Cofundador de la Orden Cisterciense
Un santo de origen inglés, poco conocido, cumplió fielmente la insigne vocación de fundar una famosa orden religiosa y formar a San Bernardo de Claraval Hélio Viana Hasta el siglo XVI —cuando fue arrebatada del gremio bendito de la Santa Iglesia Católica por la herejía anglicana— Inglaterra formaba parte del bellísimo concierto de las naciones católicas europeas que constituían la Cristiandad medieval. Fue en ese ambiente cargado de bendiciones que, en el siglo XI, vino a la luz Esteban Harding, de cuya vida en Inglaterra sólo nos consta el nacimiento —de padres ricos y nobles— y su paso por la abadía de Sherborne, en Dorsetshire, donde se educó en las ciencias y en la piedad. Pues al poco tiempo se dirigió a Escocia y a París, para después partir en peregrinación a Roma en compañía de un amigo. En Molesmes, siente el llamado a la vida religiosa Cuando regresaban de la Ciudad Eterna, atravesando una noche la campiña de Langres, en Francia, se encontraron con un conjunto de toscas cabañas donde unos monjes repartían el tiempo entre la oración y el trabajo manual. Además de rezar, sembraban para sobrevivir y hacer fecunda la tierra que, como en toda Europa, era aún inhóspita y cubierta por una espesa vegetación. Aquel lugar se denominaba Molesmes y Esteban se sintió intensamente atraído por la vida de sus monjes, cuyo fervor le pareció muy edificante. No lo era para menos. El abad era San Roberto y el prior San Alberico. Dos santos en una pequeña e incipiente comunidad perdida en el bosque, como era muy común en la Edad Media. El compañero de Esteban resolvió proseguir el camino, dejándolo con aquellos hombres de Dios. Nuestro santo permaneció allí por algunos años, llevando una vida de pobreza, oración y mortificación. Sin embargo, con el paso del tiempo, percibió que el espíritu religioso que hasta entonces caracterizara aquella comunidad comenzaba a menguar. Esto lo llevó, junto con el abad, el prior y cuatro otros monjes a hacer un viaje a Lyon. Allí los religiosos fueron recibidos por el arzobispo Hugo, que era también legado papal en Francia. Discerniendo los caminos de Dios, él los liberó de los compromisos de Molesmes, lugar que abandonaron definitivamente.
Fundada la Abadía-Madre del Cister: futuro glorioso Como el espíritu de sacrificio y el amor a la cruz de Nuestro Señor Jesucristo estaban entre las principales características de la Edad Media, buscaron nuestros monjes una localidad solitaria y baldía para emplazarse. Encontraron entonces el Cister, un terreno pantanoso en el corazón de la floresta. La tierra pertenecía a Reinaldo, señor de Béaune, que no sólo la cedió sino que conjuntamente con Odón, duque de Borgoña, proporcionó los obreros para la construcción del monasterio. Era la feliz concordia entre la Iglesia y el poder temporal, otra bella característica de la Cristiandad medieval tan enaltecida por el Papa León XIII. Finalmente, el 21 de marzo de 1098 fue inaugurada la nueva abadía, con la cual se iniciaba la Orden Cisterciense, teniendo a Roberto como abad, Alberico como prior y Esteban como subprior. Se diría que todo correría de mil maravillas, pues ¿qué mal podría acaecer a una institución encabezada por tres santos? En el crisol de las probaciones Pero Dios prueba la fidelidad de sus elegidos. Al año siguiente, los monjes remanentes de Molesmes, viendo que la situación estaba cada vez peor sin su antiguo abad, decidieron recurrir a Roma para pedir el regreso de Roberto. Lo que obtuvieron sin dificultades. Con su salida, Alberico se tornó abad y Esteban prior. Años después Alberico entregaba su alma a Dios y pasaba a ocupar, por toda la eternidad, el espléndido trono que le estaba reservado en el Cielo. Con su muerte, Esteban fue electo abad, a pesar de todo lo que hizo para evitar el cargo. Desde un inicio buscó hacer más rigurosas las reglas. Y con vistas a preservar el aislamiento de los monjes, prohibió el acceso al Cister de los nobles que iban a celebrar sus fiestas y reuniones. Actitud que lo indispuso temporalmente con el duque Hugo, sucesor de Odón, que no comprendía la medida. También procuró llevar el espíritu de pobreza a un grado heroico, a través de la adopción de objetos simples aunque siempre dignos, incluso para el culto divino. Pero sin la menor concesión al miserabilismo, tan al gusto de los progresistas de nuestros días. Tal rigor excitó murmullos en conventos vecinos, que se sentían heridos en su flojedad y comenzaron a difundir calumnias contra el Cister. El hombre medieval, que amaba la belleza y la pompa, aún no comprendía muy bien que una vida de pobreza pudiese existir en función de un bien mayor. Y que aquella virtud practicada por los monjes no era lo contrario de lo bello y de lo ceremonioso, sino un elemento indispensable para que éstos pudiesen existir en su medida justa. A causa de ello, los habitantes de la región se fueron apartando del Cister, y con ellos los eventuales novicios. Un haz de luz en el silo de los monjes Fue en uno de aquellos terribles días de aislamiento y penuria que Esteban decidió enviar, con apenas tres monedas, al proveedor de la abadía a la ciudad de Vézelay. Allí adquirió tres carretas con sus respectivos caballos, con el propósito de regresar con ellos cargados de víveres. Tarea coronada de éxito gracias a su dedicación, pues a través de un conocido suyo consiguió que un hombre rico que estaba por morir donase todo lo necesario para