Obispo y Mártir Una de las figuras más importantes de la floreciente Iglesia africana del siglo III, modelo de cristiano, su vida fecunda, su elocuencia dominante, su ardiente amor a la Iglesia y, sobre todo, su muerte heroica, coronaron sus virtudes. Hasta la irrupción de san Ambrosio y san Agustín, no hubo otro hombre en la Iglesia de Occidente que le igualara. Plinio María Solimeo
No disponemos de mayor información sobre los primeros años y la juventud de san Cipriano (Thascius Caecilius Cyprianus). Nacido hacia el año 210 en Cartago, metrópoli romana del norte de África, fue profesor de retórica antes de su conversión. Célebre orador y polemista, poseía una fortuna considerable y fue sin duda senador en su ciudad. Criado en el ambiente pagano de una acaudalada familia burguesa, Cipriano buscó la gloria y el placer en su juventud y amó el mundo. Había estudiado elocuencia y derecho y los enseñaba a la mocedad de Cartago. Él mismo nos cuenta que sus primeros veinte años fueron poco castos, y que llegó a defender la idolatría en sus discursos. Pero hacia los 40 años de edad, debido a la influencia del sacerdote Cecilio, se dio cuenta de que el paganismo nunca podría satisfacer su recta inteligencia y su corazón leal. Animado por él, comenzó a estudiar la doctrina cristiana, convirtiéndose hacia el año 235. Siendo aún catecúmeno, Cipriano decidió servir únicamente a Dios en el sacerdocio. Hizo voto de castidad, donó la mayor parte de sus rentas a los pobres y vendió sus propiedades, entre ellas sus jardines de Cartago. Su bautismo tuvo lugar hacia el año 246, presumiblemente en la víspera de la Pascua, el 18 de abril. Según señalan sus historiadores, Cipriano tenía un temperamento fogoso, por lo que tendía a cierta intransigencia en la propagación de sus ideas. Sin embargo, este concepto un tanto altivo de su misión, esta firmeza en sus principios, no excluían una diplomacia sumamente hábil, propia de quienes poseen el conocimiento más profundo de los hombres y de los negocios. Su biógrafo, san Poncio, añade que su rostro era alegremente serio y gravemente jovial, con una mezcla y un temperamento tan raros que quienes trataban con él no sabían si amarlo o temerlo más, porque de cualquier modo se lo merecía. Obispo de Cartago y comienzo de las persecuciones Cuando Cipriano fue elegido para ocupar la sede de Cartago el año 249, la Iglesia disfrutaba de una relativa calma, por lo que aprovechó la oportunidad para reavivar la disciplina eclesiástica, que estaba un tanto relajada. Estaba fervientemente comprometido con sus deberes pastorales cuando, en enero de 250, el emperador Decio, con la intención de restaurar la antigua “virtud” pagana de Roma, promulgó un decreto contra los cristianos, condenando a muerte a los obispos y clérigos que no apostataran al ser sometidos a tortura.
Desgraciadamente, hubo muchas deserciones entre los cristianos. El 20 de enero, el papa Fabián fue martirizado y enterrado en las Catacumbas de San Calixto. San Cipriano, que era el objeto particular de las pesquisas de los agentes imperiales, creyendo ser más útil a su pueblo y aconsejado por los que le rodeaban, huyó de la furia de sus enemigos, refugiándose en un lugar seguro no lejos de su sede. Sus enemigos se lo reprochaban continuamente. Pero permanecer en Cartago era cortejar a la muerte, causar mayor peligro a otras personas y dejar a la Iglesia sin gobierno. En Roma, muchos cristianos, para evitar la muerte, corrían aterrados a los templos paganos para ofrecer sacrificios. En Cartago, la mayoría de los católicos tibios apostataban o, aunque no sacrificaran a los ídolos, compraban certificados de que lo habían hecho para quedar libres, lo cual equivalía a una apostasía. Desde su retiro, san Cipriano se mantuvo en contacto permanente con sus fieles, y especialmente con su clero en Cartago, exhortando a la penitencia a los que habían flaqueado, animando a los débiles y enviando palabras de consuelo a los que yacían en las mazmorras. De vuelta a su sede, el santo tuvo que lidiar con el problema de los lapsi, católicos que habían apostatado durante la persecución y querían ser aceptados nuevamente en la Iglesia. Las soluciones de san Cipriano fueron al mismo tiempo firmes e indulgentes. Temía que una severidad excesiva precipitara a las almas en la desesperación. Propuso entonces que, cuando hubiera peligro de muerte, estos lapsi fueran readmitidos en la Iglesia por un sacerdote o un diácono, pero que el resto debía esperar al cese de la persecución, cuando se acordaría una decisión conjunta. Por aquel entonces, los bárbaros irrumpieron con ímpetu en las fronteras más débiles del imperio, y varias ciudades de Numidia fueron saqueadas, con gran número de cristianos cayendo prisioneros de los invasores. En este trance, ocho obispos acudieron a Cipriano en busca de su ayuda para redimir a los cautivos. El santo describió la situación a sus fieles con tanto dolor que obtuvo abundantes limosnas para socorrerlos. Nueva persecución: castigo de Dios La prosperidad de la Iglesia durante una paz de 38 años produjo un gran desorden. Muchos, incluso obispos, se entregaron al mundanismo y al lucro, y se produjeron los peores escándalos entre los fieles. Sin embargo, la persecución se reanudó. El santo afirma que con ella “quiso Nuestro Señor probar su familia, y levantar la fe de los fieles, que estaba caída y como dormida, porque con la paz , que en tiempo de los Felipes, padre e hijo, emperadores, la Iglesia había tenido, la disciplina eclesiástica estaba muy debilitada, y fuera de sus quicios, y