Santoral
San Luis Beltrán, ConfesorSacerdote dominico, a los 23 años era maestro de novicios. Su extraordinario celo lo llevó a desear combatir a los protestantes. Pero la Providencia lo encaminó hacia Colombia, donde durante siete años evangelizó a los indios. |
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Fecha Santoral Octubre 9 | Nombre Luis |
Lugar + Valencia |
Apóstol de Colombia
En una época en que convertir y civilizar a los indígenas era una de las prioridades de la Iglesia, este santo pasó siete años entre los aborígenes de Nueva Granada Plinio María Solimeo La ciudad de Valencia, inmortalizada por El Cid y por San Vicente Ferrer, vio nacer en su seno en 1526 a otro gran santo, Juan Luis Beltrán, pariente remoto del último. Primogénito de los nueve hijos del notario del mismo nombre, el niño recibió desde temprano la esmerada educación cristiana de toda aquella prole, que la llevó a distinguirse en el camino de la virtud. Su devoción a la Reina del Cielo era profunda. Ya a los ocho años de edad comenzó a rezar el Oficio Parvo, lo que haría por el resto de su vida. Dicen sus biógrafos que Luis era tan respetuoso y obediente en casa, modesto en la escuela y religioso en la iglesia, que ya de niño muchos advertían en él un gran santo. A pesar de su extrema piedad, Luis sólo pudo hacer la primera comunión a los quince años, debido a la costumbre de la época, recibiendo entonces el permiso de su confesor para comulgar tres veces por semana, lo que era entonces fuera de lo común. Pero eso no contentaba al adolescente. Juzgando que no le era posible servir más perfectamente a Dios rodeado del cariño de los suyos, huyó de casa para ir a algún lugar donde no fuese conocido ni estimado. Pero su padre fue a su alcance, trayéndolo de vuelta al hogar. Sabiendo, no obstante, que el hijo quería consagrarse a Dios, le propuso comenzar a usar el hábito clerical, como futuro sacerdote diocesano. No era ése el deseo de Luis. Hacía algún tiempo que deseaba entrar en la Orden Dominicana, entonces floreciente. Por eso, cierto día, sin decir nada al padre, fue al convento de esa orden en Valencia, pidiendo su admisión. Pero el padre se le adelantó, pintando al prior del convento con cargadas tintas las enfermedades y achaques del muchacho, que le harían imposible la vida de claustro. El prior prometió que, mientras fuese superior, no le daría el hábito. Sólo cuando fue sustituido, y después de mucho insistir, Luis consiguió ser admitido en la Orden en agosto de 1544. Al principio de su noviciado, pensó en dejar los estudios para entregarse más a la oración y a la contemplación. Pero reconoció en ello una tentación del demonio, para evitar que tomara la vía para la cual Dios lo llamaba, y en la cual podría ser después más útil a las almas. Pasó entonces a dedicar muchas horas al estudio y a no considerar desperdiciadas esas horas no dedicadas a la contemplación. En 1547 fue ordenado sacerdote por Santo Tomás de Villanueva.
Las terribles penas del Purgatorio Al año siguiente fue enviado al convento de Lombay, recién fundado por el duque de Gandía, San Francisco de Borja. Allí permaneció poco tiempo, pues tuvo que regresar a Valencia para asistir a su padre que agonizaba. Al verlo llegar, el moribundo le dijo: “Hijo, una de las cosas que en esta vida me han dado pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es que lo seas. Te encomiendo mi alma. Acuérdate de mí después que yo parta”. Muerto su padre, Nuestro Señor le reveló los muchos padecimientos de él en el Purgatorio. ¡Qué cosa seria es el Purgatorio! A pesar de tratarse de un católico cumplidor de los deberes, y que tuvo una feliz muerte asistida por un hijo sacerdote y santo, Juan Luis (padre) tuvo que pasar por un largo y terrible purgatorio. El hijo empleó todos los recursos que la Iglesia posee, es decir, Misas, limosnas, ayunos y sacrificios, durante ocho años, en sufragio del alma del fallecido. Fue sólo entonces que lo vio entrar en la gloria celestial. Maestro de novicios del convento dominico De tal manera brillaba la santidad de Luis Beltrán, que fue escogido, a los 25 años de edad, para ser maestro de novicios en el convento dominico de Valencia. Y de tal manera cumplió ese dificilísimo encargo, que fue escogido seis veces más para él durante su vida. En la formación de sus novicios, él era al mismo tiempo madre y juez, apoyando la debilidad humana, pero no pactando con ella. Quería que las constituciones de la Orden fuesen eximiamente observadas, y no toleraba faltas contra la obediencia. Insistía con sus novicios para que se dedicasen seriamente a la oración. Llamado a predicar, si bien que no poseía ninguna de las cualidades del buen orador, San Luis atraía la atención por su santidad. Ni la catedral ni las otras iglesias de mayor capacidad eran suficientes para acoger la creciente multitud que deseaba oírlo. Conquistar el mundo para la gloria de Dios En 1556, cuando era nuevamente maestro de novicios en el convento de Valencia, llegaron al puerto de la ciudad algunas galeras de moros llenas de cristianos cautivos, para su rescate. Ahora bien, el comandante moro no encontró nada mejor que pavonearse por la ciudad, con sus subordinados, en un día de fiesta. Al saber del hecho, San Luis Beltrán se indignó. Reunió a sus novicios y les dijo: “¿Quien sufrirá, hijos míos, que los enemigos de Cristo, después de haber hecho cautivos a los cristianos, vengan a pasear por nuestra ciudad y partan jactándose del hecho? Pongámonos de rodillas y recemos un salmo contra esos moros”. Esa oración, partida de la indignación y del celo por la gloria de Dios, fue aceptada de buen grado en el Cielo: al comenzar a navegar los moros, se levantó una furiosa tempestad, que los llevó al fondo del mar junto con sus naves. El celo de San Luis no podía contenerse en los límites de Valencia. Quería conquistar el mundo para Cristo, conforme el precepto de Nuestro Señor: “Id, pues, y enseñad a todas las naciones; bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt. 28, 19). Por ello, pidió a sus superiores que lo enviasen a las Indias Occidentales para trabajar en la conversión de muchas almas para Dios. Misionero entre los nativos del Caribe colombiano Así, embarcó en Sevilla, aportando en Cartagena de Indias el año de 1562, en la actual Colombia, donde había sido designado.
