Tema del mes San Elías, el profeta de fuego

“Elías fue un vivo espejo de los predicadores de la palabra de Dios; porque su mente era de fuego, su palabra de fuego, su brazo de fuego, con los que convirtió a Israel”
(Cornelio a Lápide)

Renato Murta de Vasconcelos

Dios se apiadó de la humanidad y constituyó un pueblo elegido, prometiéndole a Abraham una tierra y una descendencia más numerosa que “las estrellas del cielo y como la arena de la playa” (Gen 22, 17)

El día 20 de julio, la Iglesia conmemora la fiesta de Elías, el profeta de fuego, que se consumía de celo por el Señor, Dios de los ejércitos, nueve siglos antes de la venida del Redentor. Arrebatado por los ángeles, fue llevado probablemente al paraíso terrenal en un carro incandescente. Desde esa posición privilegiada, acompaña las vicisitudes de la historia de la salvación, en cuyo epicentro se gesta la lucha entre el bien y el mal, entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, entre los que siguen a Dios y los que se entregan al diablo.

En esta batalla, que durará hasta la consumación de los tiempos, ocupa un lugar singular el profeta Elías, considerado el fundador de la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo. Aquel que fuera el luchador indomable e implacable contra los idólatras, volverá al fin del mundo para luchar contra el Anticristo.

La historia de la salvación y el pueblo elegido

La historia de la salvación y la lucha entre el bien y el mal comienza con nuestros primeros padres, Adán y Eva. El pecado original acarreó su expulsión del paraíso y la pérdida de sus dones preternaturales. El sufrimiento, el dolor y la muerte se convirtieron en nuestra herencia común. Las tremendas consecuencias del pecado original sobre la naturaleza humana caída se manifestaron trágicamente en los hijos de la primera pareja cuando Caín mató a Abel. La tierra se convirtió verdaderamente en un “valle de lágrimas”.

De acuerdo con el mandato de Dios de crecer y multiplicarse, las generaciones se sucedieron, si bien pueblos enteros cayeron en la idolatría, un pecado que Dios castiga con tremendas penas. La humanidad estuvo a punto de extinguirse en el diluvio universal, del que apenas se libraron Noé y su familia. La torre de Babel provocó la confusión de las lenguas y la dispersión de los pueblos. Pero en la noche de los tiempos brillaron aquí y allá almas nobles, sobre las que recayó la benevolencia divina. Así, junto con el castigo existió también la promesa que se cumpliría cuatro mil años más tarde: el Redentor que abriría las puertas del Cielo a la humanidad caída.

En sus admirables designios, Dios se apiadó del género humano y constituyó un pueblo elegido, prometiéndole a Abraham una tierra y una descendencia más numerosa que “las estrellas del cielo y como la arena de la playa” (Gen 22, 17). Puso a prueba la fidelidad del patriarca ordenándole sacrificar a Isaac, el hijo que había concebido en su vejez. Abraham no dudó en obedecer el mandato divino. Fiel a su promesa, Dios le recompensó sustituyendo a Isaac por un cordero en el momento del sacrificio. De Isaac nació Jacob, cuyos hijos dieron origen a las doce tribus de Israel. Inicialmente nómadas, las tribus se establecieron en Egipto después de la muerte de Jacob, cuando José se convirtió en el primer ministro del faraón. Años más tarde asumió el gobierno un faraón que no había conocido a José, y los descendientes de Jacob sufrieron un largo cautiverio de cuatro siglos.

Liberado por Moisés siguiendo las órdenes de Dios, el pueblo elegido atravesó milagrosamente a pie enjuto el mar Rojo. En el monte Horeb, Moisés recibió las tablas de la ley con los Diez Mandamientos, símbolo de su alianza con Dios. Pero en ese mismo momento, al pie de la montaña, cansados de esperar, una parte del pueblo cayó en la idolatría, adoró un becerro de oro y fue severamente castigado por los levitas. Tuvieron que pasar otros 40 años de marcha errante por el desierto, antes de que el pueblo elegido entrara finalmente con Josué en la tierra prometida, donde fueron gobernados por jueces y profetas.

“Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha” (Eclo 48, 1). Sillería del coro del monasterio de Buxheim, Alemania

Mil años después de la promesa hecha a Abraham, Dios mandó al profeta Samuel ungir a Saúl. Gran guerrero y organizador, Saúl se convirtió en el primer rey de Israel. Pero pecó al consultar a una bruja y su prevaricación fue castigada por Dios con la muerte en una batalla. Al sucederle, David conquistó Jerusalén y la convirtió en la capital de las doce tribus. Salomón enriqueció el país y construyó el primer templo de Jerusalén, un fabuloso recinto para albergar el Arca de la Alianza, donde se ofrecían sacrificios al único y verdadero Dios.

Sin embargo, el sabio rey Salomón tuvo decenas de esposas, muchas de las cuales procedían de pueblos idólatras, y se erigieron templos para el culto de Baal, Moloc, Astarté, Kamosh y Amon-rah. La idolatría fue propagada por su hijo Jeroboam, comprometiendo todos los esfuerzos que Moisés había hecho para apartar al pueblo elegido de sus tendencias idólatras. El castigo divino no se hizo esperar. El reino se dividió: Israel en el norte, con diez tribus, y Judá en el sur, con dos tribus. El reino del norte se dejó arrastrar casi por completo a la apostasía, adorando a Baal, el dios de la fornicación, servido por 850 sacerdotes, ya bajo el mando del rey Ajab y su esposa Jezabel.

Apostasía del pueblo elegido y la increpación profética

En este contexto de apostasía, en que la pestilencia de la idolatría afectaba a grandes y pequeños, el profeta Elías se levantó para reivindicar los derechos del Dios verdadero: “Entonces surgió el profeta Elías como un fuego, su palabra quemaba como antorcha” (Eclo 48, 1). Viendo la tremenda degradación religiosa y moral de su pueblo, e inflamado de celo por la gloria de Dios, Elías increpó al rey Ajab: “Vive el Señor, Dios de Israel, ante quien sirvo, que no habrá en estos años rocío ni lluvia si no es por la palabra de mi boca” (1 Re 17, 1).

A este respecto, Cornelio a Lápide (1567-1637), célebre exégeta jesuita, comenta: “No cabe duda de que Elías, rebosante de celo, había exhortado anteriormente al rey Ajab a que abandonara el culto a Baal y adorara al Dios verdadero. Como el rey hizo oídos sordos, Elías pasó de las palabras al azote e hirió a toda la tierra de esterilidad, para que Ajab y los idólatras aprendieran que no es Baal, sino el Dios verdadero, quien da la lluvia y los demás bienes de la tierra. Invoquémosle a él, y no a Baal, a fin de obtener todas estas cosas”.

San Juan Crisóstomo se refiere al citado pasaje en estos términos: “Cuando Elías, profeta del Altísimo puso los ojos en el pueblo prevaricador, cuando vio claramente a Baal y a los ídolos ser sacrílegamente adorados, con desprecio del Señor, cuando todo el pueblo, abandonando al Creador se entregaba al culto de las estatuas de barro de los bosques, movido por el celo de Dios, decretó contra Judea la sentencia de una sequía y del fin de las lluvias. Entonces, súbitamente la tierra lanzó vapores, el cielo se cerró, los ríos se secaron, las fuentes se extinguieron, el bronce hirvió, la temperatura torturó, la tranquilidad se hizo penosa, las noches se volvieron secas, los días áridos, las cosechas se quemaron, los arbustos agonizaron, los prados desaparecieron, los bosques languidecieron, los campos ayunaron, la tierra se volvió inculta, sus hierbas murieron y la ira de Dios se manifestó sobre todas las criaturas”.

El odio de Ajab se encendió, y Dios ordenó a Elías que se retirara al desierto, donde los cuervos le traerían el alimento. El cielo se tapó y se volvió pesado como el plomo, la tierra árida, el agua de los ríos y de los arroyos se evaporó. Y el profeta sintió en carne propia el terrible castigo infligido a Israel.

La primera resurrección de la historia

“Luego se tendió tres veces sobre el niño. […] El Señor escuchó el grito de Elías y el alma del niño volvió a su cuerpo y el niño volvió a la vida” (1 Re 17, 21-22).

