PREGUNTA ¿Por qué los mártires de la Iglesia Católica van resignadamente a la muerte? Así lo hicieron los cristianos de la Roma antigua, los cristeros en México, los católicos durante la Revolución Francesa, etc. Para que se caracterice el martirio, ¿es necesario no manifestar resistencia física frente al verdugo? ¿Y qué sucede si la persona lo manifiesta? RESPUESTA El vocablo “martirio” viene del griego, a través del latín “martyrium”, que significa TESTIMONIO. En los tratados de teología la Iglesia define al “martirio” así: es la tolerancia, o sea, la aceptación voluntaria y sin resistencia de la muerte corporal y de todos los tormentos que la acompañen, infligida por odio a la fe o a la virtud cristiana. Es el testimonio perfectísimo de la fe. Es el martirio en el sentido estricto del término. Son por lo tanto indispensables —para que haya martirio en el sentido estricto— los tres elementos antes señalados, a saber: 1) aceptación voluntaria; 2) de la muerte corporal; 3) perpetrada por odio a la fe.
Hubo, sin embargo, en los comienzos del cristianismo, casos en que aunque no se verificaron los tres requisitos, la Iglesia consideró —y hasta nuestros días lo celebra— a sus protagonistas como mártires. Sirvan de ejemplo los santos Inocentes (cuya fiesta se celebra el día 28 de diciembre), degollados por Herodes; San Juan Evangelista (fiesta, 6 de mayo), que salió ileso de la caldera de aceite hirviendo; o, las santas Apolonia y Pelagia (fiesta, 9 de febrero), que para guardar la virtud, buscaron su propia muerte. Éstos fueron mártires y son venerados como tales, en el sentido lato de la palabra (cf. Santo Tomás, Benedicto XIV). En el caso en que se es colocado ante la alternativa, o morir o apostatar de la fe católica, el cristiano tiene que escoger la muerte y los tormentos que le son infligidos. La prueba de que una persona es mártir, es la entrega de su vida sin resistencia a los verdugos. Lo que no quiere decir que los católicos no puedan resistir y defenderse. Los que resisten y se defienden, conforme el caso, pueden hasta ser santos. Podrán hasta ser canonizados. En ciertas circunstancias puede incluso haber obligación de defenderse, por ejemplo, cuando de la conservación de la propia vida depende evitar una profanación al Santísimo Sacramento. No obstante, los que así actúan no son mártires en el sentido estricto. El martirio es una gracia específica, y muy alta, que Dios otorga a algunos, pero que no exige de todos. ¿Por qué la Iglesia sólo canoniza como mártires a los que no se defendieron? Porque aquel que se defiende y resiste, puede hacerlo por amor a la fe, pero puede también hacerlo por el sentimiento natural de la conservación de la propia vida. Este último sentimiento, aunque sea legítimo, no caracteriza el martirio. Ahora bien, como la Iglesia no tiene medios de conocer los sentimientos interiores del alma del católico que murió defendiéndose, no puede canonizarlo. Mientras que, aquel que podría haber salvado su vida renunciando a su fe o defendiéndose, y no lo hizo, da una prueba evidente de que era movido por amor a la fe. Los primeros cristianos, aunque perseguidos por causa de su fe, o de sus virtudes, no tramaban una rebelión colectiva, una revolución, para derribar a las autoridades paganas. Ellos buscaban conquistar el Imperio Romano para la fe, por medio de las oraciones, de la predicación, pero sobre todo dando el testimonio del martirio. Se nota que hubo una moción del Espíritu Santo para que, en conjunto, ellos actuasen así. Fue diferente, por ejemplo, en el tiempo de las cruzadas, en que el soplo del Espíritu Santo movía a los cruzados a la lucha. No fue por medios violentos que Dios quiso implantar la semilla inicial del cristianismo. Sino que, por la oración y predicación coronadas por el testimonio de tal cantidad de mártires, quiso mostrar la incomparable superioridad de la religión de Cristo, que forjaba hombres, mujeres y niños del temple de aquellos que pasaban por tormentos atroces y empeñaban la vida por amor a Dios, dando un heroico testimonio de Cristo. Cristeros de México Los llamados cristeros en México, durante la persecución anticlerical de los años 20, no se portaron pasivamente. Por el contrario, se levantaron en armas en defensa de la religión y llegaron a derrotar varias veces a las fuerzas del gobierno dictatorial anticlerical. Pero fueron obligados a renunciar a las armas y perder los frutos de su victoria porque, por razones un tanto nebulosas, fueron obligados por las autoridades eclesiásticas de la época a entregar las armas y abandonar la lucha. Sin embargo, cuando ellos fueron encarcelados y condenados a muerte, la aceptaban voluntariamente, muriendo entonces como mártires, dando pruebas de un heroísmo semejante al de los primeros cristianos, gritando “¡Viva Cristo Rey!” No se puede, eso sí, decir que los que mueren con armas en la mano, en defensa de la Iglesia o de la Civilización Cristiana, sean necesariamente menos santos que los mártires. Aquellos que, al entrar en la lucha, lo hacen seriamente movidos por amor de Dios, tienen las mismas disposiciones del mártir de dar su vida por la Iglesia. Si así mueren, Santo Tomás de Aquino los considera mártires (Suma Teológica, 2.2, q. 124, a. 5 ad 3), aunque no puedan ser canonizados como tales. Lo que importa no es el modo como se muere, sino las disposiciones internas de una entrega total, inclusive de la vida, para la gloria de Dios, en defensa de la Iglesia, de la verdadera fe o de la virtud cristiana.
Revolución Francesa Durante la Revolución Francesa, los católicos del Oeste de Francia se levantaron en armas en defensa del Rey y del Altar y formaron el llamado Ejército Real y Católico. Innumerables de ellos vivieron y murieron santamente, como Cathelineau, llamado el Ángel de Poitou, el marqués de Lescure, el conde Henri de La Rochejaquelein, y miles de campesinos que llevaban el rosario al cuello y el símbolo del Sagrado Corazón de Jesús en el pecho. Una cosa es ofrecer la vida por la Iglesia y por la fe. Otra cosa es que ese ofrecimiento sea caracterizado y reconocido canónicamente como martirio. Para que una muerte sea caracterizada canónicamente como martirio es necesario que no haya habido resistencia por parte del mártir y la muerte le haya sido infligida por odio a la fe. Así, por ejemplo, don Gabriel García Moreno, el gran Jefe de Estado ecuatoriano del siglo XIX, murió in odio fidei, por odio a la fe que defendía tan intrépidamente. Pero, él reaccionó frente a su agresor —en lo que tenía pleno derecho— y por eso no puede ser considerado mártir, aunque tal vez, hasta muy probablemente, haya sido santo. Si algún día fuese canonizado, no lo será como mártir, pero sí como confesor de la fe. La aureola del martirio no resplandecerá en su frente, pero podrá ser elevado a la gloria de los altares.
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