PREGUNTA En el artículo publicado en esta sección el mes de junio, el autor promete una respuesta para los incrédulos, que no creen en una vida después de la muerte. Creo que un incrédulo no se movería un milímetro hacia la fe después de leer aquello, que me parece insuficiente para ese tipo de gente. Además, las conclusiones a que el autor llega, sobre la existencia de una vida futura, extrapolan de lejos los presupuestos de la argumentación presentada.
RESPUESTA El lector tiene razón al decir que un incrédulo probablemente no se movería un milímetro con la argumentación absolutamente concluyente desarrollada en el referido artículo. Pero debo añadir que la mayoría de los ateos o agnósticos —siempre de mala fe— no se movería con ninguna argumentación que les fuese presentada. San Pablo dice que, delante de las magnificencias puestas por Dios en la naturaleza, cualquier hombre puede llegar al conocimiento del Creador; y si no llega es por culpa propia; por eso ellos “son inexcusables” (Rom. 1, 20). ¿Por qué entonces la revista publicó ese artículo? Por dos razones: primero, porque Dios puede, por los ruegos de la Santísima Virgen, servirse de ese tipo de argumentación y tocar el alma de algunos de ellos con una gracia excepcional, y ellos se convierten, como tantas veces ha ocurrido. Y esto será la mayor ganancia de su vida, porque son almas que se salvan. Y para esto no se puede economizar esfuerzo alguno. En segundo lugar porque, aunque hayamos desarrollado una argumentación para probar que los ateos o agnósticos no tienen razón en sus dudas acerca de la existencia de Dios, en verdad estábamos apuntando más a los propios fieles, mostrándoles cuán insostenibles son el ateísmo y el agnosticismo. Viendo que hay incuestionables razones para admitir que Dios existe, los fieles son confirmados en su fe. Me permito un paréntesis, para aclarar que el ateo es aquel que niega la existencia de Dios, mientras que el agnóstico declara no saber si Dios existe o no. Y este último adopta una filosofía de vida comodista, pasando a vivir como si Dios no existiese. Lo cual no es una posición lógica y seria, pues en la hipótesis de que haya un Dios que me puede premiar o castigar al fin de la vida, sería indispensable pasar a vivir como si Dios sí existiese. Es el argumento de Pascal, según el cual, si Dios no existe, lo peor que me puede suceder es que lleve una vida inútil de penitencia en esta tierra. Pero si Dios existe, y yo llevo una vida contraria a los Diez Mandamientos, seré castigado por toda la eternidad… ¡Un mal negocio, por lo tanto! El argumento de Pascal tiene el grave inconveniente de poner en duda la fe, y sólo lo adujimos aquí para mostrar la incongruencia de los agnósticos. Cerrado el paréntesis, volvamos para el núcleo de las objeciones levantadas por el consultante. Si Dios existe, existe la vida eterna De hecho, la argumentación desarrollada en el artículo en cuestión no llegó a todo el desdoblamiento que sería necesario para hacerlo enteramente claro y lógico. El lector nos ofrece la ocasión de regresar al asunto y mostrar la fuerza probatoria de los argumentos presentados. En primer lugar, los presupuestos. La incredulidad tiene muchos grados: la forma más radical es la de aquellos que pura y simplemente no creen en Dios. Pero una persona puede creer en Dios y no creer en Jesucristo; puede creer en Jesucristo y no creer en la Iglesia; puede creer en la Iglesia y no aceptar todos sus dogmas. Cada uno de esos grados de incredulidad merecería un tratamiento aparte, que para cada uno de ellos comportaría la extensión de un libro.
