La Palabra del Sacerdote ¿Concuerda la doctrina católica con la teoría de la evolución de Darwin?

PREGUNTA

Hace algunos años leí en una revista un artículo según el cual el Papa Juan Pablo II, en un mensaje a la Academia de Ciencias del Vaticano, afirmó que la teoría de la evolución y la fe en Dios son cosas compatibles. Dicho esto, quisiera que Ud. explique cómo queda la cuestión del pecado original. Si el hombre es producto de una evolución, como indican los descubrimientos arqueológicos, y no fue creado por Dios como un producto terminado, ¿en qué punto de la evolución se habría verificado la desobediencia causante del pecado original?



RESPUESTA

No es exacto decir que Juan Pablo II declara a toda y cualquier teoría de la evolución compatible con la doctrina católica. Él distingue entre unas y otras teorías, y afirma categóricamente que algunas de ellas son incompatibles con la verdad católica, como adelante veremos.

La posibilidad de que alguna teoría de la evolución sea compatible con la Fe católica fue sin duda levantada por el actual Pontífice en el documento citado (del 23-10-1996), como ya lo fuera anteriormente por Pío XII en la Encíclica Humani Generis (12-08-1950).

Con estas declaraciones, ambos Pontífices persiguen separar los campos propios de la ciencia y de la fe, entre los cuales no puede haber contradicción, pues el mismo Dios que es el Autor de la naturaleza es también la Fuente de las verdades reveladas.

No cabe a la Iglesia emitir un juicio de carácter científico sobre algún asunto que esté siendo discutido en el ámbito de la ciencia. Una vez que un hecho sea comprobado, tocará a la Iglesia, que es la guardiana y la intérprete infalible de la Revelación, mostrar cómo tal hecho se compagina con los datos de la fe, o sea, cómo no se opone en nada a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la tradición apostólica.

En el caso de la teoría de la evolución, la Iglesia ha adoptado una posición de prudencia, aguardando que los estudios, hasta ahora nada concluyentes, alcancen un mayor desarrollo.

Charles Robert Darwin

Donde faltan las pruebas

Para una mejor comprensión del asunto, conviene tener presente cómo surgió y cómo se presenta hoy la teoría de la evolución.

Los que defienden esta teoría aducen algunos hechos tomados de las ciencias naturales: a) mutaciones detectadas en organismos vivos, transmisibles a los descendientes, que indican su capacidad de adaptación al medio ambiente; b) semejanzas y modificaciones morfológicas que parecen sugerir líneas o cadenas evolutivas; c) estudios de embriología que apuntan hacia una organización común a los organismos vivos; d) órganos rudimentarios de especies consideradas aberrantes en los fósiles, los cuales permiten colocar a los seres vivos en orden progresivo.

Charles Darwin (1809-1882) recogió cantidades de esos hechos y observaciones particulares de especies animales y vegetales a favor de su teoría, que los evolucionistas posteriores perfeccionaron y sistematizaron, sin llegar con todo a una prueba concluyente.

El propio Darwin reconocía la “insuficiencia de los documentos geológicos”, es decir, la ausencia —en algunos períodos, casi completa— de las infinitas variedades intermediarias y eslabones de transición entre las especies actuales que, según su tesis de la evolución lenta y gradual, deberían haber existido, y que el estudio de los hallazgos fósiles no consigue encontrar a pesar de esfuerzos inauditos (observación que permanece válida hasta los días de hoy). Es decir, nunca se encontró el tal “eslabón perdido” entre una especie y otra.

Una mera teoría

Pero la “fe” de Darwin en la evolución (para él de hecho la evolución parece ser más una cuestión de fe, que de prueba científica) era más poderosa que todas las dificultades. Por eso, dice en su Origen de las especies (cap. 14, § final): “En resumen, las diversas clases de hechos que estudiamos en este capítulo me parecen establecer tan claramente que las innumerables especies, los géneros y las familias que pueblan el globo descienden todos, cada uno en su clase, de padres comunes y fueron todos modificados en el trascurso de las generaciones, que yo adoptaría esta teoría sin vacilación alguna, aunque no estuviese apoyado sobre otros hechos y argumentos”.

Sin embargo, en verdad lo que tales hechos manifiestan es un maravilloso y ordenado plan creador, sin que prueben la derivación y descendencia de unas especies de otras. Pues todas las observaciones y hallazgos arqueológicos hechos hasta ahora tan sólo prueban que las transformaciones conocidas se dan dentro de la misma especie (intraespecíficas), y jamás de una especia hacia otra (extraespecíficas). En la polémica que los científicos —en especial norteamericanos— traban en nuestros días sobre el asunto, no se aduce entretanto ninguna prueba del paso de una especie a otra.

