Santoral
San Luis Gonzaga, ConfesorDe familia principesca, ingresó a los 17 años en la Compañía de Jesús. De una pureza angélica, murió a los 24 años como mártir de la caridad, víctima de una epidemia contraída al asistir a los enfermos. Es el patrono de la juventud. |
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Fecha Santoral Junio 21 | Nombre Luis |
Lugar Roma |
Modelo de pureza, coherencia y desapego
Patrono de la juventud, San Luis Gonzaga alió la nobleza de sangre a la santidad. Hizo voto de virginidad a los nueve años y murió en Roma como novicio de la Compañía de Jesús a los 23, víctima de su señalada caridad con los infectados por la peste. Plinio María Solimeo La Marquesa de Castiglione, Laura de Gonzaga, se hallaba con los dolores del parto, en gran peligro de vida para ella y para la criatura por nacer. Todos ya desconfiaban de verla a salvo, cuando resolvió hacer una promesa a Nuestra Señora de Loreto: consagrarle ese primer hijo de sus entrañas, y llevarlo en peregrinación hasta su santuario, tan pronto ambos se recuperasen. Inmediatamente dio a luz al primogénito de sus ocho hijos, a quien fue dado el nombre de Luis. Ese feliz suceso fue conmemorado en Castiglione con el júbilo de un nacimiento real. Y sin saberlo, el festejo fue providencial, pues el recién nacido habría de ser la mayor gloria de la dinastía de los Gonzaga, una de las más ilustres de toda Italia. Con dominios de Mantua a Brescia, y de Ferrara a la frontera de Lombardía, a lo largo de los siglos la dinastía había acumulado riquezas, altos cargos eclesiásticos y principados en su aristocrático linaje. Doña Laura estaba casada con uno de los más destacados miembros de esa estirpe, Fernando, Marqués de Castiglione y Príncipe del Sacro Imperio. Lo había conocido en la Corte de España, donde era dama de honor de la Reina Isabel de Francia. Esta soberana, secundada por su esposo, el gran Felipe II, estimando la virtud y las cualidades morales de Doña Laura, la había escogido para esa función. Si el Marqués llevaba en la sangre el espíritu combativo y militar de sus antepasados, la Marquesa lo complementaba con una profunda piedad. Y Luis recibió la influencia de ambos. Desde muy pequeño le gustaba oír, hablar y pensar en Dios. Tuvo así, casi desde la cuna, un don muy elevado para la oración, siendo Dios su único Maestro. “Conversión” a los siete años... Unido a esa feliz propensión de su carácter y a su piedad precoz, se podía percibir en él el rebullir belicoso de la sangre ancestral. Así fue que, habiendo cumplido cinco años, el Marqués le obsequió una pequeña armadura, yelmo, espadita y un pequeño arcabuz de verdad. Y lo llevó al campamento de Casal-Mayor, donde debería pasar revista a las tropas que llevaba consigo para la guerra del rey de España contra Túnez. Un día Luis, disparando su arcabuz, se chamuscó el rostro. Su padre le prohibió entonces utilizar pólvora. Pero él, travieso y valiente, un otro día, durante el reposo después del almuerzo, consiguió escapar de la vigilancia de su tutor, aproximarse a un cañón y encenderle la mecha. Todo el campamento fue despertado por el estruendo, y encontraron al pequeño príncipe extendido en el suelo, víctima del sacudón que recibiera al operar la poderosa arma. Luis gustaba de estar junto a los tercios españoles —las más famosas tropas de infantería de la época— imitando su paso marcial. Pero muchas veces repetía su jerga y las palabras a veces inconvenientes de alguno de ellos. Su tutor le llamó la atención, diciéndole que aquel no era lenguaje de labios limpios. Aunque el niño de cinco años no le entendiese el sentido, lloró amargamente esa falta involuntaria, de la que se acusará siempre como una de las más graves de su vida. ¡Y dijo que a partir de ese episodio comenzó su “conversión”! Objetivo: la conquista de la perfección Desde entonces, el pequeño comenzó un proceso de serio enfervoramiento espiritual. Según el juicio de otro gran Santo, el cardenal San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia y su futuro confesor, “a la edad de siete años, Luis comenzó a conocer más a Dios, despreciar al mundo y emprender una vida de perfección. Él mismo con frecuencia me repetía que el séptimo año de su edad marcaba la fecha de su conversión”. A los ocho años su padre lo llevó con su hermano Rodolfo a vivir en la corte del Gran Duque de Toscana, Francisco de Médicis. Ya no se estaba más en la austeridad vivida por los príncipes medievales, pues la decadencia renacentista lo invadía todo. En medio de las diversiones mundanas y de las solicitaciones de esa brillante corte renacentista, Luis buscaba auxilio en Aquella a quien fuera consagrado al nacer. Aumentó entonces sus actos de devoción a la Santísima Virgen, de tal modo que hizo, a los nueve años de edad, voto de castidad perpetua. Cuando tenía diez años, en ausencia de su padre, cierto día recibió en Castiglione al Cardenal-Arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo. Este quedó encantado con su pureza y santidad, habiendo declarado que “jamás había encontrado a un joven que en tal edad alcanzase tan elevada perfección”. Él mismo le administró la Primera Comunión, aconsejándole practicar la comunión frecuente y la lectura del Catecismo Romano. Su infancia transcurrió de castillo en castillo, de corte en corte, de festejo en festejo, manteniendo, a pesar de todo, siempre el corazón anclado en Dios. Probó, así, que era perfectamente posible cultivar la santidad en medio de los esplendores de la Nobleza. En efecto, a los doce años