Intrépido predicador y cruzado
Gran propulsor de la victoria cristiana sobre los mahometanos en Belgrado, pacificó contiendas, obró innumerables milagros y fue inquisidor contra la secta herética de los Fraticelli Plinio María Solimeo Juan nació el año de 1385 en Capistrano, pequeña villa de los Abruzos, en el reino de Nápoles. Su padre era un hidalgo angevino que llegó a la región en la comitiva del duque de Anjou, y parece que allí se radicó. Nada se sabe de la infancia y adolescencia de Juan, a no ser que estudió humanidades en su tierra natal, yendo después a Perugia para estudiar derecho civil y canónico. Se doctoró en ellos con éxito. Sobresalió tanto por su honestidad, prudencia y buenas costumbres, que le fue ofrecido un puesto en la magistratura de Perugia. En aquellos felices tiempos, al contrario de hoy, la virtud era premiada. Uno de los principales personajes de la ciudad le ofreció la mano de su única hija. ¿Qué más podría desear Juan? Todo para él eran flores y alabanzas. Pero esa felicidad sin nubes no duraría mucho, pues la Divina Providencia tenía altos designios con relación al joven jurista. En aquel tiempo la orgullosa Perugia se levantó en armas contra el rey Ladislao de Sicilia. En la batalla que siguió, los perusinos salieron victoriosos. Juan intentó hacer de moderador entre las dos fuerzas, pero su actitud fue mal interpretada —fue acusado de favorecer al partido de Ladislao y de estar en comunicación con el ejército enemigo. Ello bastó para que lo tomaran preso. Se defendió brillantemente, pero los hombres eran sordos a sus argumentos. Él esperaba que el rey Ladislao se interesara por su suerte; o que lo hiciera alguno de los magistrados de Perugia, que tan solícitos se habían mostrado antes. Pero como nadie se interesó por él, quedó olvidado en la prisión. Para él era la hora de la Providencia. En las largas y monótonas horas de recogimiento forzado, Juan comenzó a considerar la inconstancia de la amistad humana, la falacia de las glorias de este mundo, y cómo no se podía fiar sino en Dios. La gracia continuó trabajando su alma. Al poco tiempo comenzó a pensar en entregarse a Dios. Y Dios secundaba sus planes: en ese tiempo falleció su joven esposa, con quien no tenía hijos. Este hecho lo determinó a romper radical y totalmente con el mundo. Por orden suya, sus bienes fueron vendidos y pagado su rescate, siendo puesto en libertad. Liquidó sus deudas y donó el resto de su fortuna a los pobres. Se dirigió después al convento franciscano del Monte, cerca de Perugia, de estricta observancia, y pidió su admisión. Tenía entonces 30 años de edad. Humillaciones para formar a un santo Juan llegaba precedido de su fama en el mundo. El maestro de novicios quiso entonces probar su vocación recurriendo a humillaciones. Para empezar, lo hizo desfilar por la ciudad en donde antes triunfó, montado en un burrito, vestido con un hábito viejo, llevando en la cabeza una mitra de papel en la cual estaban escritos algunos pecados. Soportó con espíritu sobrenatural no sólo esa humillación, sino todas las que Dios Nuestro Señor permitió que sufriese, a fin de hacerlo avanzar más rápidamente por el camino de la perfección. Dos veces fue expulsado del convento, al considerarlo inapto para la vida religiosa, y dos veces fue readmitido. En fin, hizo la profesión religiosa y fue ordenado sacerdote. Para controlar sus impulsos ardientes y su naturaleza viva, se entregó con empeño a la mortificación, flagelándose duramente, reduciendo las horas de sueño a tres por noche y alimentándose sólo una vez al día. Rezaba diariamente innumerables oraciones, entre ellas el Oficio de Nuestra Señora, el Oficio de los Difuntos y los Siete Salmos Penitenciales. Se dedicaba con empeño a la meditación de las verdades eternas y a la lectura espiritual. Durante la celebración del santo sacrificio de la Misa, llamaba la atención su profunda piedad. Juan de Capistrano, como quedó su nombre después de la profesión religiosa, fue designado para trabajar en los hospitales de la ciudad y para la predicación. Devoto de Nuestra Señora y prodigioso predicador Los santos se atraen entre sí, tal como sucede entre los malos. Una estrecha amistad pronto unió a Fray Juan con San Bernardino de Siena, del cual se hizo discípulo. Y cuando se levantó una campaña de calumnias contra el maestro —a causa de la reforma de la Orden, que llevaba a efecto, y de la propagación de la devoción al nombre de Jesús, que emprendía— Juan de Capistrano fue a Roma para defenderlo ante el Papa y la Corte romana. Fue tal el brillo con que lo hizo, que llamó sobre sí la atención de la Santa Sede, y ésta pasó entonces a emplearlo en varias misiones difíciles, haciéndole imposible entregarse a la vida retirada y contemplativa que pretendía. Fray Juan mantuvo también una profunda amistad con San Lorenzo Justiniano, otro reformador.
