Ordinariamente, Dios obra a través de sus criaturas. Al dar a luz esta semblanza sobre el Señor de los Milagros, queremos honrar particularmente a don Sebastián de Antuñano y Rivas y a la madre Antonia Lucía del Espíritu Santo, muertos en olor de santidad, promotores de su culto y de su grandeza. Y paralelamente rendir homenaje a todos aquellos que hoy, siguiendo su ejemplo y virtud, mantienen viva esta devoción en medio de las circunstancias siempre nuevas de los siglos.
Pablo Luis Fandiño
A mediados del siglo XVII, la Ciudad de los Reyes era una urbe en franco desarrollo. Entre 1580 y 1630 la población de Lima se había duplicado, de casi 20.000 a más de 40.000 habitantes. Fundada en 1535 por don Francisco Pizarro, arrimada al río que le dio su actual nombre, la villa creció a partir de la Plaza de Armas formando con sus calles un damero irregular. En la época en que comienza nuestra historia, estaba recién inaugurado el Puente de Piedra, que cruza el Rímac —entonces locuaz y simpático— y lleva hacia el norte. Hacía el este Lima apenas se extendía hasta la parroquia de Santa Ana, al oeste y al sur, hasta las parroquias de San Sebastián y San Marcelo, respectivamente. En las afueras de la ciudad, entre estas últimas dos parroquias, existía el barrio de Pachacamilla, así llamado por haber sido ocupado al comienzo por indios provenientes de Pachacámac. No se habían levantado aún las extensas murallas que durante tres largas centurias la guarnecerían. Pero tanto por el esplendor que ya había adquirido el Virreinato del Perú, como por las riquezas que afluían hacia el puerto del Callao con destino a Europa, la capital se tornó muy pronto la codicia de los piratas. En 1624, con motivo de la aproximación de Jacques L’Hermite y su poderosa flota, se levantaron diversas barricadas en las entradas de la ciudad. Resultó providencial, como veremos, que aquella barricada elevada en Pachacamilla recibiera el nombre de Santa Cruz. El anónimo pintor y una singular cofradía Años después, en aquel mismo lugar, un grupo de esclavos angoleños comenzaron a reunirse a modo de cofradía. Hacia 1651, uno de ellos tuvo la inspiración de plasmar sobre una pared de adobe la imagen ya sin vida del Crucificado para que presidiera sus rezos. No se sabe con exactitud en qué momento se añadieron las figuras de la Santísima Virgen y de la Magdalena. Tampoco cuánto tiempo duraron los de Angola en sus buenas disposiciones. Pero al Cristo Morado recién se le vino a descubrir el sábado 13 de noviembre de 1655, a raíz de un violento temblor de tierra que sacudió la capital a las dos y media de la tarde, derribando mansiones e iglesias. En el barrio de Pachacamilla, tan solo el muro de abobe con la imagen del Santo Cristo permaneció en pie. Ciertamente que esta circunstancia, atrajo la atención de los lugareños y no faltó quien lo calificara de prodigioso. Pero, como lamentablemente sucede, pasado el susto y las réplicas que le siguieron, la inexplicable conservación del mural quedó sepultada en el olvido.
Cierto día, pasó providencialmente por el local un vecino de la parroquia de San Sebastián, llamado Antonio de León, quien compadecido por el deplorable estado de abandono en que se hallaba, se entregó a su cuidado. Sustituyó entonces el viejo cobertizo por uno de mangles y levantó al pie de la imagen un muro grueso que le sirviera de base. Afligido desde hacía algunos años por un tumor maligno que los remedios humanos no conseguían rendir, recurrió con tanta fe e insistencia al Señor Crucificado a quien servía, que muy pronto se vio libre de todo mal. Atraídos por la fama de la milagrosa curación, aumentó el número de devotos rápidamente hasta pasar del centenar. Los cuales comenzaron a reunirse espontánea y regularmente los días viernes por la noche para entonar el Miserere y otras oraciones, acompañadas de cánticos e instrumentos populares. Esto duró algunos meses, y por lo que parece no faltaron excesos. El bullicio