Elías se dirigió a Sarepta, una ciudad situada entre Tiro y Sidón, donde fue acogido por una viuda pobre que no tenía más que un puñado de harina para hacer un pan. Generosa, dio al profeta lo que le quedaba de harina para mantenerlo con vida. Y fue recompensada por Dios, pues “por mucho tiempo la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se vació”. Pero a la pobreza se unió la tragedia, pues el único hijo de la viuda murió, y ella se quejó al hombre de Dios que había venido a traerle tal desdicha. Elías le respondió: “‘Entrégame a tu hijo’. Lo tomó de su regazo, lo subió a la habitación de arriba donde él vivía, y lo acostó en su lecho. Luego clamó al Señor diciendo: ‘Señor, Dios mío, ¿vas a hacer mal a la viuda que me hospeda, causando la muerte de su hijo?’. Luego se tendió tres veces sobre el niño. […] El Señor escuchó el grito de Elías y el alma del niño volvió a su cuerpo y el niño volvió a la vida”
(1 Re 17, 16, 19-22).

El hijo de la viuda de Sarepta volvió a la vida, convirtiéndose en el primer caso conocido de resurrección de la historia.

Elías enfrenta a los profetas de Baal

Mientras tanto, la sequía se hacía insoportable. Pasaron tres implacables años sin que cayera una gota de agua en aquellas áridas y agrestes tierras. Entonces Dios mandó a Elías en busca de Ajab, a fin de que cesara la sequía. El rey interpeló al profeta:

“‘¿Eres tú, ruina de Israel?’. Él respondió: ‘No soy yo quien ha arruinado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, por abandonar los mandatos del Señor y seguir a los baalitas. Pero ahora, manda que todo Israel se reúna en torno a mí en el monte Carmelo, especialmente a los cuatrocientos cincuenta que comen a la mesa de Jezabel’. Ajab dio una orden entre todos los hijos de Israel y reunió a los profetas en el monte Carmelo” (1 Re 18, 17-20).

Elías y los profetas de Baal, Juan de Valdés Leal, 1658 – Óleo sobre lienzo, Iglesia del Carmen de Córdoba

Frente a los profetas de Baal, Elías interpeló al pueblo: “‘¿Hasta cuándo vais a estar cojeando sobre dos muletas [inclinándose unas veces ante el Señor y otras ante Baal]? Si el Señor es Dios, seguidlo; si lo es Baal, seguid a Baal’. El pueblo no respondió palabra. Elías continuó: ‘Quedo yo solo como profeta del Señor, mientras que son cuatrocientos cincuenta los profetas de Baal. Que nos den dos novillos, que ellos elijan uno, lo descuarticen y lo coloquen sobre la leña, pero sin encender el fuego. Yo prepararé el otro novillo y lo pondré sobre la leña, también sin encender el fuego. Vosotros clamaréis invocando el nombre de vuestro dios y yo clamaré invocando el nombre del Señor. Y el dios que responda por el fuego, ese es Dios’”.

Los sacerdotes de Baal sacrificaron un buey, lo pusieron sobre la leña, se hicieron incisiones en las caras y en los tórax con cuchillos y estiletes, se arremolinaron y gritaron a voz en cuello el nombre de Baal, que no les respondió. Elías se burló de ellos: “¡Gritad con voz más fuerte, porque él es dios, pero tendrá algún negocio, le habrá ocurrido algo, estará de camino; tal vez esté dormido y despertará!”.

Desesperados, los falsos profetas saltaron y bailaron, ofreciendo su sangre al ídolo. La sangre idólatra corrió, pero todo fue en vano, no cayó fuego del cielo. Elías construyó entonces un altar con doce piedras, según el número de las tribus de Israel, dispuso la leña a la que echó agua en abundancia y colocó el novillo del sacrificio sobre el altar. Luego se dirigió a Dios:

“‘Señor, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, que se reconozca hoy que tú eres Dios de Israel, que yo soy tu servidor y que por orden tuya he obrado todas estas cosas. Respóndeme, Señor, respóndeme, para que este pueblo sepa que tú, Señor, eres Dios, y que has convertido sus corazones’. Cayó el fuego del Señor que devoró el holocausto y la leña, lamiendo el agua de las zanjas. Todo el pueblo lo vio y cayeron rostro en tierra, exclamando: ‘¡El Señor es Dios, el Señor es Dios!’. Entonces Elías sentenció: ‘Echad mano a los profetas de Baal, que no escape ni uno’” (1 Re 18, 21-40).

Los falsos profetas de Baal fueron muertos junto al torrente de Quisón, en parte por Elías y en parte por el pueblo. El celo de Elías le llevó a degollar a más idólatras de los que convirtió, pues además de los 850 adivinos y falsos profetas, exterminó a un mayor número con la sequía de tres años. Se empeñó en hacer justicia y castigar a los malvados mucho más que en convertirlos con clemencia y caridad.