suplir aquella emergencia. Al aproximarse del Cister, se deparó con una procesión que entonaba salmos: era el santo abad revestido con sus paramentos que junto con los monjes fue a recibirlo para agradecer a Dios la inmensa dádiva. Nuevas probaciones preceden gracias extraordinarias Mientras tanto, la probación continúa golpeándoles la puerta. Una misteriosa enfermedad sobreviene en los años 1111 y 1112, segando la vida de la mayor parte de los monjes. Hasta que un día, llevado por el desaliento y preguntándose –como sucede con frecuencia entre los santos– si estaba realmente haciendo la voluntad divina, Esteban le ordena a un religioso en agonía que vuelva después de la muerte para revelarle los designios de Dios a respecto de su obra. “Como abejas a poblar la colmena...” Cierto día, cuando trabajaba en el campo, se le apareció el referido monje envuelto en una magnífica luz diciéndole, no sólo que aquel género de vida era agradable a Dios, sino que en breve acudirían candidatos que, “como abejas a poblar apresuradamente y a desbordar la colmena, volarían lejanamente y se esparcirían por muchos lugares de la Tierra”. Se trabó en seguida un bellísimo diálogo entre los dos, pues el monje glorioso no quería partir sin antes recibir la bendición de Esteban: – Es hora, señor abad, que vuelva a Aquel que me envió; te pido despedirme con la virtud de tu bendición. – ¿Qué me propones glorioso hermano? Pasaste de la corrupción a la incorrupción, de la vanidad a la realidad, de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, ¿y quieres recibir mi bendición, de mí que gimo bajo el peso de todas esas miserias? Es a ti a quien compete bendecirme. –No, replicó el hermano, el Señor te dio el poder de bendecir, eres constituido en dignidad y yo no soy sino tu discípulo; fue por tus cuidados que yo escapé de las inmundicias de este mundo. Me conviene recibir tu bendición y no partiré mientras no la haya recibido de ti. Confundido, Esteban lo bendijo y en seguida la visión desapareció. “Los que siembran con lágrimas, recogerán con alegría”, está dicho en uno de los Salmos del Nombre de María. ¡Cuánto regocijo aguardaba a la Orden Cisterciense a partir de aquella revelación celestial, ella misma un inmenso regocijo! Surge Bernardo, al frente de treinta nobles ¿Cuál habrá sido la reacción del portero, y cómo habrá transmitido al abad y a los pocos monjes remanentes de aquellas duras pruebas, la noticia de que en la portería había treinta nobles —en su mayoría aún muy jóvenes— que pedían ingresar al Cister? Era la Providencia Divina que así premiaba la fidelidad de Esteban y de los suyos, encaminando aquella predilecta flor plantada en medio de la más inhóspita floresta el bello enjambre prometido, para de ella retirar el néctar que pronto se esparciría hacia muchos lugares de la Tierra. A partir de entonces, el número de novicios no cesó de crecer, y con él, el de las nuevas fundaciones, como Pontigny, Morimond y Claraval. Ésta última teniendo como abad al gran y noble Bernardo, entonces con apenas 24 años, cuyo nombre quedó para siempre asociado al lugar. Cual viejo y magnífico roble bajo el peso de las intemperies, de algún modo San Esteban Harding podrá haber repetido en aquella ocasión, en relación a San Bernardo, el cántico de Simeón al serle anunciado el nacimiento del Salvador: “Ahora deja partir a este siervo...” Pues de aquí en adelante se eclipsa a los ojos de los mortales para dedicarse a las dos grandes tareas de su vida: la formación de Bernardo y la constitución de la Orden del Cister. En 1114, San Bernardo y otros monjes fundaron la célebre abadía de Claraval. Fue en 1119, cuando ya habían nacido nueve abadías del Cister y Claraval, al participar de un capítulo general que se reunía anualmente en la Casa Madre, que Esteban redactó un cuerpo de normas, denominada Carta de la Caridad, la cual organizaba a los cistercienses oficialmente como una Orden y reglamentaba su modo de vida. Esa Carta recibió la confirmación del Papa Calixto II al año siguiente. Finalmente, en 1133, con el mismo espíritu con el cual se había ausentado momentáneamente a la muerte de San Alberico para no ser elegido abad, también ahora nuestro santo se retira, ahora definitivamente —después de gobernar la Orden durante 20 años— a fin de prepararse para el solemne encuentro con el Creador. Humildad frente a la muerte Cuando ya viejo y ciego yacía en el lecho de muerte, Esteban oyó a sus monjes tejerle algunos elogios, diciendo que podría presentarse sin temor en la presencia de Dios. A lo que el santo irguiéndose respondió: “En verdad, yo os afirmo que estoy por comparecer ante Dios, temblando y angustiado como si nunca hubiese practicado nada de bueno, porque si hubiese algo de bueno en mí y si mi pequeñez hubiese producido algún fruto, habría sido con el auxilio de la gracia divina; y yo recelo inmensamente haber hecho tal vez economía de la gracia de Dios con menos celo y menos humildad de la que debería”. Con esos bellos sentimientos entregó su alma a Dios. Su cuarto estaba resplandeciente de luz. Era el día 28 de marzo de 1134. Fue canonizado en 1623, siendo su fiesta celebrada por los cistercienses y en las diócesis de Westminster y Plymouth ese día, mientras que en el calendario general el 17 de abril.
Fuentes.- 1. Les Petits Bollandistes, Vie des Saints, Bar-le-Duc, Typographie de Célestins, Ancienne Maison L. Guérin, 1874.
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