La capital de Andalucía, en España, es famosa por sus celebraciones durante la Semana Santa. Miles de penitentes recorren las calles, portando en procesión pesadas andas con estupendas imágenes que recuerdan los diversos momentos de la Pasión de Nuestro Señor. En este artículo, algo del sabor del evento. Benoît Bemelmans
El dulce perfume de los naranjos en flor, que cubre toda la ciudad, sorprende a quien por primera vez visita Se-villa. En ciertas esquinas, durante la Semana Santa, ese perfume se mezcla con nubes de incienso que se elevan de los cortejos, y también con el olor de la cera caliente derramada por los millares de velas de las andas, cargadas por penitentes que desfilan. A pesar de que un dicho afirme que en Sevilla todo el año es como si fuese Semana Santa, tal sensación olfativa es única y acompaña a quien camina por las calles a lo largo de aquellos días. En Semana Santa no solamente se respira, sino se toca, se contempla, se siente vibración, se reza, se llora, se canta. La poesía está presente en todos los ambientes: en los floridos patios internos de las casas, muchas veces visibles desde la calle a través de lindas rejas de hierro forjado; en las capillitas donde están expuestas las insignias de las cofradías; en las andas procesionales ricamente adornadas, con sus imágenes reproduciendo los diversos momentos de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
Peculiar forma de sacralización de la vida temporal
Fue para practicar un acto público de fe, en reacción a los errores del protestantismo, que a partir del siglo XVI las cofradías salieron a las calles con sus pesadas andas, llevando en procesión a sus imágenes para proclamar públicamente su fe. Así, representaban a los ojos de todos una lección palpable de cómo se debe rendir culto a la Pasión de Nuestro Señor y a los dolores de la Santísima Virgen, corredentora. Pues tales manifestaciones son a veces más elocuentes y eficaces que mil sermones. Por eso, el penitente que marcha durante largas horas cargando una enorme vela encendida, revestido de una túnica y de la capucha puntiaguda que lo hace anónimo, recibe el nombre de nazareno: él participa por su penitencia de la Pasión de nuestro Redentor, procurando tornarse así en otro Cristo. Las cofradías —sólo en la Semana Santa sevillana participan más de 50— organizan las procesiones y cuidan de la conservación de sus imágenes, verdaderas obras de arte barroco. Además, promueven a través de estos actos de piedad y de cultura católica un auténtico acontecimiento en la sociedad moderna, a través del sustento y desarrollo de la religiosidad popular y también mediante sus obras asistenciales y caritativas de gran envergadura. La parte cultural incluye aún la conservación de sus archivos y de su historia, la organización de conferencias y reuniones periódicas, así como semanas de estudio sobre “fe y cultura”. Todas esas actividades tienen en el centro el gusto por lo bello y constituyen una forma particular de sacralización de la vida temporal.
La ciudad sale formando grandiosas procesiones
Caminando por las calles de la ciudad aún en los primeros momentos de la tarde, el visitante se cruza con los penitentes ya revestidos de la túnica y con el capuchón puesto, que se dirigen hacia la iglesia de donde debe salir la procesión de su cofradía. Como son cerca de siete u ocho cofradías, con miles de penitentes cada día, el movimiento es continuo. Causa rara impresión estar esperando la luz verde del semáforo para atravesar una calle, teniendo a los lados a dos o tres de estos personajes que parecen salidos de otra época. Algunos vestidos completamente de negro, con una cuerda de cilicio por encima de la túnica; otros de blanco, o con la capucha y el escapulario de distintos colores. Buen número de ellos caminan descalzos, otros apenas con simples sandalias. Van a caminar así durante horas.