todos atendían a sus intereses, y a acrecentar con una sed y codicia insaciable su hacienda. No había en los sacerdotes la debida religión y devoción, ni en los ministros la fidelidad, ni en las obras la misericordia, ni en las costumbres el concierto conveniente”.1 Así, en los primeros meses del año 252, el papa san Cornelio, como dice el Martirologio Romano (14 de setiembre): “En la persecución de Decio, primero fue desterrado [a Civitavecchia], luego azotado con flagelos, y finalmente decapitado con otros 21 compañeros, de ambos sexos”. Vino entonces la peste, que diezmó a varias provincias del imperio. Apostolado en el exilio y martirio Durante la persecución de Valeriano, san Cipriano fue desterrado a la ciudad de Curubis. Desde allí, con su palabra fogosa, incitaba a sus fieles a derramar su sangre por la fe, en De la Exhortación al Martirio (setiembre de 257), en la cual dice:
“El día de la prueba se acerca; lo que va a venir será más terrible que cuanto hemos sufrido hasta ahora; a esta guerra nueva deben prepararse los soldados de Cristo, recordando que beben todos los días el cáliz de la sangre del Señor, a fin de derramar la suya por Él. Lo hombres se ejercitan en el combate del siglo y consideran como una gran honra ser coronados a la vista del pueblo y en presencia del emperador. He aquí el combate sublime que tendrá por testigo a Dios, y en que la corona será entregada por el mismo Cristo. Que los soldados de Dios se pongan en marcha; que cojan sus armas los que han conservado intacta la fe; que los que cayeron se armen también para conquistar lo perdido. Que el honor excite a los unos al combate, que el arrepentimiento aliente a los otros”.2 En Curubis, en reconocimiento de los méritos y el renombre de que gozaba Cipriano incluso entre los paganos, le concedieron autorización para reunirse con el clero y los fieles de su diócesis. Allí, como en Cartago, fue el alma de su pueblo, que lo honraba como a su padre. Cuando se enteró de que algunos sacerdotes y venerables obispos habían sido enviados a las minas, donde morían en lenta agonía, les dirigió un conmovedor discurso. En agosto del año 258, Cipriano se enteró de que el Papa san Sixto II había sido muerto en las catacumbas el 6 de aquel mes, junto con cuatro de sus diáconos, a consecuencia de un nuevo edicto de Valeriano. Sobre él dice el Martirologio Romano del 6 de agosto: “En Roma, en la vía Apia, en las Catacumbas de San Calixto, el natalicio [al cielo] del bienaventurado Sixto II, Papa y mártir, que fue muerto a espada y recibió la corona del martirio durante la persecución de Valeriano”. Este fue el comienzo de la persecución de obispos, sacerdotes y diáconos, que fueron conminados a apostatar de la fe o morir. Sabiendo que había llegado su hora, el santo se dirigió a su sede episcopal para aguardar el martirio. Cuando, en la mañana del 14 de setiembre, los oficiales del procónsul vinieron a arrestarlo, una multitud de fieles rodeó a su obispo para acompañarlo al tribunal, gritando: “¡Que nos decapiten con él!”. Tenemos una vaga descripción de su martirio hecha por san Poncio, y un detallado informe en las actas proconsulares.
En aquel día, una multitud se reunió en “la llanura de Sixto”, por orden de las autoridades. Cipriano fue juzgado allí, y se rehusó a sacrificar a los ídolos, añadiendo que en tal asunto no había lugar a pensar en las consecuencias para sí mismo. Se desprendió de su manto, se arrodilló y rezó. Luego se quitó la dalmática, que entregó a sus diáconos, y permaneció en silencio con su túnica de lino, esperando al verdugo. Los fieles arrojaron ante él paños y pañuelos para conservar su sangre como reliquia. El propio Cipriano se vendó los ojos con la ayuda de un sacerdote y un diácono, ambos llamados Julio, y sufrió el golpe que le seccionó la cabeza. Durante el resto del día, su cuerpo estuvo expuesto para satisfacer la curiosidad de los paganos. Pero por la noche los fieles lo llevaron con velas y antorchas, con oraciones y gran triunfo, al mausoleo del procurador Macrobio Cándido, en el suburbio de Mapalia. El Martirologio Romano del 14 de setiembre, dice de él: “En África, la pasión de san Cipriano, obispo de Cartago, célebre por su santidad y doctrina, que bajo los emperadores Valeriano y Galieno consumó su martirio. Fue decapitado junto al mar, a seis millas de Cartago”. San Cipriano fue el primer obispo de Cartago que derramó su sangre por Cristo. Los mártires Crescencio, Víctor, Rosula y General murieron allí el mismo día. San Beda cuenta que las reliquias del santo fueron trasladadas de África a Francia y se encuentran en Lyon. “Las alabanzas que dan los santos doctores a san Cipriano, son tantas y tan grandes, que no se pueden referir en pocas palabras. San Jerónimo le llama ‘varón santísimo y elocuentísimo’; san Agustín en un lugar dice, ‘que la santa madre Iglesia le cuenta entre los más raros y más excelentes varones’; en otro lugar le llama ‘doctor suavísimo y mártir beatísimo’; en otro, ‘mártir gloriosísimo y doctor lucidísimo, o muy esclarecido’; en otro, ‘mártir victorioso, doctor clarísimo y testigo gloriosísimo del Señor’; y de esta manera hablan los otros santos”.3
Notas.- 1. Pedro de Ribadeneira, Flos Sanctorum, in La Leyenda de Oro, Imprenta de Llorens Hnos., Barcelona, 1845, t. III, p. 449-450. Otras fuentes consultadas: Edelvives, El santo de cada día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1955, t. V, p. 160-169; José Leite, S.J., Santos de cada día, Editorial A.O., Braga, 1987, p. 54 y s.
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