y la “gracia bautismal” de América Latina
La civilización cristiana en América Latina ha dejado un admirable legado cultural y artístico, que atrae cada vez más al estudioso europeo. Ese patrimonio es particularmente rico e importante en el Perú, en virtud de circunstancias históricas y geográficas que remontan a los orígenes de la cristiandad del Nuevo Mundo. Alejandro Ezcurra Naón La evangelización de América española y portuguesa fue una hazaña misionera inigualada en la Historia. Iniciada al comenzar el siglo XVI, apenas un siglo y medio después estaba prácticamente completada en un territorio que cubre más de 20 millones de km2, desde el centro de Chile hasta el extremo norte de California, actual estado de Oregón. Este resultado ha sido tan excepcional que el Papa Juan Pablo II pudo afirmar que, mientras las naciones europeas demoraron varios siglos en convertirse, “las naciones de América Latina nacieron cristianas”. El heroico esfuerzo civilizador que acompañó esa evangelización hizo que las costumbres cristianas lograsen imponerse sobre sórdidas costumbres paganas como el canibalismo, las masacres rituales, la poligamia, el incesto, el aborto, el infanticidio, etc. Y a medida que la nueva civilización cristiana se extendía y prosperaba dulcificando las costumbres, el admirable talento indígena florecía, dando lugar a un mestizaje cultural que produjo expresiones artísticas de extraordinario valor.
El Perú y la expansión de la cristiandad hispanoamericana Para la expansión de esa primera Cristiandad del hemisferio sur, el Perú desempeñó un papel providencial, extraordinariamente análogo al que Roma imperial jugó en la propagación de la Iglesia primitiva. Su localización geográfica, en el centro de la costa sudamericana del Pacífico, y la unidad político-administrativa alcanzada por los Incas en el siglo XV, ofrecían condiciones privilegiadas para la aventura evangelizadora. A la llegada de los españoles, el imperio Inca o Tahuantinsuyo cubría territorios que se extendían más de 5,000 kms. de norte a sur, desde la región surandina de Colombia hasta el centro de Chile y el noroeste de Argentina. En todos ellos el idioma quechua, originario del Cusco y hablado por los Incas, había sido impuesto como lingua franca, tal como el latín en las regiones dominadas por Roma. Así, cuando el Virreinato del Perú toma el lugar del incanato, se convierte naturalmente en el foco irradiador de la civilización cristiana emergente, tanto en el aspecto religioso como socio-cultural. Un centro por excelencia de esa irradiación fue el Cusco, la antigua capital imperial incaica, situada próxima a la vertiente oriental del inmenso macizo de los Andes. Allí surgió una original escuela artística que se consolida a fines del siglo XVII, cuando alcanza su apogeo en el arte sacro como profano, en todas sus expresiones. Amalgamando en una feliz síntesis elementos europeos y autóctonos, esta escuela llamada precisamente cusqueña extendió su influencia por el sur, hacia el Alto Perú (actual Bolivia) y el norte de Argentina y Chile —que formaban parte del Virreinato del Perú—; por el norte hasta Ecuador y Colombia, y por el este hasta el Paraguay. Tras un comienzo tímido e incierto, en el cual tanto la arquitectura religiosa como la música y la pintura reciben influencias variadas —flamenca, italiana, alemana, e incluso del estilo gótico ya abandonado en Europa— finalmente se consolida y prevalece en la región el estilo llamado barroco peruano. A diferencia del barroco europeo, que representa una decadencia en relación al estilo ojival de la Edad Media —una disminución de tono y de categoría, debida a la influencia del naturalismo, acompañada de una mundanización y la paralela pérdida de espíritu sobrenatural—, el barroco peruano ostenta una nota de candidez y sentido sobrenatural que confiere a todas sus expresiones sumo encanto. Es el estilo que mejor expresa la identidad católica de Hispanoamérica, dejando traslucir la intensidad de la gracia que convirtió esos pueblos y los incorporó a la Cristiandad. Hay en él una marca como de inocencia bautismal, la encantadora ingenuidad propia del converso; y ése es su trazo más característico y su mayor atractivo.
