Fijos en él todos los ojos, no se hartaban de contemplar aquella faz radiante, aquella mirada llena de bondad y de ternura que vagaba por el auditorio como para dar a cada uno el último adiós. P. Augustin Berthe, C.SS.R.
Jesús había terminado su misión en la tierra. Descendido del cielo para predicar el reino de Dios, rescatar a la humanidad caída y fundar la nueva sociedad de los hijos de Dios, no le faltaba más que transformar a los continuadores de su obra en otros Cristos, dotándolos del divino Espíritu que hablase por su boca y obrase por sus manos. Pero, como tantas veces lo había anunciado, no debía enviarles el Espíritu Santo sino después de su vuelta al Padre y de su glorificación en los cielos. Al cabo de un mes empleado en celestiales comunicaciones con los apóstoles, Jesús les ordenó volver a Jerusalén y esperarle en el Cenáculo donde vendría a encontrarlos. Se pusieron en camino alegremente, juntándose a las caravanas que ya se encaminaban a la ciudad santa para prepararse a la fiesta de Pentecostés. María, la Madre de Jesús, se encontraba con ellos rodeada de las santas mujeres que siempre le hacían compañía y cierto número de discípulos privilegiados. Temían todavía la cólera y vejaciones de los fariseos deicidas; pero el divino resucitado estaría con ellos y sabría defenderlos contra sus enemigos. Si los convocaba a Jerusalén, sería sin duda para hacerlos testigos de un nuevo triunfo: ¿habría llegado tal vez la hora de la restauración del reino de Israel? A pesar de todas las instrucciones de su Maestro sobre el reino de Dios, la preocupación nacional acerca del reino temporal del Mesías se mantenía arraigada en el espíritu de los apóstoles. Misión de los apóstoles revestidos con la divina armadura El cuadragésimo día después de la resurrección, estando reunidos en el Cenáculo, Jesús apareció en medio de ellos y en actitud familiar se sentó a la mesa con los asistentes. Como siempre, habló del reino de Dios que los apóstoles iban a establecer en el mundo. Durante los tres años de su magisterio, les había revelado su Evangelio, confiado sus divinos sacramentos y designado el jefe que debía dirigirlos; a ellos tocaba ahora anunciar a todos su resurrección como prueba irrefutable de su divinidad y del origen divino de la religión santa que el Padre, por medio de su Hijo hecho hombre, intimaba a todo el género humano. Ruda sería la tarea; tanto más cuanto que los poderosos del mundo no guardarían más miramientos con los discípulos, que los que habían tenido con el Maestro. Pero Jesús no abandonaría a sus delegados; les enviaría el Espíritu de lo Alto, que les llenaría de su luz y les penetraría de su fuerza. Les ordenó, pues, no dejar Jerusalén, sino esperar allí al divino Espíritu que les revestiría de celestial fortaleza. Solo entonces comenzaría su misión, la predicación de la penitencia para la remisión de los pecados y debían inaugurar su ministerio en Jerusalén, allí mismo en donde iban a recibir aquel bautismo de fuego.
Misión apostólica: expandir el cristianismo por toda la tierra Alentados por estas recomendaciones y promesas, los apóstoles se imaginaron que, con la venida del Espíritu Santo, el reino visible del Mesías iba a comenzar. “Señor —le preguntaron—, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?”. Jesús no respondió a la pregunta, dejando al Espíritu Santo el cuidado de levantar aquellas almas terrenas; pero les repitió lo que ya les había dicho sobre su reino permanente. “No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad” . Y agregó relativamente a la misión apostólica: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta el confín de la tierra” (Hch 1, 6-8). Concluida la comida, el Señor Jesús les condujo fuera de la ciudad hacia el lado de Betania. Ciento veinte personas acompañaban al divino triunfador. El cortejo siguió el valle de Josafat y Jesús marchaba majestuosamente en medio de los suyos. Los apóstoles, los discípulos, las santas mujeres agrupadas al rededor de la divina Madre, le seguían con santa alegría, pero con los ojos humedecidos en lágrimas ante el pensamiento de que el buen Maestro iba pronto a dejarlos. Jesús atravesó el torrente de Cedrón donde sus enemigos le abrevaron con sus fangosas aguas. Luego, dejando a la izquierda el jardín de Getsemaní, teatro de su mortal agonía, subió al monte de los Olivos. Llegado a la cima, echó una última mirada sobre aquella patria terrestre donde había morado treinta y tres años, desde su nacimiento en el establo de Belén hasta su muerte en la cruz del Gólgota. Habiendo venido hacia los suyos, estos no le habían recibido, Pero, se acercaba la hora en que la raza humana vivificada por su sangre, le adoraría como a su Padre, como a su Dios. Más allá del océano, su mirada abarcaba aquel Occidente donde sus apóstoles llevarían presto su nombre bendito, enarbolando el símbolo de la redención en la cumbre misma del Capitolio. Una frágil navecilla conducida por los ángeles, llevaría hasta esas remotas playas a sus amigos de Betania, Lázaro el resucitado, la fiel Marta y María la penitente. Allí será donde millones de corazones en la serie de los siglos, palpitarán por Él con un amor que sobrepujará a todos los amores. Y antes de dejar la tierra, bendijo todos esos pueblos que debían componer su reino. Maravilloso y majestuoso espectáculo de la Ascensión Fijos en él todos los ojos, no se hartaban de contemplar aquella faz radiante, aquella mirada llena de bondad y de ternura que vagaba por el auditorio como para dar a cada uno el último adiós. Luego, levantó las manos para impartir a todos una bendición postrera, y mientras postrados a sus pies los bendecía, su cuerpo glorificado, puesto en movimiento por un acto