Sobrecogido de admiración, el padre Cornelio a Lapide destaca el espíritu de fuego del profeta: “Elías fue un vivo espejo de los predicadores de la palabra de Dios; porque su mente era de fuego, su palabra de fuego, su brazo de fuego, con los que convirtió a Israel”.1

Fin de la sequía, huida y nueva misión del profeta

Los falsos profetas de Baal fueron muertos junto al torrente de Quisón, en parte por Elías y en parte por el pueblo

Elías fue al encuentro del rey Ajab y le profetizó el fin de la terrible sequía: “Sube, come y bebe, porque va a llover mucho”. Acompañado de un criado, Elías subió a la cima del Carmelo, se prosternó con la cabeza entre las rodillas y se puso a rezar pidiendo la lluvia, hasta que su criado le dijo que una pequeña nube se asomaba por el lado del mar y en la orla del horizonte.2 En efecto, no tardó en caer una gran tormenta, que puso fin a la sequía de tres años impuesta como castigo por el pecado de idolatría.

Mientras tanto, Jezabel se enteró de la muerte de sus falsos profetas y juró matar a Elías. Le envió entonces un mensajero para decirle: “Que los dioses me castiguen si mañana a estas horas no he hecho con tu vida como has hecho tú con la vida de uno de estos” (1 Re 19, 2).

La amenaza de Jezabel amedrentó al profeta. Elías (cuyo nombre significa, en hebreo, “mi Dios es el Señor”), que con una palabra de su boca había cerrado el cielo, enfrentado al poderoso rey Ajab, resucitado a un muerto y matado a los profetas de Baal, tembló ante la ira de Jezabel. Este miedo, según Cornelio a Lápide, no se debía tanto al temor a una muerte inminente, sino al peligro de que la verdadera fe se extinguiera en Israel y el falso culto a Baal saliera victorioso.

Elías huyó al desierto, donde un ángel le trajo pan y agua, y Dios le ordenó que se dirigiera al monte Horeb. Anduvo cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte Horeb, donde oyó la voz de Dios:

—“¿Qué haces aquí, Elías?”

—“Ardo en celo por el Señor, Dios de los ejércitos, porque los hijos de Israel han abandonado tu alianza, derribado tus altares y pasado a espada a tus profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para arrebatármela” (1 Re 19, 10).

Ahora bien, Dios no habló a Elías en un terremoto, sino en “el susurro de una brisa suave”. Y le encomendó una triple misión: ungir a Jazael como rey de Siria, a Jehú como rey de Israel y a Eliseo profeta “sucesor tuyo”. Elías encontró a Eliseo arando el campo y lanzó su manto sobre él. A partir de ese momento, Eliseo se transformaría totalmente. De rico labrador (poseía muchas tierras y 24 yuntas de bueyes) pasó a ser profeta y sucesor de profeta.

Castigo de Jezabel

Nabot se niega a vender su viña al rey Ajab, Thomas Matthews Rooke (1842–1942). Russell-Cotes Art Gallery & Museum (Bournemouth, Dorset, Inglaterra).

El rey Ajab codiciaba una viña que pertenecía a Nabot de Yezrael. Aunque Ajab le ofreció un precio justo, o incluso una viña mejor en otro lugar, Nabot no quiso venderla porque era la herencia de sus padres. Al ver la tristeza y la ira de su marido, Jezabel le prometió que la viña sería suya. Ordenó a los ancianos de la ciudad que organizaran una reunión en la que Nabot sería acusado (por falso testimonio) de haber blasfemado. Así se hizo. Nabot fue apedreado y muerto, y Ajab se apoderó de sus tierras. Un doble crimen hediondo: asesinato cobarde y apropiación indebida. El castigo divino no se hizo esperar.

Dios ordenó a Elías que fuera al encuentro de Ajab, para increparlo y anunciarle el castigo que le esperaba: “Así habla el Señor: En el mismo lugar donde los perros han lamido la sangre de Nabot, lamerán los perros también tu propia sangre” (1 Re 21, 19). También anunció el castigo de Jezabel: “Los perros devorarán a Jezabel en el campo de Yezrael” (1 Re 21, 23).

Atemorizado, más por miedo al castigo que por amor a la justicia, Ajab hizo su penitencia. Una penitencia servil e imperfecta. De hecho, se arrepintió de su pecado por el inminente y terrible castigo decretado por Elías. Pero no se arrepintió por amor a Dios, por haber ofendido a Aquel que es el Sumo Bien. Dios aplazó el castigo, y Ajab murió en el campo de batalla, herido por una flecha enemiga.