Mestizaje cultural, fruto de una genial inculturación Las ciudades del Tahuantinsuyo eran pocas y distantes unas de otras. Había también centros urbanos menores, fortalezas y santuarios, centros de almacenamiento de víveres para el ejército y locales de reposo del monarca o tambos. Pero la generalidad de la población residía en áreas rurales y estaba muy desperdigada. El trabajo misionero consistió en reunir esas poblaciones dispersas en las llamadas doctrinas, que eran capillas muy simples, rodeadas de viviendas para los religiosos y algunas construcciones aledañas. Posteriormente las doctrinas se fueron transformado en pueblos de indios, con una incipiente vida urbana. En el actual Perú llegó a haber más de mil pueblos de indios, origen de la mayoría de los actuales municipios del país. Para evangelizar esas poblaciones los misioneros aplicaron una metodología verdaderamente genial, que hoy se llamaría inculturación, pero sin ninguno de los vicios que ésta presenta actualmente (como acoger promiscuamente elementos buenos y malos de culturas paganas autóctonas). Con extraordinario tacto, aquellos religiosos buscaron rescatar y conservar lo que había de orden natural en las costumbres aborígenes, darle un sentido católico, y extirpar de ellas lo que había de errado. Por ejemplo, el gusto de los indígenas por las celebraciones solemnes. Los incas adoraban al Sol, y en el solsticio de invierno —que en el hemisferio sur corresponde al día 21 de junio— realizaban en el Cusco una gran procesión en su honor, al mismo tiempo espléndidamente fastuosa y horrendamente macabra. Hacían sacar de sus sepulcros los cadáveres momificados de los monarcas difuntos, para llevarlos en cortejo por la ciudad, entronizados en andas especiales y adornados con ricos tejidos, joyas y plumas. Cada momia tenía su séquito de cargadores y escoltas propios, precedidos por músicos y danzarines, además de turiferarios que quemaban palosanto y otras maderas odoríferas. La chicha, bebida de maíz fermentado, corría abundantemente, y la festividad solía terminar en una espantosa borrachera general.
Una vez conquistado el Cusco los españoles hicieron desaparecer esas momias, dándoles sepultura definitiva en un lugar secreto, hasta hoy ignorado. Pero los misioneros, en vez de suprimir el desfile, lo adaptaron a la solemnidad del Corpus Christi, que transcurre en el mismo mes. Y en ello demostraron un notable sentido psicológico. Así, el falso dios Sol cede lugar al verdadero Dios Hombre, el Sol de Justicia, llevado en una riquísima custodia de plata maciza. Los horrendos cadáveres momificados de los Incas son reemplazados por bellas y graciosas imágenes patronales de las iglesias del Cusco —Nuestra Señora de Belén, San José, San Sebastián, San Cristóbal, San Blas, etc.—, espléndidamente vestidas. Cada imagen tenía su hermandad de indios cargadores, músicos y danzarines. De esa manera, la festividad del Corpus cusqueño satisfizo plenamente el gusto de los autóctonos por lo maravilloso y por la pompa. Y en pocos años alcanzó tal prestigio, que de todas partes del vasto Imperio hispanoamericano llegaban imágenes traídas ex profeso por sus devotos para la solemnidad, incluso desde regiones tan distantes como Popayán o Tucumán y hasta Nicaragua en América Central. Hubo ocasiones en que la procesión llegó a contar con ¡más de 400 imágenes! El Corpus Christi continúa siendo hasta hoy la festividad más colorida y concurrida de la Ciudad Imperial, y cada año aumenta el número de asistentes. Mitológicos “huamingas” se transforman en ángeles arcabuceros… Una adaptación semejante se dio con las singulares pinturas de arcángeles arcabuceros, de la escuela cusqueña. La mitología precolombina rendía culto a unos seres invisibles, mitad hombre y mitad ave de presa, llamados huamingas. Tenían figura de guerrero alado con cabeza de halcón, como puede verse incluso en piezas de cerámica preinca, y en el período incaico se les atribuyó la función de ser los espíritus tutelares del Inca y de su familia. Los misioneros católicos idearon la manera de transferir el culto de esos seres imaginarios a los verdareros ángeles. Crearon una iconografía enteramente original, en la cual los ángeles aparecen también como guerreros alados, pero dotados de armas de fuego y ricamente vestidos. Con ello dan idea de guerreros a la vez sumamente poderosos y sumamente nobles, es decir, semejantes pero muy superiores a los imaginarios huamingas. El resultado de esta trasposición fue un completo éxito: por todo el antiguo Virreinato del Perú, desde Uquía y Casabindo en el actual norte argentino hasta el Ecuador, los indígenas adoptaron esta iconografía como propia.