de su divino poder, se levanta de la tierra y se eleva majestuosamente al cielo. Mudos de sorpresa y admiración, apóstoles y discípulos le siguieron largo tiempo con la vista, hasta que al fin una nube le cubrió sustrayéndolo a sus miradas. Y como no acababan de seguirlo con sus ojos en el lugar por donde le habían visto desaparecer, dos ángeles vestidos de blanco, se presentaron diciéndoles: “Galileos, ¿qué hacéis aquí mirando al cielo? Este Jesús que acaba de separarse de vosotros para subir al cielo, descenderá de allí un día como le habéis visto subir” (Hch 1, 10-11). Venido a la tierra bajo la forma de siervo para salvar a los hombres, bajará a ella por segunda vez con la majestad del Rey de los reyes para juzgarlos. Y Jesús continuaba subiendo hacia el trono de su Padre. Bien pronto se vio rodeado de legiones innumerables de almas que, detenidas en los limbos durante largos siglos, esperaban que el nuevo Adán les abriese las puertas del cielo. A la cabeza de aquellos fieles de la antigua alianza, marchaban los dos desterrados del Edén que nunca olvidaron al Redentor prometido a su raza; y luego, los patriarcas Abraham, Isaac, Jacob, Moisés y los profetas. Tras estos, venían las generaciones santas de alma recta y cuyo corazón puso su confianza en Aquel que había de venir. Gloriosa y solemne entrada de Jesús a los cielos
David ha pintado con su maravilloso lenguaje la llegada del triunfador a la cumbre del empíreo. Así como a las puertas del Edén vigilaban dos arcángeles para impedir la entrada a nuestros primeros padres, así los ángeles del cielo velaban a las puertas del paraíso para abrirlas al nuevo Adán. De súbito, oyeron el cántico triunfal del ejército de santos que escoltaban a Jesús: —“Príncipes —decían estos— abrid vuestras puertas; abríos, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria”. —“¿Quién es este Rey de la gloria?”, preguntaron los ángeles. —“Es el Señor —replicaron los santos— es el Dios fuerte y poderoso, es el Dios invencible en las batallas; abríos, puertas eternas, es Él, es el Dios de las virtudes” (Sal 23, 7-10). Y las puertas se abrieron y Jesús se encontró en medio de las milicias celestes que también le aclamaron como a su jefe desde largo tiempo esperado. Y en efecto, por los merecimientos del Cristo, las adoraciones y alabanzas angélicas llegarían en adelante hasta el Eterno más dignas de su majestad infinita, así como también por los mismos se llenarían los vacíos abiertos en sus filas por la caída de los ángeles prevaricadores. Entró, pues, Jesús en el cielo, como Rey de los ángeles y como Rey de los hombres. Establecer el reino de Dios en todos los pueblos David cuenta también cómo Cristo, su hijo según la carne, pero Dios por su generación eterna, fue acogido por su Padre cuando se presentó delante de su trono. “Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha”. Y el Padre le recordó que tenía derecho a tal honor, primero, porque era su Hijo, igual a Él: “Yo te he engendrado antes de la aurora”; y luego, como hijo del hombre vencedor del mundo y del infierno, rey de la humanidad rescatada: “Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies” (Sal 109, 1; Mt 22, 44). En virtud de su dignidad real, Cristo fue investido de un triple poder: primero, de establecer su reino en todos los pueblos a pesar de la oposición de sus enemigos. “Tendrás en tu mano el cetro del poder; establecerás tu imperio sobre Sion” y luego sobre toda la tierra. “Serás combatido por el príncipe del mundo y sus secuaces, pero tú dominarás como soberano sobre tus enemigos” (Sal 109, 2). En virtud de su real dignidad, el Cristo fue investido, en segundo lugar, del eterno pontificado: “Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec” (Sal 109, 4). El Padre celestial ha desechado los sacrificios y las víctimas de la ley figurativa. No hay más que un sacrificador y una víctima que le agraden: el sacrificador es el Rey Jesús y Él mismo es también la víctima. En el cielo como en la tierra, permanece el Cordero inmolado por la salud del mundo, siempre vivo para ofrecerse a su Padre e interceder por aquellos que ha rescatado al precio de su sangre.
Extenderé tu imperio hasta los confines del mundo Por fin, el Padre confirió al Hijo la suprema Judicatura. “En el día de su cólera, quebrantará a los reyes como a los pueblos. Juzgará a las naciones, pulverizará a sus adversarios, llenará el mundo de ruinas. Ha bebido el agua del torrente en el día de sus humillaciones y dolores; justo es que levante su cabeza y confunda a sus enemigos” (Sal 109, 6-7). Hijo de Dios, se hizo hombre, se hizo esclavo, se hizo semejante al gusano de la tierra que es hollado bajo el pie; y por esto, “Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el infierno” (Fil 2, 9-11). Y este mismo Jesús sentado a la diestra del Altísimo, es a quien los apóstoles van a glorificar en este mundo y cuyo reino van a establecer en toda la tierra. Los judíos, los romanos, los apóstatas, les harán una guerra sin tregua; pero ¿quién podrá vencerlos si Jesús está con ellos? “Conspiran contra el Señor y contra su Mesías”, dice David, pero Dios se ríe de sus insensatos designios. “Yo te he dado en herencia todas las naciones de la tierra, dice a su Hijo, y extenderé tu imperio hasta los confines del mundo; despedazaré a tus enemigos como se rompe un vaso de arcilla. ¡Oh reyes, comprended; aprended, pueblos de la tierra!” (Sal 2, 2-8). Y desde la Ascensión de Jesucristo hasta el último juicio, la historia de los siglos no será más que el cumplimiento de esta profecía.
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La Ascensión Gloriosa entrada de Jesús a los cielos |
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