Un llamado a la conversión del clero y de la sociedad Julio Loredo de Izcue El 12 de abril de 1947, y luego tres veces más en el mes de mayo siguiente, la Santísima Virgen se apareció al conductor de tranvías Bruno Cornacchiola en la zona de Tre Fontane, en Roma, cerca del lugar del martirio de san Pablo. En 1949 el vidente fue recibido en audiencia por el Papa Pío XII, quien en 1956 autorizó la construcción de una capilla para el culto en Tre Fontane, confiando su custodia a los Franciscanos Menores Conventuales. El contexto histórico Las apariciones de la Virgen —recuerda el cardenal Ratzinger en su Comentario teológico al mensaje de Fátima— forman parte de la categoría de las “revelaciones privadas”, cuya función “no es completar la Revelación definitiva de Cristo, sino ayudar a vivirla más plenamente en una época histórica específica”.1 Ya lo había explicado santo Tomás de Aquino, afirmando que el don de profecía en el Nuevo Testamento se da “no para dar a conocer doctrinas nuevas, sino para dirigir la vida humana”.2 En otras palabras, las apariciones de la Virgen se insertan en una situación histórica específica, a la luz de la cual adquieren todo su significado. ¿Cuál era la situación en Italia en 1947? La Segunda Guerra Mundial acababa de terminar. El 2 de junio de 1946, un referéndum institucional sobre la forma de gobierno —objeto de algunos cuestionamientos— había dado una mayoría relativa a la República. Entonces se convocaron elecciones políticas para el 18 de abril de 1948. Una hábil propaganda presentó al Partido Comunista Italiano, y con él a la izquierda socialista, como el gran vencedor del conflicto: los comunistas habían “liberado” a Italia del “totalitarismo nazi-fascista” y, por tanto, esperaban una recompensa pública, a saber, la victoria electoral. De hecho, muchos sondeos daban una clara mayoría al Frente Democrático Popular, apoyado por la Unidad Socialista. Italia corría el grave riesgo de caer en el comunismo y, en consecuencia, de pasar a la órbita soviética. El Papa Pío XII estaba muy preocupado. Luigi Gedda, presidente de la Acción Católica, relata una audiencia con el Pontífice: “El Santo Padre estaba aprensivo … por la [posible] victoria del Frente Popular. Dijo que se trataba de una lucha decisiva y que, por tanto, era el momento de comprometer todas nuestras fuerzas”.3 Con la bendición del Papa Pacelli y la firme guía de Luigi Gedda, fue posible organizar al mundo católico, llevando a cabo una intensa campaña anticomunista que finalmente condujo a la derrota del Partido Comunista y sus aliados. Este fue el momento histórico de la aparición de la Virgen en Tre Fontane. Las apariciones Bruno Cornacchiola (1913-2001) era un ferviente socialista. Había luchado en la Guerra Civil española en las Brigadas Internacionales, apoyadas por la Unión Soviética. Él mismo contaba que, movido por el odio contra la Iglesia, mató a muchos sacerdotes. De regreso a Italia, se hizo protestante, primero bautista y luego adventista, y fanático anticatólico, a pesar de los esfuerzos de su esposa Iolanda por convertirlo. Tras muchos esfuerzos, pudo hacerle practicar los nueve primeros viernes del Sagrado Corazón. Su profunda aversión hacia el clero católico aumentaba cada día. Incluso incitaba a sus hijos a escupir a todos los sacerdotes que encontraban por la calle y a entrar en las iglesias para perturbar la celebración de la Santa Misa. El sábado 12 de abril de 1947, Bruno quería ir a la playa de Ostia con sus hijos, Isola, de 10 años, Carlo, de 7, y Gianfranco, de 4 años. Como había perdido el tren, decidió dirigirse a Tre Fontane, en la vía Laurentina. Mientras los niños jugaban, buscó un lugar tranquilo para preparar el discurso que iba a pronunciar al día siguiente sobre el tema: “María no siempre es Virgen e Inmaculada”. Bruno estaba escribiendo, cuando las voces de sus hijos le interrumpieron: “¡Papá, se ha perdido la pelota!”. Empezó a buscar, y los encontró delante de una cueva, arrodillados y con las manos cruzadas. Repetían: “Bella señora, bella señora…”. Al verlos en trance, Bruno exclamó asustado: “¡Dios nos salve!”. Un velo cayó de sus ojos y él también vio a la “Bella Señora”, de pie y descalza sobre un sillar.
