La Virgen María, como refugio de los pecadores, cumple un papel de capital importancia en el plan de salvación de la humanidad, protegiendo maternalmente a sus hijos extraviados. Valdis Grinsteins ¿Será posible concebir algo aparentemente más contradictorio en el plan de Dios que nombrar a la Santísima Virgen como auxilio de aquellos que ofenden a su Divino Hijo? En principio, ¿qué relación podría haber entre Aquella que es Inmaculada —o sea, sin mancha, ni siquiera la del pecado original— y la humanidad fallida y repleta de defectos? ¿No sería acaso más sabio decir solamente que la Virgen tiene pena de los pecadores, pero no que es su refugio? ¿Refugio no será una palabra demasiado fuerte, inaplicable para quien justamente debería ser castigado por la justicia divina? Si tomamos la palabra refugio con el rigor de la lógica cartesiana, ¿no llegaremos acaso a la conclusión de que existe algún tipo de complicidad entre la Santísima Virgen y el pecador? Todas estas preguntas son fruto de impresiones erradas, sabiamente refutadas por la Santa Iglesia, la cual no se queda apenas en las apariencias de los problemas, sino que va al fondo de ellos. Y con toda razón la Iglesia nos enseña que Dios coloca a la más santa de las criaturas como protectora de las peores. Diversos grados de malicia Existen varios tipos de pecador.
Hay el que peca por debilidad, porque no rezó o no luchó suficientemente contra sus propios defectos. Se trata de un miserable pecador, pero que al menos reconoce estar equivocado, no busca justificar el pecado, y en numerosos casos se arrepiente, inclusive si vuelve a caer después. Un segundo tipo es aquel pecador que se instaló en el pecado. Su razón busca unas tales o cuales “justificaciones”: el pecado es inevitable, no tenemos fuerzas suficientes para evitarlo, de nada vale luchar contra las malas inclinaciones, etc. Ignora el papel de la gracia, desestima por completo la oración. Y así se instala en su alma la tibieza espiritual, la indiferencia criminal, mortal a largo plazo. Finalmente existe el pecador que se identifica con el pecado. No sólo lo comete, sino que lo justifica, llegando al punto de no tolerar la menor oposición a sus vicios. Es el pecador endurecido. ¿Cuál es la posición de María Santísima con relación a estos tipos de pecadores? La actuación de Nuestra Señora Antes de entrar propiamente en el tema, debemos aclarar preliminarmente que la Virgen tiene una sumisión completa a Dios; o sea, el plan de Dios es exactamente el mismo de Ella, con todos sus detalles. Dios es el Ser perfectísimo, y al mismo tiempo la propia justicia y la propia misericordia subsistentes. Para nuestra óptica humana, sobre todo, a causa de nuestra naturaleza decaída, es difícil entender cómo se pueden armonizar estas dos cualidades en la misma persona. Por eso, razones por así decir didácticas llevan a que Él, que representa la justicia, deje frecuentemente la representación de la misericordia en manos de su Madre. De hecho la misericordia de Ella no es sino una participación privilegiada de la infinita misericordia de Dios. María Santísima, en su relación con el pecador, no pretende ocultar el pecado, ni disimular su gravedad, mucho menos crear una situación por donde el alma permanezca tranquila en su deplorable situación de pecadora. Eso no sería misericordia, pero sí connivencia. Ella va, por el contrario, a suscitar en la alma las buenas reacciones que la lleven al arrepentimiento y a comprender la necesidad de la penitencia. Es obvio que el pecador del primer tipo, que peca por debilidad, entenderá más fundamentalmente el papel de Nuestra Señora como refugio. Después de la turbulencia del pecado, la conciencia de la propia falta pesará sobre él y no lo dejará en paz. Pero al mismo tiempo, su alma cargará una tristeza por la derrota sufrida y un deseo equivocado de justificarse. Estos dos elementos contradictorios se alternarán en su mente, colmarán sus pensamientos y levantarán una tormenta espiritual, que puede ser tan terrible como las tempestades marinas. Es la lucha entre el bien y el mal, en la cual el primero contraataca y el segundo quiere asegurar el terreno conquistado. Exactamente aquí entra el papel de la Virgen María como refugio. El alma busca una ayuda externa que solucione la tragedia en la cual se sumergió. En ese momento