San Alfonso María de Ligorio Hemos dicho que es grande error manifestar desconfianza en nuestras relaciones con Dios y comparecer siempre ante su divino acatamiento como aparece en la presencia de su señor el esclavo tímido y vergonzoso, temblando de miedo. Pero todavía el error es mucho mayor si creemos que el conversar con Dios causa tedio y amargura. Porque, como dice el Sabio, ni en su conversación tiene ratos de amargura, ni causa tedio su trato (Sab 8, 16). Pregúntaselo a las almas que le aman con amor sincero, y te dirán que en las angustias y pesares de la vida no saben hallar mayor consuelo que en conversar amorosamente con Dios. Este trato familiar con Dios no exige aplicación continua de la mente hasta el punto de tener que abandonar tus negocios y privarte de honestas recreaciones. Lo que se te pide es que, sin abandonar tus habituales ocupaciones, te portes con Dios como lo harían, cuando se presenta la ocasión, las personas que mutuamente se aman. Dios se halla siempre a tu lado; o, mejor dicho, dentro de ti mismo. Dentro de Él vivimos, dice san Pablo, nos movemos y existimos (Hch 17, 28). Dios se complace en que le trates con familiaridad y llaneza, y por eso no pone trabas al que desea hablarle. Háblale de los negocios que traes entre manos y de los deseos que alimentas en tu corazón; confíale tus penas y temores, trata con Él los asuntos que más te importan; pero no te olvides de lo que te he dicho; háblale con confianza y con el corazón en la mano. Dios no acostumbra responder al alma que no le habla; y no estando habituada a conversar con Él, apenas si percibirá su voz cuando se digne hablarle. De esto se lamenta el Señor cuando dice: Nuestra hermana es pequeña… ¿Qué haremos, pues, con nuestra hermana en el día que se le haya de hablar? (Cant 8, 8). Nuestra hermana es todavía una niña en el amor; ¿cómo le he de hablar, si no me entiende? Dios quiere manifestarse como Señor de majestad soberana y terrible cuando menospreciamos su gracia; al contrario, cuando le amamos, desea que le tratemos como al más cariñoso amigo y que le hablemos con familiaridad y sin encogimiento. Verdad es que siempre merece Dios ser respetado; pero cuando te otorga la gracia de admitirte en su presencia y desea que le hables como un amigo querido habla a otro amigo, manifiéstale tu pensar y sentir con libertad y confianza. Se anticipa, dice el Sabio, a aquellos que le codician, poniéndoseles delante Él mismo (Sab 6, 14). Si le amas, Él no aguarda a que le salgas a su encuentro. Él mismo se anticipa, trayendo las manos cargadas de las gracias y remedios que has menester. Está esperando a que despliegues los labios para darte a conocer que está a tu lado pronto a oírte y consolarte. Tiene atentos sus oídos, dice David, a las plegarias que le hacen (Sal 33, 16). Siendo Dios inmenso, se halla en todas partes; pero de modo particular ha fijado su morada en dos lugares: en el cielo empíreo, donde está presente por la gloria que comunica a sus elegidos, y en el alma humilde que le ama; como dice Isaías: Habita en el lugar santo y en el corazón contrito y humillado (Is 57, 15). El Señor, que tiene asentado su trono en lo más alto de los cielos, no se desdeña de conversar con sus fieles siervos, encerrados en las grutas o en la soledad de sus celdas, para inundar sus almas de divinas consolaciones, y una sola de ellas vence a todos los placeres que pueda brindarnos el mundo; el que los desea, es manifiesta señal de que no las ha gustado. Gustad y ved cuán suave es el Señor (Sal 33, 9). Los amigos del mundo a tiempos están juntos, mas a tiempos también han de separarse; pero entre Dios y nosotros, si lo queremos, no habrá ni un instante de separación. Te echarás a dormir y tu sueño será tranquilo; pues el Señor estará a tu lado (Prov 3, 24) velando tu sueño. Vivirá en mi compañía, dice el Sabio, y le comunicaré mis pensamientos (Sab 8, 9-16). Cuando te entregas al descanso, vela cerca de tu cabecera, pensando siempre en ti, para que, si despiertas durante la noche, pueda hablarte por medio de sus inspiraciones y recibir los actos de amor y de agradecimiento que broten de tu corazón; por este medio consigue no privarte, ni en el silencio de la noche, de su amable y sabrosa conversación. Incluso a veces te hablará en sueños y te dará a conocer su voluntad, a fin de que, al despertar, la pongas en ejecución. A tu lado lo tendrás también por la mañana, para recoger de tus labios las palabras de afecto o de confianza que le dirijas; para ser el confidente de tus primeros pensamientos y el depositario de todas las buenas obras que, para complacerle, piensas llevar a cabo durante el día; y, finalmente, para alentarte en los trabajos y en las penas que te dispones a sufrir por su gloria y por su amor. Pues bien, así como lo tienes a tu lado en el momento de despertar, así también debes velar de tu parte para dirigirle luego una mirada amorosa y alegrarte al entender que Dios no está lejos de ti, como lo estaba cuando tu alma yacía sumergida en el pecado; antes, por el contrario, te ama y desea que le correspondas con tu amor, recordándote en aquel instante el precepto que dice: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (Deut 6, 5). No imites a la mayor parte de los hombres, que viven olvidados de la amorosa presencia de Dios. Háblale con frecuencia, que nuestra continua conversación no le cansa, ni le molesta, ni se desdeña escucharnos, como lo hacen los grandes señores del mundo; y advierte que, si le amas de veras, siempre tendrás algo que decirle. Háblale de tus intereses y de tus personales necesidades como hablarías al amigo en quien has puesto tu confianza. No lo mires como a príncipe soberbio que solo encuentra descanso y deleite en hablar con grandes personajes y de grandes empresas. Nuestro Dios pone sus delicias en rebajarse a hablar con nosotros y se complace en que le comuniquemos el secreto de nuestros más íntimos y ordinarios negocios. Te ama con amor tan entrañable, y vive tan preocupado de tu bienestar, como si solo en ti tuviera que pensar. Se afana tanto por labrar tu felicidad que, para conseguirlo, pone a tu servicio su admirable Providencia, te socorre con su omnipotencia, y su misericordia y bondad parece que solo las reserva para compadecerse de ti, para hacerte bien y ganar tu amor y confianza con tan señalados beneficios. Ábrele, pues, con libertad las puertas de tu corazón y pídele que te guíe por el camino que te ha trazado su adorable voluntad. Por este medio lograrás dirigir todos tus pensamientos y deseos a agradar y complacer a su amoroso corazón. Expón al Señor tu situación (Sal 36, 5), dice David, y pídele, añade Tobías, que dirija tus pasos y que estén fundadas en Él todas tus deliberaciones (Tob 4, 20). No digas que es del todo inútil descubrir a Dios tus necesidades, supuesto que las conoce mejor que tú. Verdad es que las conoce; pero aparenta ignorar las que le ocultas y para las cuales no pides su ayuda y favor. Bien sabía nuestro divino Salvador que Lázaro había muerto, y no dio muestras de saberlo hasta que se lo dijo la Magdalena; solo entonces la consoló resucitando a su difunto hermano.
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