La Señora tenía una mirada triste, sus cabellos negros estaban cubiertos por un largo manto del color de la hierba primaveral de los prados, su túnica blanca estaba ceñida a la cadera con una faja rosa. Habló a Bruno con voz suave: “Yo soy la que está en la Trinidad de Dios. Soy la Virgen de la Revelación. Tú me persigues, ¡basta ya! Vuelve al redil santo, al milagro eterno de Dios, donde Cristo puso la primera piedra, ese cimiento sobre la roca eterna, Pedro. Los nueve viernes del Sagrado Corazón que hiciste, empujado por el amor de tu esposa, te salvaron”. La conversación celestial duró cerca de una hora y contenía un mensaje que debía ser entregado personalmente al Papa. En su mano derecha, la Madre de Dios sostenía un libro de color gris —la Sagrada Escritura— y con la izquierda señalaba una túnica sacerdotal negra en el suelo, cerca de una cruz destrozada. La visión se desvanece lentamente mientras un dulce perfume impregna la cueva. Para estar segura de que la aparición era verdadera, la Virgen pidió a Bruno que buscara a un sacerdote que, al preguntarle: “Padre, debo hablar con usted”, respondiera: “Ave María, hijo mío”. Después de muchos intentos infructuosos, finalmente, el 28 de abril, en la sacristía de la parroquia de Todos los Santos, Bruno tiró de un sacerdote por el dobladillo de su sobrepelliz, diciéndole: “Padre, tengo que hablarle…”. Fue el orionita Don Albino Frosi, quien respondió con la frase convenida. El P. Frosi le indicó a otro correligionario, el P. Mario Sfoggia, que se encargaría de la formación religiosa de Bruno y su esposa. Del 6 al 30 de mayo, Cornacchiola tuvo otras tres apariciones de la Virgen, siempre en el mismo lugar, la última en presencia del P. Sfoggia. Durante las apariciones, la Virgen habló de la devoción mariana, de su Inmaculada Concepción y de su gloriosa Asunción al Cielo. Al igual que en Fátima, exhortó a los fieles a rezar el rosario todos los días por la conversión de los pecadores y de los incrédulos. Es digna de mención la referencia a su Asunción: “Mi cuerpo no podía pudrirse, y no se pudrió. Mi Hijo y los ángeles vinieron a recogerme en el momento de mi tránsito”. Hay que recordar que el dogma no sería proclamado hasta tres años más tarde. A este respecto, el periódico L’Elefante, afirmaba: “Nuestra Señora de Tre Fontane será al dogma de la Asunción lo que el santuario de Lourdes fue al dogma de la Inmaculada Concepción”. La reacción de la prensa Las apariciones en Tre Fontane tuvieron un enorme eco mediático, dado el caldeado clima descrito anteriormente. Mientras los periódicos católicos, conservadores y monárquicos comentaban los hechos en tono positivo, destacando la conversión de un protestante y socialista, los periódicos republicanos y de izquierdas vociferaban el escándalo, viendo en ello una conspiración clerical-anticomunista. Las autoridades vaticanas, decía el diario socialista Avanti, “movilizan a las vírgenes y a los santos … en función electoral”. En otras palabras, se trataría de una maniobra para cerrar el paso al Partido Comunista y dejar ganar a los democristianos. Por su parte, L’Osservatore Romano, al tiempo que afirmaba que la autoridad eclesiástica aún no se había pronunciado, subrayaba la importancia de las apariciones en la situación histórica que vivía Italia: “Un poco por todas partes se oye hablar de las apariciones de la Virgen, de sus prodigiosas intervenciones, de su nueva familiaridad con las almas. Cuando los tiempos se hacen grandes y los peligros acechan, en el seno de la Iglesia se reaviva el antiguo afecto a María, ese afecto que en cada siglo ha conocido una gloria nueva y más poderosa. Y María vuelve visiblemente entre sus hijos y fieles”. La revista Civiltà Cattolica no desaprovechó la ocasión para señalar cómo las apariciones en Tre Fontane formaban parte de la cruzada en defensa de la civilización cristiana, que elige a la Virgen como su máxima valedora. Según el órgano jesuita, se estaba viviendo “la era del triunfo de María”, que “precedería al triunfo de Cristo y de su Iglesia”. También se habían producido actos solemnes, como la consagración del mundo entero al Corazón Inmaculado de María, realizada por Pío XII durante su radiomensaje a los católicos portugueses el 31 de octubre de 1942, motivada precisamente por los pedidos de Fátima. Revelaciones posteriores Durante su larga vida, Cornacchiola recibió unas cincuenta revelaciones más, en su mayoría sobre la terrible crisis que se abatiría sobre la Iglesia, y que luego afectaría a la sociedad.4 He aquí algunos extractos: “Se os preparan tiempos difíciles. La Eucaristía será un día profanada y ya no se creerá que es la presencia real de mi Hijo. … Yo estoy al lado de la justicia divina, como un muro reparador de la cólera divina”. “Toda la Iglesia pasará por una prueba tremenda, para limpiar la carne que se ha infiltrado entre los ministros … Sacerdotes y fieles serán puestos en un trance peligroso en el mundo de los descarriados, que se lanzarán por cualquier medio al asalto: ¡falsas ideologías y teologías!”