En el artículo en cuestión, nos restringimos a la forma más radical: la negación de la existencia de Dios. Porque el tema enfocado por el consultante de junio era la cuestión de la vida futura, después de la muerte. Ahora bien, en los demás grados de incredulidad esa cuestión poco se pone: quien niega algún dogma de la Iglesia, ya niega ipso facto su divinidad y la de Cristo. Negará tal vez el infierno, pero es menos probable que niegue la existencia del Cielo… Quien cree en la Iglesia o en Jesucristo, a fortiori no tendrá mayores problemas para creer en la vida eterna. Queda la pregunta: ¿y quién cree solamente en Dios? Si fuese en un falso dios vago, difuso, confuso, que se disuelve en la materia del universo, probablemente será adepto de alguna de las teorías estrafalarias, panteístas o gnósticas a que nos referimos en el artículo de junio. Para la persona que piensa así, el futuro del hombre poco se distingue del absurdo retorno a la nada. No cabe volver aquí a tratar del asunto. Si, no obstante, la persona cree en un Dios personal, existente desde toda la eternidad, infinitamente poderoso, que creó el Cielo y la Tierra, no tendrá mayor dificultad en aceptar la existencia de una vida eterna después de la muerte. Pues quien es eterno puede comunicar la eternidad. Quien es infinitamente poderoso puede reunir las partículas dispersas de los muertos y resucitarlos. El problema, por lo tanto, es probar que Dios existe. Pues, a partir de la existencia de Dios, todo lo demás viene como consecuencia: la resurrección de los cuerpos, la vida eterna, la prevalencia final de la justicia, el premio para los buenos, el castigo para los malos, etc. Es en esa línea de raciocinio que el artículo de junio fue desarrollado. La existencia de Dios y la ciencia moderna En el artículo en cuestión fue dado especial realce a los rumbos de la ciencia en nuestros días. Evidentemente, la mayoría de nuestros lectores y nosotros mismos no tenemos condiciones de seguir, y hasta de entender medianamente, los increíbles y maravillosos desarrollos de la ciencia moderna. Pero, como todo el mundo, acompañamos las noticias que los periódicos publican. Si un lector tiene formación universitaria, podrá estar en condiciones de comprender algún artículo que levante para los legos en el asunto el velo del vestíbulo de entrada de donde se entrevé el “recinto sagrado”, digamos así, donde habitan los especialistas… ¿Cuál es el interés de una revista de cultura católica como ésta, en una materia científica complicada e inaccesible para el común de los mortales? Es que los científicos vislumbraron, al fin del túnel de sus investigaciones, un Ser con el cual muchos no contaban: ¡Dios! El científico Marcelo Gleiser, profesor de física teórica en el Dartmouth College, en Hanover (EE. UU.), escribió recientemente un interesante artículo titulado ¿Mito o Verdad?*, del cual destacamos algunos trechos: “Cuando resolví que sería físico, tenía en mente un camino bien claro: quería participar en la búsqueda de las leyes que están por detrás de todo lo que existe en la naturaleza, las leyes que dictan desde el origen del Universo hasta el comportamiento de los átomos y de las partículas de materia. […] El ápice del conocimiento, la coronación de la razón humana, sería revelar el plan de la Creación. Como escribió Stephen Hawking en Una breve historia del tiempo, el descubrimiento de esas leyes, de la unificación de todos los procesos naturales, sería equivalente a conocer la mente de Dios”. No nos engañemos. Como observa Gleiser, “ese ‘Dios’ de Hawking es una metáfora, […] él no se refería al Dios judeo-cristiano. Siendo así, ¿qué Dios es ése? ¿Por qué científicos como Hawking, […] Weinberg, por qué inmortales como Einstein, […] Heisenberg dedicaron tantos años de sus vidas a la búsqueda de esa teoría unificada? ¿Por qué miles de físicos hoy continúan esa búsqueda, convencidos de que esa unificación existe? Todo comenzó, como siempre, en la Grecia antigua”.
Y después de narrar el desarrollo de la ciencia hasta el siglo XVII, Gleiser continúa: “Inspirados por el éxito de esos patriarcas, los físicos abrazaron el concepto platónico de simetría: por detrás de la diversidad de los fenómenos naturales, […] existe un orden que puede expresarse en términos matemáticos. Ese orden es la expresión máxima de la verdad y cabe al científico desvendarla. Es la ‘mente de Dios’ (literalmente, para Kepler y Newton)”. Hace cien años, por lo tanto, los mayores científicos están buscando desvendar el orden que existe en la naturaleza. Por así decir, se dan de nariz con ese orden. Y si no lo atribuyen a Dios (algunos lo hacen), es por una obstinación que, como diría el Apóstol San Pablo, los hace inexcusables. Es un argumento poderoso a favor de la existencia de Dios. Ellos se chocan de nariz en la verdad, pero continuarán diciendo: “¡Dios no existe!” Obstinación ya diabólica. Usted tiene razón: ¡nada los moverá un milímetro de su incredulidad!
* El texto completo se puede leer en: www.scribd.com/doc/3928202/Mito-ou-Verdade-Marcelo-Gleiser-ciencia-fisica-astrofisica
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