Plinio Corrêa de Oliveira SON TANTOS LOS PUNTOS DE VISTA bajo los cuales la Virgen María puede ser invocada como auxilio de los cristianos, que casi se podría hacer una enciclopedia sobre este tema. Pero tengo la impresión de que hay un aspecto que podríamos particularmente considerar y que, a mi modo de ver, es la parte más viva de la devoción a la Santísima Virgen. La devoción viva a la Virgen María comienza, en general, por un auxilio suyo que hace rayar en las almas una aurora de confianza En general, he notado en quien tiene una verdadera devoción viva a la Santísima Virgen, que esa devoción comenzó por pequeños favores que la Virgen María le concedió. La persona se ve en apuros —sean espirituales, temporales o de cualquier otro tipo— y le pide a la Madre de Dios librarse de ellos. Y al mismo tiempo que la Santísima Virgen salva a la persona de tales dificultades, opera algo en su alma, en el orden imponderable y en el orden de la gracia, que la persona adquiere como que una vivencia de la condescendencia maternal, risueña, afable, bondadosa de María y con eso queda con la esperanza viva de que en otras circunstancias difíciles será nuevamente atendido. Ese "pedir y pedir" de todas las gracias —sobre todo la del amor a Dios, que es por la que más se debe suplicar— acaba yendo en una progresión de tal manera que Nuestra Señora se va haciendo más accesible, más materna, de una asistencia más meticulosa, a medida que la persona va creciendo en esa vivencia de la providencia risueña y afable de Ella para con cada uno. De tal manera que las personas, a veces, acaban pidiendo a la Virgen verdaderas minucias, pequeñeces que son insignificantes y que Ella da como una madre que desea dar a los hijos cosas grandes y pequeñas, y que tiene una sonrisa particularmente afectuosa para las cosas pequeñas que se le piden. Hay ahí una como que aurora de la confianza, aurora de la verdadera comprensión de cuáles son nuestras relaciones con la Madre de Dios, y aunque el alma pase por pruebas muy dilatadas, muy duras, periodos de arideces, periodos de dificultades, algo de eso queda. Es como una luz que acompaña a la persona la vida entera, inclusive en los últimos y más amargos trances de la muerte. Yo recomendaría mucho que hicieran esto: pidan a la Santísima Virgen al menos la gracia de que Ella, por medio de algunas concesiones, los coloque en esta vía, que es toda amorosa, toda especial de esos pequeños pedidos, de esas pequeñas condescendencias, de esa especie de intimidad con Ella. Y en que, a veces, Ella hace con nosotros lo siguiente: pedimos una cosa que no está en sus designios conceder, porque es una prueba por la cual tenemos que pasar y la Virgen quiere que sea de ese modo. Pues bien, Ella no da lo que uno pide, pero nos concede una fuerza para soportar lo que viene, que es mucho mayor de lo que suponíamos. Y, después de todo, acaba dando alguna otra cosa mejor que aquello que uno pidió. Las leyendas medievales presentan el verdadero aspecto de la Santísima Virgen Aquellos devocionarios medievales y aquellas leyendas sobre la devoción a María en la Edad Media, algunas verdaderas y otras imaginadas, presentan esta especie de gracia, de gentileza de la Virgen en el trato con las almas y de modo indeciblemente ameno, interesante. No nos interesa saber si el hecho es verdadero cuanto a los hombres que habrían participado de ellas, porque la leyenda es verdadera cuanto a Nuestra Señora, porque muestra un aspecto verdadero de Ella. Por lo tanto, aunque sean leyendas, como son teológicas y marianas, nos hacen sentir bien quién es la Virgen. Recuerdo a ese propósito un hecho que, si no me equivoco, está en Las Glorias de Maríade San Alfonso de Ligorio. Una persona, en la Edad Media, tenía un enorme deseo de ver a la Madre de Dios y daba todo para obtenerlo, aunque tuviera que perder la vista. Entonces, tuvo una inspiración o vino un ángel, que le hizo saber que tendría la gracia de ver a la Virgen si él aceptase quedar después ciego para el resto de la vida. Él aceptó. Nuestra Señora se le apareció con una hermosura resplandeciente, inmensamente bondadosa, regia, condescendiente, con lo que quedó extasiado. Cuando la visión se disipó, verificó que estaba ciego de un ojo, no de los dos. Así pues, se quedó con aquella nostalgia de la Virgen… Nuevo pedido y la pregunta: "¿acepta usted quedar ciego del otro ojo?" – Él quedó en duda…: "Acepto —respondió— pues tengo tantos deseos de verla una vez más, que consiento en quedar ciego del otro ojo". Entonces Nuestra Señora se le apareció, habló con él, y cuando la visión se disipó, estaba con los dos ojos en perfecto estado… No me interesa saber si el hecho es verdadero o no. ¡Porque yo sé que la Santísima Virgen es así! O sea, Ella puede hacernos pasar por un cierto apuro para probar el amor y por lo tanto quitarnos parte de la vista, hacernos pasar por esas angustias, pero en último análisis Ella acaba sonriendo y, aun cuando se pase por las necesarias pruebas, todo termina con una sonrisa suya. Otro caso mucho más conocido, que todos ciertamente se acuerdan, pero es apenas por el placer de mencionarlo: es el famoso juglar de Notre-Dame. Un hombre que conocía el arte de los juegos, y no sabía otra cosa sino, digamos, jugar con cinco bolas de madera en las manos, o cualquier cosa por el estilo. No sabiendo qué otra cosa ofrecerle a la Santísima Virgen, para agradarle, se puso a hacerle sus juegos en una iglesia vacía, en un momento en que no había nadie. Y entonces Nuestra Señora se le apareció sonriendo, demostrando cómo aquello le había agradado. El punto de partida para alcanzar una devoción viva a María Santísima: una confianza filial en Ella Así también nosotros: al presentar nuestras ofrendas a la Virgen, por pequeñas que sean, debemos hacerlo con entera confianza de que Ella será condescendiente con eso. Si no lo hacemos así, va a ocurrir que nuestra devoción a Ella nunca será perfectamente verdadera. Debemos tener hacia María una especie de soltura, de desembarazo, de intimidad de hijo que hasta cuando la aflige, se presenta con plena confianza, seguro de obtener su auxilio y su sonrisa. Este es el punto de partida inefablemente suave de una devoción viva a la Santísima Virgen. Estoy lejos de decir que esto basta. La persona, en la medida en que sus recursos intelectuales lo permitan, debe estudiar los fundamentos de la devoción a Nuestra Señora, debe haberlos raciocinado, armados de manera que representen una convicción profunda, basada en el dogma. No hay duda. Pero una cosa es la formación intelectual, otra es la vida de devoción. Ambas se complementan. ¡Esta unión es magnífica! Esto explica exactamente por qué un tan grande Doctor de la Iglesia, como San Alfonso de Ligorio, haya escrito su libro Las Glorias de María ilustrando varias tesis doctrinarias con hechos concretos.
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