Su devoción hacia la Virgen María era tierna y profunda. Cuando predicaba sobre Ella, el auditorio lloraba de emoción. Cierto día en que aludió en un sermón a las palabras del Apocalipsis signum magnum apparuit in coelo (“una gran señal apareció en el cielo”, Ap. 12, 1), los asistentes pudieron contemplar una brillante estrella que apareció sobre el auditorio, lanzando rayos sobre el rostro del predicador. En otra ocasión, hizo parar en el aire la lluvia que perjudicaba su sermón y silenciar a los pajaritos que chirreaban muy fuerte. Con él se repitió el milagro ocurrido con algunos otros santos: al negarse un barquero a llevarlo a la otra margen del río Po, lo atravesó a pie enjuto sobre su manto, que le sirvió de barca. Al final de un sermón sobre las vanidades y peligros del mundo, en L’Aquila, las mujeres de la ciudad trajeron sus ornamentos y los quemaron en una gran hoguera en la plaza pública. Lo mismo sucedió en varios otros lugares. En Praga, después de un sermón que hizo sobre el Juicio Final, más de cien jóvenes abrazaron la vida religiosa. En Moravia, convirtió a cuatro mil husitas y dejó un libro en el cual refutaba punto por punto la doctrina de esa secta herética. También convirtió a buen número de judíos. Inquisidor, diplomático y reformador Al final del siglo XIII, surgió en la comarca de Ancona, en Italia, una secta religiosa muy perniciosa de monjes vagabundos, casi todos apóstatas de diversas órdenes, con el nombre de Fraticelli (que significaba religiosos mendicantes), que escandalizaban a la Iglesia y la Cristiandad. A pesar de ser condenada repetidas veces, restos de ella aún existían en la Italia del tiempo del santo. El Papa Eugenio IV nombró entonces a Fray Juan de Capistrano inquisidor contra la secta, para exterminarla de una vez. Él actuó con decisión y éxito, logrando librar a Italia del flagelo y reafirmando que combatir al mal es parte de la caridad. El Pontífice lo nombró entonces Nuncio en Sicilia y enviado especial al Concilio de Florencia, para intentar establecer la unión entre griegos y latinos. Lo envió después para apartar a los duques de Bolonia y Milán de su adhesión al antipapa Félix V. En una misión junto al rey de la Francia, Carlos VII, el desempeño de Fray Juan contentó grandemente al Papa. Los sucesores de Eugenio IV continuaron sirviéndose de los buenos oficios del santo, que de ese modo se convirtió en enviado apostólico para Alemania, Bohemia, Carintia, Sajonia, Moravia, Polonia y Hungría. Fray Juan de Capistrano tenía una gracia particular para reconciliar a los enemigos. Apaciguó una sedición en Riete, resucitando a un hombre al que durante el tumulto le partieron la cabeza en dos. Reconcilió también a la ciudad de L’Aquila con Alfonso de Aragón, y varias familias divididas entre sí. Contrario a toda forma de relajamiento, al mismo tiempo trabajaba en la reforma de su Orden, de la cual fue dos veces General, viéndose florecer la disciplina y el fervor en todos los conventos por donde él pasaba. En la Batalla de Belgrado, salva a la Cristiandad Se puede decir que la gran misión de su vida fue la lucha contra el temible Mehmed II. Este sultán, que se había apoderado de Constantinopla el año 1453, juró enarbolar el estandarte otomano en el Capitolio de Roma, amenazando así a toda la Cristiandad. Era necesaria una reacción inmediata y eficaz. El Papa Nicolás V convocó entonces a una cruzada y nombró a San Juan de Capistrano su predicador y jefe religioso. Por sus exhortaciones llenas de fuego, animó a los presentes a tomar las armas contra los turcos, que amenazaban el nombre cristiano. La guerra, sin embargo, fue diferida debido a la muerte del Papa Nicolás V. Al subir al trono pontificio, Calixto III hizo el voto de emplear todas sus fuerzas y hasta la última gota de su sangre en esa guerra. Como todo verdadero santo, Juan de Capistrano era también un combatiente. En 1455, participó de la Dieta que se realizaba en Neustadt. Con el fervor de sus sermones y el don de la persuasión, consiguió reunir un ejército de cuarenta mil hombres, entre franceses, italianos, alemanes, bohemios, polacos y húngaros. Comandados por Ladislao, rey de Hungría, Juan Hunyadi, señor de Transilvania, y George, príncipe de Rusia, tuvieron que enfrentar al ejército mucho mayor y mejor armado de los musulmanes, que cercaba Belgrado. Se cuenta que, cuando estaba a camino de Belgrado, el santo fue alertado por una flecha caída del cielo, que revelaba la victoria cristiana. El Cielo quería aquella guerra santa. En esa flecha estaba escrito: “No temas; triunfarás sobre los turcos por la virtud de mi Nombre y de la santa cruz, que tú portas”. Armado así con la cruz, Juan de Capistrano animaba a todos, apareciendo en los lugares en que los cristianos parecían flaquear, animándolos en nombre de Jesucristo. El ejército cristiano, tomado por un fervor sobrenatural, avanzó irresistiblemente contra las líneas islámicas, rompiendo el cerco. Fue tal el ímpetu, que el propio Mehmed II fue herido, y su ejército desbaratado. La Cristiandad estaba salvo. En la batalla murieron más de 40 mil turcos, siendo relativamente pequeñas las pérdidas entre los cristianos. A pesar de que nuestro santo estaba siempre en el lugar más peligroso de la batalla, no sufrió el más leve rasguño, lo que fue considerado como un hecho milagroso. Toda la Cristiandad reconoció que la victoria fue concedida por el Cielo, debido a las oraciones y a la acción de presencia del santo. En 1456, apenas tres meses después de la victoria, San Juan de Capistrano fallecía en Hungría, a los 71 años de edad. Su cuerpo, que se había librado de la barbarie de los turcos, fue víctima de la impiedad de los luteranos. Estos enemigos de la verdadera fe, al tomar la ciudad, desenterraron sus restos mortales y los lanzaron al río Danubio. Felizmente los católicos los encontraron y los llevaron a Ujlak, cerca de Viena, donde hasta hoy son venerados por los fieles, mientras aguardan el día de la resurrección final.
Obras consultadas.- 1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. XII, pp. 564 y ss.
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