ya había alcanzado una alta contemplación. Para eso le fue de mucha ayuda un libro de San Pedro Canisio, apóstol de Alemania. La meditación continua se tornó para él casi una segunda naturaleza. Uno de sus criados podrá afirmar: “Todos sus pensamientos estaban fijos en Dios. Huía de los juegos, de los espectáculos y de las fiestas. Si decíamos alguna palabra menos decente, nos llamaba y nos reprendía con toda dulzura y gentileza”. Luis afirmaría más tarde: “Dios me dio la gracia de no pensar sino en lo que quiero”. Y por eso tenía un dominio total de sí mismo. Viviendo en plena época del Renacimiento, estudió las lenguas clásicas, llegando a escribir elegantemente en latín. Fue en esa lengua que hizo un discurso de saludo al monarca español Felipe II cuando sus armas fueron victoriosas en Portugal. Espíritu alerta, perspicaz y serio, triunfó fácilmente en los estudios. En él se aliaban magníficamente la nobleza, la cultura, la inteligencia y la santidad. Para el cumplimiento de la vocación, victoria sobre serios obstáculos En 1581 Luis fue llevado por su padre a España, para ser paje de los infantes en aquel país. Pero Dios tenía sobre él otros designios. En la corte del más poderoso soberano de la Tierra, se afirma en el corazón de Luis el deseo de apartarse del mundo y dedicarse totalmente a Dios. Habiendo ya cumplido los dieciséis años, decidió hablar con su padre al respecto. El Marqués, que encantado con las cualidades del hijo le auguraba un brillante porvenir en el mundo, respondió con un rotundo no. Para disuadirlo, lo envió de regreso a Italia, con misiones ante varios príncipes. Esperaba que, en medio de aquella vida brillante de la Italia renacentista, se enfriase en su hijo el deseo de hacerse religioso. Luis se desempeñó con tanto éxito en las varias tareas, que el padre se afirmó más aún en el deseo de tenerlo como su sucesor. Pero, a fuerza de múltiples súplicas, el Marqués cedió. Y Luis —habiendo obtenido también, como príncipe del Sacro Imperio, el permiso del Emperador— pudo abdicar de todos sus derechos dinásticos a favor de su hermano Rodolfo, y así entrar en el noviciado de la Compañía de Jesús en Roma, próximo a cumplir los dieciocho años.
Alto grado de santidad en plena juventud Dentro del noviciado jesuita, Luis continuó siendo motivo de edificación para todos, como lo había sido cuando estaba en el mundo. Sus superiores no tuvieron sino que moderar su fervor y poner límites a sus grandes penitencias. Para él era una alegría salir a las calles de Roma, con un costal a las espaldas, pidiendo limosnas para el convento. Era también enviado a ayudar en la cocina y en la limpieza de la casa. A alguien que le preguntó si no sentía repugnancia en hacer actos tan humildes, respondió que no, porque tenía ante sus ojos a Jesucristo humillado por los pecados de los hombres, y la recompensa eterna que Él da a los que se rebajan por amor de Dios. Visitaba a los enfermos y a los encarcelados. Incluso en esas ocasiones, mantenía su recogimiento en Dios y cumplía sus actos de devoción. Decía que “aquel que no es hombre de oración no llegará jamás a un alto grado de santidad ni triunfará jamás sobre sí mismo; y que toda la tibieza y falta de mortificación que se veía en las almas religiosas, no procedían sino de la negligencia en la meditación, que es el medio más corto y eficaz para adquirir las virtudes”. A tal punto se había tornado señor de su imaginación, que en un espacio de seis meses, según él mismo reconoció, sus distracciones no habían durado el tiempo de una Avemaría. Una de sus devociones especiales era la Pasión de Nuestro Señor, la cual se volvió objeto continuo de sus meditaciones. Su devoción a María Santísima era tierna y filial. Tenía también especial devoción a los Santos Ángeles, especialmente a su Ángel de la Guarda, e incluso escribió sobre ellos un pequeño estudio. También el Santísimo Sacramento era objeto de sus afecciones. Pasaba horas delante del tabernáculo, entreteniéndose con Dios escondido bajo las apariencias eucarísticas. Si sus superiores no lo hubiesen moderado, las penitencias físicas que practicaba habrían abreviado sus días. Algunos decían que él lamentaría en la hora de la muerte ese exceso. Muy al contrario: en ese momento hizo cuestión de decir a sus hermanos, reunidos alrededor de su lecho, que si tenía alguna cosa que lamentar en ese sentido eran las penitencias que no había hecho, y no las que hiciera. Su padre, que había llevado una vida muy vuelta a las cosas del mundo, se preparó tan bien para la muerte, que atribuyó esos sentimientos a las oraciones de su hijo. A la hora de la muerte, caridad heroica Poco después del fallecimiento del Marqués, Luis tuvo que ir a Castiglione a resolver una áspera disputa sobre tierras entre su hermano Rodolfo y un tío suyo. Su madre, que lo veneraba mucho, y con sentimientos de verdadera nobleza, lo recibió de rodillas. Cuando estaba hospedado en el Colegio de la Compañía, en Milán, tuvo la revelación de que en breve moriría. Rebosante, volvió a Roma y empleó sus últimos días cuidando a los infectados por una terrible epidemia que devastaba la Ciudad Eterna. Con eso ganó más méritos. Víctima del contagio, falleció santamente el 21 de junio de 1591. Que San Luis Gonzaga interceda por nosotros, en medio del neopaganismo y la decadencia moral de nuestros días, y nos obtenga del Creador al menos una fracción de su amor de Dios y celo apostólico, así como de su pureza angélica. Obras consultadas.-
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