llegó pronto a oídos del párroco de San Marcelo, quien informado de lo que sucedía, decidió tomar cartas en el asunto y acudir a la autoridad. En vista de tal denuncia, se realizó una inspección ocular el viernes 4 de setiembre de 1671 a las siete de la noche, “no sin algún revuelo de los asistentes que vislumbraron el temporal que amenazaba”. Los comisionados verificaron la imagen, asistieron a la función en que se cantaron las lamentaciones acompañadas de arpa y cajón, y calcularon la concurrencia en doscientas personas de ambos sexos. Nada especial hubiera ocurrido hasta que apareció el sacristán mayor de la parroquia de San Marcelo y se entabló un entredicho con el Promotor Fiscal del arzobispado. En vista de lo acontecido el Provisor y Vicario General, D. Esteban de Ibarra, dispuso la prohibición de las reuniones y ordenó borrar la efigie del Santo Cristo y de los demás santos, y que se demoliese la peana construida a manera del altar. Intento de borrar la imagen, intervención del Virrey La orden se cumplió la segunda semana de setiembre mediante una comitiva integrada por el representante del arzobispado, un notario, un indio pintor de “brocha gorda” y el capitán de la Guardia del Virrey, con dos escuadras de soldados. Al subir el pintor la escalera y extender el brazo para borrar la imagen, comenzó a temblar y le sobrevino un desfallecimiento que hubo que sostenerlo. Recobrado del mareo volvió a intentarlo, pero fue tal la impresión que tuvo que bajó raudamente y se fue. A un segundo operario que lo pretendió, le asaltó también un temblor inusitado y se retrajo del intento. Finalmente, un soldado se ofreció para ejecutar la orden, pero al subir la escalera vio que el Cristo se transfiguraba ante sus ojos y desistió. Entonces el cielo se oscureció y una fuerte garúa, poco común en Lima, comenzó a caer. Apenas el virtuoso virrey don Pedro Antonio Fernández de Castro (1667-1672), el célebre Conde de Lemos, tomó conocimiento de los hechos, suspendió la orden y al visitar personalmente el lugar decidió promover su culto. Por disposición suya, más adelante se pintaron al óleo en la parte superior las figuras del Padre Eterno y del Espíritu Santo, y se retocó uno de los pies del Cristo que había sido raspado cuando el intento de borrar la imagen; tarea que fue encomendada al diestro pintor José de la Parra. El día 14 de setiembre de 1671, fecha en que se celebra la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, fue oficiada la primera misa a los pies del Cristo de Pachacamilla y se nombró como Primer Mayordomo a don Juan de Quevedo y Zárate. Desde entonces se le comenzó a denominar “Santo Cristo de los Milagros o de las Maravillas”. El 12 de abril de aquel mismo año, el Papa Clemente X había canonizado en Roma a Santa Rosa de Lima, la primera santa de América, junto a San Francisco de Borja, antepasado del Conde de Lemos. Una década después de estos hechos, vemos al propio Rey de España, Carlos II, mediante una Real Cédula, interesarse en la construcción de la capilla y estimular la devoción a la Santa Imagen. Un hombre providencial Sebastián de Antuñano y Rivas nació en la provincia de Vizcaya en 1653 y llegó por primera vez al Perú en 1668 detrás de una herencia. Como muchos de sus paisanos se hizo comerciante y reunió en pocos años una considerable fortuna. Hombre piadoso, luego de realizar los ejercicios espirituales en el noviciado jesuita, se encaminó hacia la capilla del Señor de los Milagros atraído por la fama de sus portentos. Al contemplar arrobado la imagen del Crucificado oyó nítidamente una voz interior que le hablaba: “Sebastián, ven a hacerme compañía y a cuidar del esplendor de mi culto”, era el 5 de julio de 1684. A partir de entonces la vida de Antuñano encontró el rumbo definitivo que hacía tanto tiempo anhelaba. Poco después, fue designado Mayordomo de la Ermita del Santo Cristo de los Milagros, cargo que desempeñaría por 33 años hasta su muerte en 1717.