se presenta a su mente la criatura por excelencia que lo puede ayudar. No se muestra con una actitud dura, como quien reprende, pero tampoco deja trasparecer la menor complicidad. Es la bondad maternal, atrayente, suave, conciliadora, comprensiva. La propia alma siente que Ella lo entendió, y la Santísima Virgen se comporta con el alma pecadora exactamente como la madre de un niño con culpa. Primero lo atrae para sí, y luego, con paciencia y bondad, le va mostrando el error cometido, con mucha dulzura. Procura raciocinar juntamente con el alma, y al mismo tiempo que señala el error, muestra cómo sanarlo. Nuestra Señora susurra en esa ocasión la necesidad y la sabiduría del sacramento de la confesión. La penitencia que impone el sacerdote no es un castigo que derrumba y abate, sino sobre todo la escalera que permite volver a lo alto. La protección maternal Si analizamos objetivamente la actuación de la Virgen María, no del punto de vista del pecador, sino de Dios, constataremos que es de una coherencia perfecta: “Dios no quiere la muerte del pecador, sino que él se convierta y viva”, dice la Sagrada Escritura. ¿Cómo obtener esto? Justamente enviando a alguien en socorro del miserable, de manera que le muestre su triste situación, llevándolo a pedir perdón y el deseo de reparar el mal cometido. Nuestra Señora tiene así perfectamente delineado su papel en el plan de salvación, como un elemento esencial. Es la herramienta que repara las imperfecciones espirituales, el medicamento que cura la enfermedad, el guía que muestra el camino. Podría parecer que tales consideraciones no se aplican a los pecadores del segundo tipo. El propio hecho que estén instalados en el pecado indicaría que no sufren las tormentas espirituales del primer grupo. En realidad, nadie se queda estable en la vida espiritual, ni para el bien ni para el mal. Siempre estamos subiendo o bajando. No existe un “punto muerto”. La tranquilidad ilusoria del pecador en el pecado es mera apariencia. Él se está deslizando hacia el fondo del pozo; de tiempo en tiempo se da cuenta de lo que sucede, y esa perspectiva lo asusta. Siente en sí capacidades para el mal, que van apareciendo, tendencias abominables que nacen dentro de él, instintos brutales y devastadores que asoman en su horizonte. Él mismo se sorprende con lo que piensa, con lo que desea, con lo que quisiera hacer; y en esos momentos se siente como una barca tragada por un torbellino. Para él, el refugio es una necesidad urgente, y tiene que ser un refugio que no cuestione la entrada, que no coloque dificultades para anclar su barca, que está a camino del naufragio. Nadie mejor que la Santísima Virgen para amparar a tal alma, en ese momento. El propio hecho de que Ella nunca hubiera pecado se presenta como el mejor antídoto para los horrores a que el hombre siente atraída su alma. La bondad maternal de Nuestra Señora, al aceptar al hijo desviado por el hecho de ser hijo, es lo que atraerá a esas almas. Y ellas serán también orientadas para cambiar de vida.
¿En qué situación queda el pecador endurecido? ¿Qué representa María Santísima como refugio para él? Esa alma miserable, que más que otras atrae la ira de Dios, tiene todas las razones para temer un desenlace violento y terrible, en vista de sus pecados. Con él la Virgen actúa, en general, en las horas clave, cuando la inminencia del desastre se anuncia en el horizonte. Cuando las puertas de la tragedia se abren para tragarlo, cuando el infierno ya aparece como un destino sellado, en ese momento la Virgen le muestra que aún hay salida, que el perdón no está excluido si hay conversión, que Ella será madre y defensora, que conseguirá el indulto aparentemente imposible. Ella brillará especialmente para él, pues se trata de refugio, palabra que adquiere entonces todo su sentido confortador. Nada se compara con la defensa que la Virgen Inmaculada emprende en favor de los peores pecadores en esos momentos supremos. Es la gloria de la misericordia en su brillo más completo, buscando la vuelta de la oveja perdida al aprisco. Pidamos a Nuestra Señora la gracia de entender toda la belleza y sabiduría que se encuentran en ese plan divino de transformar en refugio de los más endurecidos pecadores a Aquella que es la más excelsa de las criaturas.
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