Frente a la iglesia de donde saldrá el cortejo, con las bandas de música que deben acompañarlo, el público se aglomera. A la hora señalada, la puerta se abre de par en par y aparece primero la cruz de guía, abriendo paso a un impresionante cortejo de austeridad y de fe. Atrás, entre los primeros grupos de penitentes formados en doble fila, viene el senatus —un emblema con las iniciales “SPQR”, símbolo de la Roma antigua— para recordar que fue bajo el poder del imperio romano que murió Jesús, y que en aquellos días Sevilla (entonces llamada Hispalis), ya era una ciudad importante y fortificada, cujas murallas habían sido levantadas siglos antes por Julio César. Varios centenares de penitentes continúan saliendo de la iglesia, cada grupo con su celador y con diversas insignias, gonfalones y banderas —la de la Santa Sede, así como el estandarte de la cofradía— con frases inscritas como ésta: In cruce est vita, salus et resurrectio nostra — “En la Cruz está nuestra vida, salvación y resurrección”. El libro que contiene las reglas de la cofradía, ricamente decorado con broches de plata, es llevado solemnemente por una guardia de honor. Sigue la pesada anda de Cristo, de preciosa madera tallada o recubierta en pan de oro, con candelabros barrocos y flores, sobre el cual está representado alguno de los momentos de la Pasión: Nuestro Señor cargando la Cruz; el beso de Judas; el Divino Cuerpo siendo llevado a la tumba; o diversas estaciones del Via Crucis.
El anda es cargada a hombros por 40 portadores denominados costaleros, escondidos debajo del anda cubierta hasta el suelo con pesados terciopelos, ocultos a los ojos de los observadores. Cada uno carga un peso de entre 50 a 60 kilos sobre sus hombros. Antiguamente los cargadores del puerto hacían esta labor, que era remunerada. Pero desde el fin de los años setenta, después de la desaparición de la profesión de los estibadores que fueron sustituidos por máquinas, son miembros voluntarios de la cofradía los que desempeñan esta función. Un paño doblado les cubre la cabeza, sirviendo para aliviar el peso sobre las vértebras del cuello, donde se apoya el pesado travesaño del anda. Al frente, el capataz vestido de negro, con órdenes breves y rápidas, dirige la pesada anda mientras los portadores caminan a ciegas. Un segundo grupo aguarda, con el paño ya doblado sobre la cabeza, listo para sustituir regularmente a sus compañeros. La banda de música toca marchas fúnebres, los tambores con fuertes golpes hacen vibrar los pechos, los clarines lanzan lamentaciones que rasgan los aires. El anda avanza lentamente, sobre las cabezas del compacto público, gira poco a poco en el sentido de la calle, y después avanza con paso más rápido, en medio del estruendo de los aplausos conmovidos.
En honra de la Virgen corredentora de la humanidad
Sale ahora de la iglesia otra bandera muy particular —el Simpecado, que lleva la inscripción Sine labe concepta—“Sin pecado concebida”, en honra de la Virgen Inmaculada; recordando la verdad de que la Santísima Virgen fue concebida sin pecado original y el voto de defenderla, hecho por las cofradías siglos antes de la proclamación del dogma por el beato Papa Pío IX. Esa pequeña bandera anuncia la salida del Palio de la Virgen, que ya aparece en el umbral de la puerta. >
El anda de Nuestra Señora, de plata repujada está cubierta por un palio. La devoción filial hacia la Virgen corredentora concibió esta maravilla que es el anda con un palio, de sorprendente armonía, además de la gran belleza de las imágenes de la Santísima Virgen, que siempre acompañan en las procesiones el anda de Jesucristo. Es al mismo tiempo un altar, un trono, una poesía de filigrana, de luces y de flores, y una “cuna para mecer su dolor”, pues con la belleza del palio los sevillanos quieren consolar los dolores de María Santísima y acompañarla en todos los instantes de la Pasión. Tocando el borde de su manto de Reina, un pequeño grupo de anónimos devotos que hicieron alguna promesa siguen durante horas, sin jamás apartarse del anda. *Los balcones de las casas están adornados con ricos tejidos, y todos los habitantes con sus mejores vestidos. Los niños, ayudados por algunos parientes, lanzan una lluvia de pétalos de flores sobre el anda y después sobre el palio. De repente, un canto solitario se hace oír. Modulado hasta casi perder el aliento, es al mismo tiempo oración y lamentación: la saeta, que sale de un pecho como una flecha lanzada en dirección a la Virgen. Es como el fruto de una gran angustia que aprieta el corazón y sube a la garganta, hasta romper en un vivo y palpitante sollozo. Por eso, un verso dice: “Nació la primera saeta al pie de la misma Cruz / Y se envolvió en un suspiro de la Madre de Jesús”.