Una de sus primeras preocupaciones fue la de asegurar la propiedad de los terrenos y eliminar el muladar vecino. Para lograrlo, padeció muchos contratiempos, entabló largas negociaciones y litigios, que pusieron a prueba su paciencia y agotaron su fortuna. Mientras tanto, la capital recibía un aviso de Dios. El 2 de julio de 1687 se produjo un misterioso sudor y llanto en una pequeña imagen de la Virgen de la Candelaria que tenía en su casa el oidor don José Calvo de la Banda. El prodigio se repitió por 32 veces —perpetuándose la imagen como Nuestra Señora del Aviso— hasta que, en la madrugada del 20 de octubre, un terremoto seguido de un maremoto asoló el puerto del Callao y sacudió gran parte de Lima. Aunque se derribó la ermita de Pachacamilla, la pared de adobe con la pintura del Santo Cristo quedó incólume, pero al descubierto. A raíz de este suceso, Antuñano sacó por primera vez en procesión una copia al óleo de la imagen mural del Crucificado, según algunos la misma que hasta hoy recorre en el mes de octubre las calles de Lima. Desde entonces, el vizcaíno se empeñó en la restauración de la capilla y en la redacción de una historia de la venerada imagen —la llamada Relación de Antuñano, de 1689— cuyo manuscrito se encuentra en el archivo del Monasterio de Nazarenas. El 12 de octubre de 1700, el capitán Sebastián de Antuñano hizo donación de todos sus bienes a la madre Antonia Lucía del Espíritu Santo, quien dos años después, trasladaría el beaterío de nazarenas —que ella dirigía en el barrio de Monserrate— a Pachacamilla, con lo cual se consolidaría definitivamente la devoción al Cristo Morado. El 18 de marzo de 1730, trece años después de la muerte de Antuñano, se fundaba solemnemente el Monasterio de Madres Nazarenas Carmelitas Descalzas, adscritas al santuario del Señor de los Milagros, con todas las formalidades que exigían los tiempos y los cánones. El peor terremoto que remeció Lima El 28 de octubre de 1746, a las diez y media de la noche, un violento sismo vino a romper la calma y sembrar la desolación. En tan solo tres minutos, cinco mil de sus habitantes perecieron bajo los escombros. Al año siguiente —excepcionalmente y en memoria de la tragedia— la procesión duró cinco días y se le agregó al anda del Señor de los Milagros la figura diáfana de Nuestra Señora de la Nube. Al virrey José Antonio Manso de Velasco (1745-1761), Conde de Superunda, le cupo la ardua tarea de la reconstrucción de la ciudad, a la que se dedicó con todo el vigor de su alma, razón por la cual es considerado el segundo fundador de Lima. La formación de las primeras cuadrillas de cargadores y la organización de la Hermandad del Señor de los Milagros, tomó cuerpo durante el gobierno del virrey don Manuel Amat y Juniet (1761-1776). Así, el 3 de mayo de 1766 salieron las andas del Cristo de Pachacamilla en hombros de las cuatro cuadrillas fundadoras. En ese lapso, se demolió la capilla reconstruida por Antuñano, para levantar la actual Iglesia de las Nazarenas, inaugurada el 21 de enero de 1771. Una tradición que no se apaga Tres veces secular, la devoción al Señor de los Milagros ha perdurado en el tiempo y se ha fijado en el alma nacional. Del barrio de Pachacamilla se extendió a toda la ciudad; desde ella se irradió al país entero y traspuso sus límites. No existe un solo lugar en nuestro inmenso territorio donde no sea venerado y donde quiera que haya un peruano. Hay una identidad tan profunda que ha hecho posible que en pleno siglo XX su devoción y su culto se extendiera a lugares tan distantes como Caracas, Santiago de Chile o Río de Janeiro; Nueva York, Los Ángeles o Toronto; Madrid, París o Milán, El Cairo, Yamato o Sydney; hasta en la propia Roma, el centro de la Cristiandad.
Queriendo explicar esta continua y multitudinaria afluencia de fieles en las procesiones de octubre, el padre Rodrigo Sánchez-Arjona escribió: “Van a la procesión, no tanto a pedir (aunque también lo hacen), cuanto a contar sus penas al Señor. Vuelven desahogados, como el que ha compartido toda la amargura de su corazón con el mejor amigo”. Expresión áurea de la religiosidad popular, sin embargo, el Cristo de Pachacamilla encuentra a su paso a limeños y provincianos de toda condición; hasta los forasteros lo contemplan con respeto. Todos los intentos para disipar esta imagen han resultado vanos. Desde un comienzo, hasta que la autoridad se doblegó. Más tarde la incuria del tiempo y la ingratitud de los hombres. Luego fueron las contrariedades que soportó Antuñano. Los terremotos físicos, que solo le dieron fama. Los terremotos morales… el humanismo ilustrado, la república con el laicismo, el materialismo con su escepticismo… y nada consiguieron. Ni el progresismo más desenfrenado, en las décadas del 60 y del 70, ni el protestantismo iconoclasta, que lo hostiga más recientemente, le han causado la menor mella. Pues, a la hora del temblor, ¿por quién suspiramos? Señor mío Jesucristo: protege a nuestra patria y no permitas que la fe se apague jamás. El culto al Señor de los Milagros, es una experiencia personal, única, en la que la razón y el sentimiento se estrechan, y abren espacio a la fe. Principales obras consultadas.- 1. P. Rubén Vargas Ugarte S.J., Historia del Santo Cristo de los Milagros, 2ª ed., Lima, 1957.
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Tradición de fe, temblores y maravillas: El Señor de los Milagros |
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