Al verse sólo en medio del monte, entre indígenas que desconocían su lengua, buscó un intérprete, mediante el cual evangelizaba aquellas tribus rudas e ignorantes. Descubrió no obstante que el intérprete lo engañaba, dando a sus palabras un sentido contrario a lo que decía. Suplicó entonces al Divino Espíritu Santo que lo socorriera, habiendo obtenido en aquella ocasión el maravilloso don de lenguas. Hablaba en castellano y los indios lo entendían en sus dialectos nativos. La gracia divina hacía fructificar sus sermones y las conversiones se multiplicaban. Durante siete años recorrió aquellas selvas impenetrables de las costas de Nueva Granada, entrando en lugares nunca antes vistos, atravesando caudalosos ríos y alcanzando a los aborígenes en los tugurios más miserables, para llevarles la fe en el verdadero Dios y la esperanza de la salvación eterna. Como sacerdote celoso, quemaba las chozas que servían para el culto de la religión pagana, contaminada de satanismo, y empleaba a los niños para descubrir los ídolos que los padres habían escondido. Al encontrarlos, los quemaba en público para demostrar a aquellos desventurados indios que no debían temer a aquellos ídolos impotentes, los cuales no poseían ningún poder contra la verdadera religión. Portentosos milagros en la vuelta a España Después de siete años de fecundo apostolado entre los indígenas, San Luis Beltrán regresó a España. Cuando llegó, en 1570, quiso hacer nuevamente su noviciado, lo que hizo con todo fervor y observancia. Pero luego fue designado nuevamente como maestro de novicios. Era tanto el bien que hacía al dirigir espiritualmente las almas, que el demonio no lo dejaba en paz. Lo perseguía de tantas maneras, que llegó a lamentarse con un compañero: “Vos os espantaríais, hermano, si supieses los trabajos que me dan los demonios”. Narra uno de los muchos milagros obrados por San Luis Beltrán en esa época: siendo prior del convento de Albaida, predicaba en el púlpito con gran empeño contra los pecados públicos, que constituían escándalo en la ciudad. Un hombre de carácter, que se juzgó afectado, mandó decir al santo por medio de un criado que, si él no se desdijese en un próximo sermón, le quitaría la vida. San Luis le respondió que tendría como felicidad morir por lo que había predicado.
Cierto tiempo después, estaba él en un camino fuera de la ciudad con un amigo suyo, cuando vio aproximarse a todo galope al tal caballero, con el arma en la mano. El compañero huyó, pero San Luis no se acobardó. El agresor le arrimó entonces la pistola al pecho, gritando: “Mal fraile, ¿cómo osas hablar contra alguien como yo?” Y accionó el gatillo. En ese momento la pistola se convirtió en un crucifijo. Asustado ante el milagro, el caballero cayó de rodillas, pidió perdón al santo y prometió enmendar su vida. En los últimos años de San Luis Beltrán, le volvieron con más fuerza las enfermedades que había padecido durante toda la vida, provocándole crueles sufrimientos. A San Juan de Ribera, arzobispo y patriarca de Valencia, que le preguntó si estaba contento con los sufrimientos que Dios le enviaba, respondió: “En verdad, señor, yo no cambiaría estas penas por cualesquier bienes del mundo. Y estoy confuso por el hecho de Dios Nuestro Señor hacerme tantos favores, a mí, que soy un gran pecador”. San Luis Beltrán falleció el día 9 de octubre de 1581. Fue canonizado por Clemente X en el año 1671 y declarado patrono de Nueva Granada en 1690. Obras consultadas.- 1. P. Pedro de Ribadeneyra S.J., Flos Sanctorum, in Dr. Eduardo María Vilarrasa, La Leyenda de Oro, L. González & Cía. Editores, 1897, t. IV, pp. 60 y ss.2. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. XII, pp. 228 y ss. 3. John B. O’Connor, Saint Louis Bertran, The Catholic Encyclopedia, 1911, online edition. 4. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Año Cristiano, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. IV, pp. 67 y ss. 5. Edelvives, El Santo de Cada Día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1955, t. V, pp. 391 y ss.
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