No lea esta parte…
… si solamente los relatos dorados lo atraen, si la realidad fea y cruda lo espanta, si el conocimiento de la miseria humana lo perturba —entonces, por favor, no lea las siguientes líneas. En la madrugada del Jueves para el Viernes Santo, nadie duerme en Sevilla. Las calles están de tal manera llenas, que a las veces ni se consigue pasar. Acompañando a Nuestro Señor que está preso, y cuya Pasión ya comenzó, las cofradías salen en procesión con sus imágenes. Sólo esa noche son más de 10.000 penitentes que desfilan. El mismo número de participantes salió en la tarde del Jueves, e igual número de devotos saldrá el Viernes. El público que asiste a la escena se calcula en cientos de miles. Nace entonces una pregunta: ¿será que todo lo que sucede a esas horas es edificante y piadoso? ¿Será posible que en una gran ciudad moderna, con toda su juventud en las calles, las personas solamente piensan en devoción y oración? No. No es posible. Y ciertamente algunas escenas que se observan podrán llegar hasta lo grotesco. Pero para mí, fue justamente cuando eso ocurrió, que el aspecto sublime me tocó. Prensado contra el portón de una casa, en medio de la multitud, yo había visto pasar a pocos metros, en el silencio reverente de todos, al Cristo del Gran Poder, con su túnica oscilando, como si fuese al ritmo de sus pasos doloridos e inciertos. En el puente sobre el río Guadalquivir, con el frío cortante subiendo de las aguas y los largos capirotes puntiagudos recortándose sobre el cielo de Sevilla iluminado por la luna llena, yo había estado al lado del anda del Señor de las Tres Caídas, cuando el palio de la Virgen de la Esperanza de Triana aún estaba lejos. Pero ya allí yo me había cruzado con un grupo en que visiblemente varios de sus elementos estaban ebrios. Después, en la entrada del puente, pasé al lado de tres adolescentes que, aprovechando de un sentimiento de libertad propiciado por la noche, con mirada esquiva y risitas tontas en los labios, estaban consumiendo drogas. Más tarde aún, debajo de los arcos, al lado de la plaza de la Encarnación, los bares abiertos estaban llenos de personas cantando músicas muy poco sacras, además de parejas que se abrazaban. Y un joven estaba postrado en el suelo, debido a la ingestión de bebidas alcohólicas.
Debo decir que, al dolor que yo sentía en las piernas, al cansancio después de tantas horas caminando y esperando de pie, se sumó la duda que me asaltó: ¿será que esta costumbre de las procesiones vale verdaderamente la pena? ¿No sería mejor que todas esas personas estuviesen durmiendo en sus casas? ¿El precio a pagar para que unos tantos hagan piadosos ejercicios no será demasiado alto, ya que otros sólo piensan en divertirse y no saben hacerlo sin pecar? Y, ¿qué hacía yo en esa calle, poco antes de las cinco de la madrugada? Fue en ese momento que, doblando lentamente la esquina, apareció el anda con el Cristo de los Gitanos. ¡Todo cambió! El silencio se hizo completo. Todos lo miraron. ¡Hasta el borracho se puso de pie! Los tambores y clarines estallaron en una sobrecogedora marcha fúnebre, que parecía querer rajar los pechos y hacía vibrar el aire. Con su peculiar andar, dubitativo y titubeando bajo el peso del madero, Cristo iba avanzando poco a poco, bien en alto por encima de la multitud. Allá venía Jesús con su inmensa cruz, con su inmenso dolor, con su inmenso amor. Era Dios hecho hombre que pasaba en medio de los pobres pecadores que somos todos, aglomerados en la calle, hoy como otrora, y Él estaba sufriendo su Pasión para salvarnos. Ya se iba apartando en la penumbra, cuando irrumpió un aplauso general. Fue cuando no contuve las lágrimas, lloré aprovechándome de la noche. Después, no vi nada más.
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Semana Santa en Sevilla |
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