Un pintoresco hecho ocurrido hace pocos años ilustra bien este fenómeno. En 1993 varios grandes cuadros de ángeles arcabuceros, existentes en la iglesia del pueblo indígena de Calamarca, a 60 kms. de la capital boliviana, La Paz, tuvieron que ser restaurados. Para ello fue necesario llevarlos al Museo Nacional de Arte (antiguo Palacio Diez de Medina), en pleno centro de la capital. Los habitantes de Calamarca, en su mayoría indios Pacajes, al principio se opusieron al traslado; pero después concordaron con éste, a condición de que las autoridades permitiesen que una delegación del pueblo acompañara los cuadros y los protegiera durante la restauración. Un gran grupo de indígenas armados se desplazó entonces junto con los cuadros, y permaneció en la capital todo el tiempo que duró la restauración (más de seis meses). Descansaban de día, y de noche montaban guardia con sus escopetas frente al museo, para prevenir cualquier robo… Este celo demuestra hasta qué punto los indígenas se identificaron con la iconografía barroca en general y con “sus” ángeles en particular. Una reflexión a la luz de la fe Por todo el Perú, y teniendo por centro al Cusco, el viajero puede encontrar hasta hoy, incluso en lugares muy remotos, bellísimas muestras de ese arte virreinal: iglesias y edificios civiles en piedra labrada, con detalles constructivos admirables como pórticos, torres, espadañas, esculturas, techos de artesonado finamente tallado, estupendos altares dorados, imágenes policromadas, una enorme variedad de pinturas en frescos o sobre madera y tela, soberbiamente enmarcadas, magníficas piezas de platería y orfebrería, etc. Esa infinidad de obras fue surgiendo al soplo del doble impulso misionero y civilizador de la Iglesia, de manos de sucesivas generaciones de artistas indígenas o mestizos, en su mayoría anónimos. Es digno de nota que hasta hoy se continúan haciendo en el Perú y Ecuador obras de arte —pintura, escultura, tallado, orfebrería, etc.— en estilo barroco, debido a su belleza y prestigio. Incluso las composiciones musicales del barroco peruano, sean de música culta o popular, rescatadas del olvido en nuestro siglo XXI, gozan de un renovado y sorprendente favor del público. * * *
Desde la segunda mitad del siglo XVIII, sin embargo, las ideas iluministas que penetran en los ambientes cultos y en la propia monarquía española llevan a una decadencia del espíritu misionero en América. A ello se suman las convulsiones de la Revolución Francesa, que acarrean la disgregación del imperio americano español y la imposición de repúblicas laicistas, seguida de un período de fuerte inestabilidad política, social y religiosa. Con ello la evangelización de aquellas vastas regiones queda prácticamente paralizada, y el proceso civilizador, que es su fruto propio y natural, se ve truncado cuando aún le falta mucho para completarse. Y si bien, desde mediados del siglo XIX, bajo los pontificados del beato Pío IX y sus sucesores León XIII y San Pío X, la Iglesia en Hispanoamérica logra recuperar bastante terreno perdido y se verifica un renacer de la fe y de la cultura cristiana tradicional, después de la Primera Guerra Mundial irrumpen nuevas costumbres anticristianas, fruto de la universalización del American way of life. Se inicia entonces un proceso inverso, de descristianización neopagana, que continúa produciendo sus devastaciones hasta hoy. Así, hace ya dos siglos que el desarrollo cultural y artístico de Sudamérica española, de la cual el barroco peruano fue un punto culminante, ha quedado por así decir detenido en el tiempo, como en estado de vida latente. Todos los estilos posteriores son postizos, y ya no reflejan la identidad artística del país: el pueblo no tiene consonancia con ellos. Pero las obras del barroco aún permanecen. Ellas nos maravillan y nos invitan a reflexionar sobre ese magnífico pasado, como también sobre el esplendor cultural a que esa Cristiandad americana habría podido llegar si los hombres hubiesen correspondido a la gracia de Dios. Tal reflexión, hecha a la luz de la fe, desemboca en una certeza: la “era de la Inmaculada” que San Maximiliano Kolbe previó para “el mundo entero” en sintonía con las promesas de Fátima, pondrá fin a ese estancamiento. Y también en América Latina, el “continente de la esperanza”, la Cristiandad retomará su camino ascensional, en todos los campos de la cultura.
¿Cuál será, en ese renacer, el papel del barroco peruano y sus derivados? La Historia no retrocede. No hay vueltas al pasado. Pero el pasado puede servirnos de inspiración. Y en el caos generalizado en el que vamos entrando —que va colocando al Perú y a toda nuestra área de civilización en una situación comparable a la del hijo pródigo del Evangelio— la única salida posible al caos sólo puede ser el retorno a la “casa paterna”, al espíritu católico del pasado. Y en ese retorno, las maravillas del barroco y la “gracia bautismal” que él simboliza serán, sin duda, la pista de despegue, el punto de partida, inspiración y guía para los nuevos estilos que han de surgir en armónica continuidad con él.
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El barroco peruano |
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