PREGUNTA Comprendo que el matrimonio sea indisoluble, pero lo que no consigo entender es por qué Dios valoraría más un matrimonio por interés, por conveniencia, que un matrimonio por amor. Es mucho más fácil mantener unida una familia donde el padre y la madre se aman, y consiguen transmitir ese amor a los hijos. ¿Es malo casarse por amor? ¿Es malo querer ser feliz aquí en la tierra o debemos desear sólo la felicidad en el Cielo? No entiendo por qué el objetivo principal del matrimonio tiene que ser la reproducción, ¿no está ya el mundo suficientemente poblado? ¿Condena la Iglesia el uso de la píldora anticonceptiva? RESPUESTA No es malo buscar alguna felicidad aquí en esta tierra, ni el amor en el matrimonio. Al contrario de ciertas sectas paganas o protestantes, la Iglesia no considera la vida en este mundo como un castigo, sino como una participación en los planes de Dios, aunque en un lugar de destierro, y, por lo tanto, donde prevalece el sufrimiento. Es necesario, sin embargo, entender bien qué es la felicidad y el amor. Muchas personas confunden la felicidad con el placer, el gozo, la alegría, la despreocupación, etc. Si la felicidad fuese eso, ella no podría existir cuando hay dolor, sufrimiento, dificultad, aprensión, etc. Siendo la paz “la tranquilidad en el orden” —como enseña San Agustín—, se podría decir que la felicidad está en la fruición de esa paz, fruto del orden; el cual a su vez, sólo es alcanzado, mantenido y duradero mediante la observancia de la Ley de Dios. Así el alma ordenada goza de paz. Es feliz. La familia en que reina el orden, en la que los Diez Mandamientos son observados, disfruta de la paz. Es feliz. Ahora bien, en esta vida, muchas veces los momentos más felices vienen unidos a dolores y aprensiones, los cuales nos dejan después gratos recuerdos y una sensación de plenitud, de victoria. Como dice Nuestro Señor, la mujer, cuando está próxima a dar a luz queda aprensiva; pero después está contenta y feliz con el hijo de sus entrañas, sin acordarse más de los dolores sufridos (cf. Jn. 16, 21). Un filósofo pagano, dotado de un sólido sentido común, procurando entender en qué consistía la felicidad, llegó a la conclusión de que ella está en el deleite proporcionado por la práctica de la virtud. Esta concepción, fruto de la sabiduría natural, es confirmada por la Revelación divina que nos muestra que la felicidad procede del temor de Dios, es un don de Dios. Así, leemos en la Escritura: “Amaneció la luz al justo, y la alegría a los de recto corazón” (Sal. 96, 11); “Los que teméis al Señor, esperad en Él; que su misericordia vendrá a consolaros” (Ecli. 2, 9); “Porque Dios (...) no dejará sin bienes a los que proceden con inocencia” (Sal. 83, 12-13). La falta de amor en el matrimonio La falta de amor en el matrimonio es una anomalía, una carencia. Sin embargo, no debemos considerar aquí como amor la pasión y la atracción sensual, las cuales dependen de los caprichos de la sensibilidad, pero sí la estima profunda y real, que genera el respeto, el afecto y la colaboración mutuas. Podemos entonces tomar del Apóstol San Pablo la verdadera concepción del matrimonio cristiano, calcado en el amor que Cristo tiene a su Esposa Mística, la Iglesia. Inspirado por el Espíritu Santo, así se dirige a los primeros cristianos de la ciudad de Éfeso: “Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a su Iglesia, y se sacrificó por ella, para santificarla, limpiándola en el bautismo de agua con la palabra de vida, a fin de hacerla comparecer delante de sí llena de gloria, sin mácula, ni arruga, ni cosa semejante, sino siendo santa e inmaculada. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos. Quien ama a su mujer, a sí mismo se ama. Ciertamente que nadie aborreció jamás a su propia carne; antes bien la sustenta y cuida, así como también Cristo a la Iglesia. Porque nosotros somos miembros de su cuerpo” (Ef. 5, 21-33). Base jurídica del matrimonio Sin embargo, si lo normal es que exista amor y mutuo afecto en el matrimonio, no se puede colocar apenas en el amor sensible su base jurídica. Pues, de esa forma, el matrimonio sería una de las instituciones más frágiles y efímeras de cuantas existen, por cuanto dependería de las mutaciones del corazón humano. Si fuera así, cuando dejase de haber afecto entre los esposos, el matrimonio estaría disuelto y con eso se establecería el caos de las uniones inestables y pasajeras, la poligamia sucesiva del divorcio, en fin, el amor libre. Entonces, la esencia del contrato de matrimonio no está apenas en el amor mutuo de los esposos, sino ante todo en la promesa que ambos hicieron delante de Dios, en el pacto que establecieron al casarse de unirse por toda la vida, en la fidelidad y en el deseo de tener hijos, colaborando con Dios en la admirable tarea de la propagación del genero humano. En el fondo, el matrimonio se basa en el amor de Dios. De esa manera, aún cuando, por infelicidad, cesase el amor afectivo con que los esposos se unieron matrimonialmente, no cesaría el compromiso efectivo e indisoluble asumido, así como el profundo amor a los hijos y el respeto por la fe empeñada que hacen con que el matrimonio persista. En el caso de los cristianos, se añade aún el respeto especialísimo por el sacramento del matrimonio.
