] El autor procura transmitir a sus lectores algo de la catequesis cristiana que acostumbraba dirigir de viva voz a los fieles reunidos en las asambleas litúrgicas” (José Salguero O.P., Biblia comentada, BAC, 1965, t. VII, pp. 12-13). Más adelante el autor prosigue: “Santiago busca en su epístola un fin eminentemente práctico, y por eso no expone de modo sistemático las verdades de la fe. Sin embargo, su epístola contiene elementos doctrinarios de suma importancia para el dogma católico” (op. cit., p. 14). En ese cuadro es que debemos interpretar el versículo que el lector nos propone — primero para la época en que fue escrito, después para nuestros días. Los problemas de la Iglesia primitiva La predicación de los Apóstoles produjo la formación de comunidades cristianas, al comienzo constituidas por judíos que aceptaron a Nuestro Señor Jesucristo como Mesías, y que después incluyeron a gentiles convertidos. La conversión inicial venía acompañada de muchas gracias que llevaban al neófito a un gran cambio de vida. Pero tal es el peso de los malos hábitos adquiridos, que luego se introducía en muchos la tibieza y decaía el fervor primitivo. Con eso la conversión no era completa, pues no se verificaban enteramente el rompimiento con el estilo de vida anterior y la adecuación de la vida personal a los principios del Evangelio. Peor aún, quedaba en la persona una mezcla de mal y de bien, una especie de sincretismo entre el cristianismo y el espíritu del mundo. La finalidad de la Epístola de Santiago es justamente eliminar de las comunidades cristianas este desvío del camino recto. Para comprenderlo mejor, conviene conocer también el versículo anterior al propuesto por el lector: “Hermanos míos, si uno de ustedes se desvía de la verdad y otro lo hace volver, sepan que el que hace volver a un pecador de su mal camino salvará su alma de la muerte y obtendrá el perdón de numerosos pecados” (5, 19-20). Santiago está hablando, por lo tanto, de cristianos que se extraviaron de la verdad, y que otros intentan reconducirlos al buen camino. El resultado será la salvación de esas almas que corrían el riesgo de perderse por toda la eternidad. Está claro, por lo tanto, el sentido de la parte inicial de la frase. Resta explicar si los efectos prometidos —“salvará su alma de la muerte y obtendrá el perdón de numerosos pecados”— se aplican sólo al que fue reconducido al buen camino, o también a aquél que trabajó por su conversión. En cuanto al primer efecto —la salvación del alma— hay numerosos pasajes de la Sagrada Escritura que permiten entender que se aplica también al que trabajó por la conversión del prójimo. Así, el profeta Ezequiel: “Si tú adviertes al malvado y él no se convierte de su maldad y de su mala conducta, él morirá por su culpa, pero tú habrás salvado tu alma” (cf. Ez. 3, 19). Y el profeta Daniel: “Los hombres prudentes resplandecerán como el resplandor del firmamento, y los que hayan enseñado a muchos la justicia brillarán como las estrellas, por los siglos de los siglos” (Dan. 12, 3). Lo mismo dice San Pablo: “Vigila tu conducta y tu doctrina, y persevera en esta actitud. Si obras así, te salvarás a ti mismo y salvarás a los que te escuchen” (1 Tim. 4, 16). En cuanto al segundo efecto, queda desde luego entendido que obtener “el perdón de numerosos pecados” significa “hacerlos desaparecer delante de Dios”. Sobre esto, dice el libro de los Proverbios: “La caridad cubre todas las faltas” (Prov. 10, 12). Por lo tanto, el borrar los pecados beneficia también a aquél que practica la caridad de reconducir a alguien del error a la verdad. San Beda nos explica la razón de ello: “Si, pues, es un gran beneficio arrancar a alguien de la muerte material, ¿cuánto mayor es el mérito de librarlo de la muerte del alma e introducirlo victorioso para siempre en la patria celestial?”(Expositio super septem ep. catholicas, PL 93, 41 ss.). El rompimiento con el mundo, enemigo de Dios
El problema clave para no claudicar en la vida cristiana es el rompimiento con el mundo. Por esta palabra se entiende frecuentemente, en el Nuevo Testamento, aquello que en la sociedad humana se opone a los principios que conducen a la patria celestial. La advertencia de Santiago en su epístola es clara, y además lo expresa en términos fuertes. Él llama adúlteros a aquellos que, habiéndose una vez entregados a Dios —que es el esposo legítimo de nuestras almas— le dieron después las espaldas, cometiendo así una especie de adulterio. Dice él: “¡Adúlteros! ¿No saben acaso que haciéndose amigos del mundo se hacen enemigos de Dios? Porque el que quiere ser amigo del mundo se hace enemigo de Dios” (Stgo. 4, 4). Con la diseminación del cristianismo, primero por la cuenca del Mediterráneo Vino, no obstante; el contragolpe del enemigo infernal —con el humanismo y el renacimiento, y más tarde el iluminismo— que paulatinamente erosionó toda la cristiandad. Se introdujo la laicidad del Estado, y después el comunismo intentó imponer el ateísmo más completo en una sociedad contraria a los principios más elementales de la ley natural. Al comienzo de ese proceso revolucionario, el protestantismo escindió la cristiandad con la ruptura con Roma, la quiebra de la unidad religiosa y las guerras de religión. En el mundo de nuestros días, lo que se pretende es implantar una sociedad sin Dios, sin la Iglesia, sin Jesucristo. El epílogo de la Epístola de Santiago (5, 19-20), que el consultante nos pide comentar, indica un programa de actuación para los católicos de nuestros días: reconducir a la verdad no solamente a una u otra alma extraviada que esté al alcance de nuestra actuación personal, sino a todo el mundo, que se extravió casi enteramente de su camino. Para eso necesitamos conocernos, relacionarnos, articularnos, a fin de lanzar las fuerzas así reunidas contra los fautores de ese ateísmo de Estado, que nos quiere hacer doblar las rodillas ante los nuevos dioses del neopaganismo. El premio de ese combate será la salvación de nuestras almas, además de que nuestros pecados sean cubiertos y borrado por la misericordia divina. No obstante, más importante habrá sido el hecho de haber cooperado de tal modo para restaurar la civilización cristiana, de acuerdo con los principios del Evangelio y del orden natural querido por Dios. Tal desenlace es seguro, pues, en Fátima la Santísima Virgen anunció: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”.
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