Mientras tanto, la ira divina cayó inflexiblemente sobre la cabeza de la malvada Jezabel. Arrojada desde la ventana de su palacio, se precipitó al suelo, fue pisoteada por los cascos de los caballos y los perros hambrientos la devoraron. Cuando algunos sirvientes se apresuraron a recuperar y enterrar su cadáver, apenas hallaron el cráneo y unos pocos huesos.

Ocozías sucedió a su padre Ajab, y un día se cayó de la habitación superior de su palacio en Samaria. Postrado en cama, se preguntó si sobreviviría y envió a sus mensajeros a consultar el oráculo de Baal Zebub. Elías los interceptó y reprendió su superstición idolátrica.

Elías increpa a Ajab y a Jezabel por la muerte de Nabot, Thomas Matthews Rooke (1842–1942). Russell-Cotes Art Gallery & Museum (Bournemouth, Dorset, Inglaterra).

Contrariado al enterarse de lo sucedido, Ocozías envió a Elías a un capitán con cincuenta hombres con órdenes de arrestarlo. El capitán se dirigió a él de manera despectiva (y por ello será castigado): “Oh tú que te consideras un hombre de Dios, el rey ha ordenado que vengas”. Elías le contestó: “Si efectivamente soy hombre de Dios, descienda fuego del cielo y te consuma a ti y a tus cincuenta hombres”. Cayó fuego del cielo, consumiendo a los soldados. Ocozías envió a un segundo capitán con otros cincuenta hombres, que también fueron consumidos por el fuego del cielo. Por tercera vez, Ocozías envió a otro capitán con cincuenta soldados, y esta vez el comandante imploró misericordia. Elías le perdonó la vida a él y a sus subordinados.

Acompañado por el capitán, Elías fue a ver al rey y le dijo: “Así dice el Señor: Por haber enviado mensajeros a consultar a Baal Zebub, el dios de Ecrón, como si en Israel no hubiera Dios a quien consultar, por eso, no bajarás jamás de la cama a la que has subido. Morirás sin remedio” (2 Re 1, 16). Ocozías murió al cabo de un año de reinado.

Al reivindicar los derechos de Dios, Elías fue
—como escribió san Bernardo al papa Eugenio III— el modelo de la justicia, el espejo de la santidad, el ejemplo de la piedad, el propugnador de la verdad, el defensor de la fe, el médico de Israel, el maestro de los incultos, el refugio de los oprimidos, el abogado de los pobres, el amparo de las viudas, el ojo de los ciegos, la lengua de los mudos, el vengador de los crímenes, el temor de los malvados, la gloria de los buenos, la vara de los poderosos, el martillo de los tiranos, el padre de los reyes, la sal de la tierra, la luz del orbe, el profeta del Altísimo, el precursor de Cristo, el ungido del Señor, el Dios de Ajab, el terror de los baalitas, el rayo de los idólatras.3

En el fin del mundo, la lucha contra el Anticristo

Cumplida la triple misión que Dios le había confiado en el Horeb, se acercaba el momento en que Elías debía abandonar este mundo. Para cualquier persona, ello comporta necesariamente atravesar el umbral de la muerte. Sin embargo, la Providencia divina tenía otros planes para Elías, el profeta de las grandes excepciones. En un carro de fuego,4 fue llevado por los ángeles, según algunos exegetas, a un lugar desconocido en la Tierra; según otros, al paraíso terrenal. En el momento en que fue arrebatado al cielo, arrojó su manto a Eliseo, su discípulo y sucesor.

Nueve años después de ser arrebatado, Elías envió una carta a Jorán, rey de Judá, casado con la hija de Ajab y Jezabel, anunciándole el castigo por su pecado de idolatría:

Elías arroja su manto a Eliseo, Benjamín Brassett Wadham, s. XIX – Óleo sobre lienzo, colección particular

“Así dice el Señor, Dios de tu padre David: Por no seguir los caminos de tu padre Josafat, ni los de Asá, rey de Judá; por haber andado, en cambio, por los caminos de los reyes de Israel e inducir a la idolatría a Judá y a los habitantes de Jerusalén —como se prostituyó la casa de Ajab—, y por haber asesinado a tus hermanos, la casa de tu padre, que eran mejores que tú, el Señor castigará con tremendo azote a tu pueblo, a tus hijos, a tus mujeres y todas tus posesiones. Tú mismo padecerás muchas dolencias y una enfermedad de entrañas: se consumirán tus intestinos progresivamente a causa de tu enfermedad” (2 Crón 21, 12-15).

