¿Quién, Señora, viéndoos así en llanto, osaría preguntar por qué lloráis? Ni la tierra, ni el mar, ni todo el firmamento, podrían servir de término de comparación a vuestro dolor. Dadme, Madre mía, un poco por lo menos de ese dolor. Dadme la gracia de llorar a Jesús con las lágrimas de una compunción sincera y profunda. Plinio Corrêa de Oliveira
Sufrís en unión a Jesús. Dadme la gracia de sufrir como Vos y como Él. Vuestro mayor dolor no fue el contemplar los inexpresables padecimientos corporales de vuestro Divino Hijo. ¿Qué son los males del cuerpo en comparación con los del alma? ¡Si Jesús sufriera todos aquellos tormentos, pero a su lado hubiera corazones compasivos! ¡Si el odio más estúpido, más injusto, más grosero, no hiriese al Sagrado Corazón enormemente más de lo que el peso de la Cruz y los malos tratos herían el Cuerpo de Nuestro Señor! Pero la manifestación tumultuosa del odio y de la ingratitud de aquellos a quienes Él había amado… A dos pasos, estaba un leproso a quien había curado… más lejos un ciego a quien había restituido la vista… poco más allá un alma sufriente a quien había devuelto la paz. Y todos pedían su muerte, todos le odiaban, todos le injuriaban. Todo esto hacía sufrir a Jesús inmensamente más que los inexpresables dolores que pesaban sobre su Cuerpo. Y había algo peor. Había el peor de los males. Había el pecado, el pecado declarado, el pecado protuberante, el pecado atroz. ¡Si todas aquellas ingratitudes fuesen hechas al mejor de los hombres, pero, por absurdo, no ofendiesen a Dios! Pero ellas eran hechas al Hombre Dios, y constituían contra toda la Trinidad Santísima un pecado supremo. He ahí el mal mayor de la injusticia y de la ingratitud. Este mal no está tanto en herir los derechos del bienhechor, sino en ofender a Dios. Y de tantas y tantas causas de dolor, la que más os hacía sufrir, Madre Santísima, Redentor Divino, era por cierto el pecado. ¿Y yo? ¿Me acuerdo de mis pecados? ¿Me acuerdo, por ejemplo, de mi primer pecado, o de mi pecado más reciente? ¿De la hora en que lo cometí, del lugar, de las personas que me rodeaban, de los motivos que me llevaron a pecar? Si yo hubiese pensado en toda la ofensa que os causa un pecado, ¿habría osado desobedeceros, Señor? Oh, Madre mía, por el dolor del santo encuentro, obtenedme la gracia de tener siempre delante de los ojos a Jesús sufriente y llagado, precisamente como lo visteis en este paso de la Pasión. Padre Nuestro, Ave María, Gloria. V. Ten piedad de nosotros, Señor. R. Señor, ten piedad de nosotros. V. Que las almas de los fieles difuntos, por la misericordia de Dios, descansen en paz. R. Amén. * Extraído de la IV estación del Via Crucis, publicado originalmente en Catolicismo, nº 3, marzo de 1951. El texto completo de estas pungentes meditaciones compuestas por Plinio Corrêa de Oliveira está a disposición de nuestros lectores haciendo clic aquí.
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