. “Habrá días de dolor y luto. … Conservad el arma de la victoria: ¡la fe!”. El 21 de febrero de 1948, refiriéndose a los sacerdotes, la Madre de Dios dijo: “Jesús no se manifiesta, porque está olvidado por vosotros y abandonado en su refugio de amor (el sagrario, ed.). … Es una Madre quien os pide: ¡amadlo y no lo profanéis, sino haced que todos lo amen, dando ejemplo de amarlo! ¡ Él ha sido olvidado! … Os estáis haciendo del mundo, despojándoos de lo sagrado para profanar y abandonar el sacerdocio que os dio mi Hijo. Debéis hacer todo para que el mundo se haga de vosotros. El mundo tiene sed de verdad, pero vosotros ya no le dais el agua que apaga su sed. Vuestra cooperación se está desmoronando y se convertirá en nada. Muchos de vosotros dais mal ejemplo. Habéis olvidado completamente el Evangelio. Volved al manantial vivo, a la fuente de la vida. ¡Llevad las almas a Cristo! La sed de Jesús debe ser vuestra sed. ¡Ay de vosotros si no cumplís el mandato!”. Y de nuevo: “Intentarán convenceros de que viváis como vive el mundo: no lo escuchéis, practicad y vivid el verdadero amor al prójimo … Llamadme y haced que me llamen Madre. Soy Madre del clero puro, Madre del clero santo, Madre del clero fiel, Madre del clero unido, Madre del clero viviente. No olvides que el mundo te mira y quiere y espera de ti el ejemplo de una vida santa, vivida heroicamente. Alejaos del mundo, dad ejemplo de que sois de Cristo, dad pruebas de amor disculpándoos unos a otros, y que queden lejos la discordia y el odio”. El 15 de agosto de 1949, la Virgen dijo: “El pueblo camina entre las inmundicias del pecado, porque no conoce los designios de Dios, que son designios de amor”. El 15 de agosto de 1958, como había hecho décadas antes en Fátima, la Madre de Dios predijo un gran castigo: “Habrá un terremoto muy fuerte, que sacudirá todo el globo. Os hago una advertencia maternal: no andéis distraídos, ni os durmáis si estáis en pecado mortal, sino confesaos y arrepentíos, y no lo hagáis más. ¡No pequéis, hijos míos, no pequéis! Porque dentro de un momento seréis llamados a juicio, y el juicio de Dios es infalible. Sí, hijos míos, el sol se oscurecerá, las estrellas caerán, pero no entendáis esto solo por la parte material: está la parte interpretativa espiritual, y serán los soles de los soberbios y las estrellas de los soberbios las que caerán, como cayó Satanás”.
La Virgen reprobó también cierto ecumenismo, ya muy extendido en aquella época: “Fuera de la Iglesia de lo verdadero y de lo santo, la Católica Apostólica Romana, no hay verdadera paz, no hay verdadero amor y no hay verdadera salvación. … La única salvación decisiva es andar en la Palabra de Dios, volver a la fuente pura del Evangelio, escuchar la Palabra de salvación que, desde la Sede Apostólica, la Iglesia irradia por todo el mundo”. El 1 de enero de 1988, la Virgen tuvo palabras de mayor severidad para el clero: “¡Pisáis mis ovejas y las lleváis a la perdición! … ¿Por qué no dais a conocer más mi doctrina? … ¡Habéis cerrado la boca y tapado los oídos de mi rebaño, es decir, de mi pueblo! Esto, ¡para que no habléis a mi pueblo y para que sea sordo y ni siquiera oiga mi llamado! Habéis cerrado la puerta de mi Iglesia, el dulce redil que fundé y os entregué. ¡La han cerrado para que no entréis en ella y para que no entre en ella mi pueblo! Habéis cerrado vuestros corazones y los de ellos para que ya no amen!”. El 21 de setiembre del mismo año, Bruno anotó en su diario: “Lo que he soñado nunca se hará realidad, es demasiado doloroso y espero que el Señor no permita que el Papa niegue toda verdad de fe y se ponga en el lugar de Dios. Cuánto dolor sentí por la noche, se me paralizaron las piernas y ya no podía moverme, por ese dolor que sentí al ver a la Iglesia reducida a un montón de ruinas”. Para evitar el castigo, en forma semejante a Fátima, la Virgen pidió la consagración del mundo a su Corazón Inmaculado: “Quiero dar a conocer a través de ti los medios por los que la humanidad puede salvarse del diluvio de fuego, pero siempre mediante la obediencia y la caridad. Precisamente por la caridad, la verdadera ancla de salvación es la Consagración de todo el género humano al Corazón Divino de Jesucristo, mi Hijo amado, y a mi Corazón Inmaculado”. A la luz de estas advertencias maternales, podemos preguntarnos: ¿ha acogido el mundo las palabras de la Virgen, es decir, su llamado a la conversión? Y de nuevo: ¿ha escuchado el clero este llamamiento? Desgraciadamente, una mirada objetiva nos lleva a responder negativamente a ambas preguntas, aunque, evidentemente, con algunas honrosas excepciones. ¿Podemos quejarnos, pues, de que las cosas vayan de mal en peor?
Notas.- 1. Congregación para la Doctrina de la Fe, El Mensaje de Fátima, julio de 2000.
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