Así, desde el lugar en que se encuentra “consumiéndose de celo por el Señor Dios de los ejércitos”, el ígneo Elías sigue el desarrollo de la historia de la salvación.5 Contempla la pavorosa crisis que convulsiona hoy a la Santa Iglesia Católica y aborrece los nuevos ídolos de la lujuria y del igualitarismo que la Revolución gnóstica está erigiendo en todas partes del mundo. Ciertamente, con su gran fuerza de impetración, ruega que los actuales días de abominación se abrevien y se cumplan las promesas de Fátima. Y se prepara para el momento en que, junto con Enoch, volverá a la Tierra para enfrentarse al supremo idólatra y heresiarca que será el Anticristo.

Y entonces, más que nunca, se aplicarán a este varón de Dios, héroe del Antiguo y del Nuevo Testamento, los elogios de Jesús ben Sirá:

“¡Qué glorioso fuiste, Elías, con tus portentos! ¿Quién puede gloriarse de ser como tú? Tú despertaste a un cadáver de la muerte y del abismo, por la palabra del Altísimo; tú precipitaste reyes a la ruina y arrebataste del lecho a hombres insignes; en el Sinaí escuchaste palabras de reproche y en el Horeb sentencias de castigo; tú ungiste reyes vengadores y profetas para que te sucedieran; fuiste arrebatado en un torbellino ardiente, en un carro de caballos de fuego; tú fuiste designado para reprochar los tiempos futuros, para aplacar la ira antes de que estallara, para reconciliar a los padres con los hijos y restablecer las tribus de Jacob. Dichosos los que te vieron y se durmieron en el amor, porque también nosotros viviremos” (Eclo 48, 4-11).

 

Notas.-

1. Elias igitur vivum fuit praedicatorum verbi Dei speculum; ignea enim ejus fuit mens, ignea lingua, ignea manus, quibus Israelem convertit apud Cornelio a Lápide, Commentaria in Scripturam Sacram, Luis Vives, París, 1860, vol. X, p. 504.
2. Precursora de la lluvia, la nubecilla es también símbolo de la venida de la Virgen Inmaculada, que emerge pura de las aguas saladas del mundo para ser la Madre del Redentor, comentan los exegetas. San Elías fue, pues, el primer devoto de la Santísima Virgen, más de ocho siglos antes de su nacimiento.
3. De Consideratione, Lib. IV, in fine, apud Cornelio a Lápide, Commentaria in Scripturam Sacram, in Lib. III Regum, c. XVII.
4. Convino que el alma ígnea de Elías fuera raptada y llevada al cielo en un carro de fuego, dice san Juan Crisóstomo, 1ª homilía De Elia.
5. Los exegetas “Saliano y Genebrardo afirman que Elías fue arrebatado en el año 19 del reinado de Josafat, según Saliano en 3139 después de la creación del mundo, 2162 años después de que Enoc fue llevado por Dios y 914 años antes del nacimiento de Cristo. Los judíos están prácticamente de acuerdo en esto con Seder Olam, Josefo, el Abulense [san Juan de Ávila], Torniello, Serario y otros. Así que este año, 1638 d.C., es el 2552 aniversario del rapto de Elías”, escribe Cornelio a Lápide (cf. Commentaria, in Lib. IV Regum, c. 2, t. 4, p. 8). De ahí que san Elías tenga hoy, en 2024 d.C., unos 2984 años de edad, ya que, según Cornelio, Elías fue arrebatado cuando tenía unos 46 años, después de 16 años de cumplir su misión profética, que comenzó a la edad de 30 años.

Regreso del perdón de Santa Ana de Fouesnant a Concarneau El martirio de las dieciséis carmelitas de Compiègne
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Regreso del perdón de Santa Ana de Fouesnant a Concarneau



Tesoros de la Fe N°271 julio 2024


Espada de fuego del Señor Dios de los Ejércitos
Palabras del Director Dios no manda nada imposible Regreso del perdón de Santa Ana de Fouesnant a Concarneau San Elías, el profeta de fuego El martirio de las dieciséis carmelitas de Compiègne ¿En qué casos se puede recibir la absolución general sacramental? Elegancia y destreza venciendo a la fuerza y la materia



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