Objetivo principal: la prole Con relación a los hijos, no se debe contraponer el amor mutuo de los esposos al deseo y a la aceptación de la prole con que Dios bendice el matrimonio. Cuando la Iglesia establece la prole como el fin primario del matrimonio, Ella no está excluyendo el amor entre los esposos, pues tal amor, si es verdadero, se abre para el don de la vida, para las alegrías de la maternidad y de la paternidad. Lo contrario haría del matrimonio aquello que un escritor francés llamó de “egoísmo de a dos”, lo cual se opone a la noción correcta de unión matrimonial. Los hijos, ya lo dijimos, son el don con que Dios bendice el matrimonio, especialmente a la familia fecunda y numerosa, y constituyen uno de los elementos más sólidos de la estabilidad y armonía conyugal. No se debe verlos por lo tanto como un estorbo, un impedimento para la felicidad matrimonial, una dificultad que se debe evitar para tener más libertad y facilidad de gozar la vida. Ésta es una concepción pagana y hedonista del matrimonio. Los hijos, lejos de ser un estorbo para la armonía y felicidad de la pareja, son la más bella y auténtica expresión del amor conyugal, un complemento sin el cual —al menos en deseo, para aquellos que son estériles—, este amor fácilmente fenece y se marchita. Píldora anticonceptiva Como vimos, la felicidad genuina no se constituye en el gozo de la vida, sino que está en la satisfacción que viene de la práctica de la virtud y del temor de Dios, del cumplimiento del deber. Está también en la alegría de la participación en el plan divino de poblar la Tierra y la Jerusalén celestial. “¡Creced y multiplicaos, y llenad la tierra!” (Gén. 1, 28). Cuando existen razones serias y ponderables, la Iglesia permite la utilización de los métodos naturales de control de la natalidad (hoy en día esos métodos están muy desarrollados); esto mientras persistan tales razones. Habiendo circunstancias imperiosas que impongan el control (por razones de salud, por angustia económica, por excesiva frecuencia de embarazos), tal decisión debe ser tomada en el temor de Dios, en la tristeza y en el deseo de que estas circunstancias cesen cuanto antes, lamentando la necesidad que obliga a tal recurso. ¿Por qué es que no se puede utilizar la píldora anticonceptiva? En primer lugar, es necesario resaltar que varias de esas píldoras de hecho son abortivas, no impidiendo la fecundación, sino directamente expulsando el embrión ya concebido. Es criminal. Sin embargo, aunque no sea abortiva, la píldora es un modo por el que, realizado el acto conyugal, éste quede privado artificialmente de su natural fecundidad. Se equipara pues al pecado por el cual Onán fue castigado por Dios, con la muerte (cf. Gén. 38, 8-10). No importa que el obstáculo puesto para frustrar la fecundación sea la interrupción de la relación o el uso de medios químicos, físicos —como los propagados “preservativos”— u otros, incluyendo la ligadura de trompas en la mujer, o la vasectomía del marido. Nada de eso está permitido por la moral católica. Métodos naturales Al contrario de la píldora y demás métodos que impiden artificialmente la fecundidad del acto conyugal, los métodos naturales, basados en los conocimientos de los períodos de fertilidad femenina, proponen apenas la abstención de relaciones en esos períodos. No interfieren, por lo tanto, en el acto conyugal propiamente dicho, ni impiden artificialmente su fecundidad, sino que proponen apenas la abstención de ese acto en determinadas ocasiones, o sea, en los días de fertilidad. Aunque tales métodos sean bastante eficaces, no tienen aquella precisión mecánica de los reprobables métodos artificiales. Aunque deseando, por alguna razón realmente ponderable, evitar la concepción, está en el espíritu de ese método natural acoger con amor y gratitud un hijo, en caso fuere concebido. La voluntad de Dios debe estar por encima de todo. En cuanto a la esterilidad natural de uno, o de ambos esposos, tal esterilidad no impide el matrimonio, a no ser cuando resulte de la impotencia física o psicológica, de uno o del otro cónyuge, cuando sea perpetua y anterior al matrimonio. Concluyendo, no hay nada malo en querer alguna felicidad, incluso en esta Tierra. Lo que está mal es ansiar la felicidad de un modo falso, o poniendo en ese deseo tal empeño, que la otra vida, la del Cielo, pierda el atractivo que nos debe siempre y en todo guiar y apasionar.
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