En otras palabras, la teoría de la evolución permanece apenas como una teoría no comprobada.

Prudencia de la Iglesia

Se dice que para no escandalizar a su madre, mujer de fe simple, Darwin todavía alegaba en su Origen de las especies (1859) su creencia en la creación de la vida por obra de Dios. Pero en su segundo libro en importancia, The Descent of Man (1871), ya libre del “preconcepto” del origen del hombre por la Creación, da un paso más, aplicando su teoría al hombre y haciéndolo descender totalmente por vía de evolución transformista de una organización animal inferior. De ahí la tesis que tanto chocó al mundo, y que provocó tantas anécdotas, de que el hombre desciende del mono.

Pero en la etapa actual de las investigaciones evolucionistas, el descubrimiento de homínidos entre los simios se revela tan infructífero como en las etapas anteriores. En el ansia de encontrar pruebas, se llegó hasta a crear falsificaciones groseras, como por ejemplo el famoso caso del “hombre de Piltdown” (1912), en el cual estuvo envuelto el sacerdote jesuita Pierre Teilhard de Chardin, evolucionista de los más ardorosos, y que por ello quedó desmoralizado y severamente advertido por Pío XII.

Todo esto refuerza la prudente decisión de la Iglesia de no envolverse en el debate puramente científico. Reafirmando siempre que, cualesquiera que vengan a ser las conclusiones científicas a que se llegue, es infaliblemente cierto que el hombre fue creado por Dios a su imagen y semejanza, conforme el inspirado relato del Libro del Génesis. Quizás algunos clérigos más audaces deseen “no perder el vagón” de la Historia y se afirman inclinados a aceptar sin más la teoría evolucionista como demostrada. Pero esa no es la posición oficial de la Iglesia.

Teorías incompatibles

Al analizar la cuestión de la compatibilidad o no de la teoría evolucionista con la teología y la filosofía de la Iglesia, Juan Pablo II comienza por establecer una distinción:“Para decir la verdad, más que de la teoría de la evolución, conviene hablar de las teorías de la evolución. Esta pluralidad está unida, de un lado, a la diversidad de las explicaciones que fueron propuestas para el mecanismo de la evolución y, de otro lado, a las diversas filosofías a las cuales los referimos” (doc. cit. nº 4). [En el párrafo anterior él se refería a “ciertas nociones de la filosofía de la naturaleza” a las cuales una teoría como la de la evolución debe forzosamente recurrir].

Y poco más adelante añade: “Pío XII había subrayado este punto esencial: si el cuerpo humano tiene su origen en la materia viva preexistente, el alma espiritual es inmediatamente creada por Dios (Enc. Humani Generis, AAS, vol. 42, p. 575). En consecuencia, las teorías de la evolución que, en función de las filosofías que las inspiran, consideran el espíritu como emergente de las fuerzas de la materia viva o como un simple epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad sobre el hombre” (nº 5).

“Formó, pues, el Señor Dios al hombre del lodo de la tierra, e inspiróle en el rostro un soplo de vida... (Gén. 2, 7)

La verdad revelada

Queda claro, por este texto, que los dos Pontífices rechazan por entero todas las teorías de la evolución de cuño materialista, como la de Darwin. Y es oportuno resaltar a propósito la frase de Pío XII, en la encíclica arriba mencionada: “La fe católica nos obliga a profesar que las almas son creadas inmediatamente por Dios” (nº 35).

Así, para “compatibilizar” con la doctrina católica una de esas teorías de la evolución, sería necesario que se reconociese la intervención directa de Dios en el acto mismo de infundir el espíritu en el primer hombre, conforme el relato bíblico: “Formó, pues, el Señor Dios al hombre del lodo de la tierra, e inspiróle en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hombre viviente con alma (Gen. 2, 7). Y que, después, esa teoría fuese compatible con todo lo demás que consta en la narración del Génesis: la colocación del hombre en el paraíso, la creación de Eva (en los mismos moldes que Adán), la tentación de la serpiente, la caída (el pecado original), la expulsión del paraíso, etc.

Más aún, no se puede ser negligente al hecho de que en general no sólo las teorías evolucionistas son materialistas, sino que fueron utilizadas por enemigos de la Iglesia para atacar el relato bíblico. O sea, ellas nacieron y en gran parte de desarrollaron como un intento de alzarse contra la propia revelación divina.

De manera que el católico asiste al debate sobre el asunto con completa tranquilidad de espíritu. Él posee una certeza que nada perturba, nacida de la fe en Dios y en su Palabra revelada. Y sabe que el aspecto científico del tema, en la medida en que sea desarrollado con rectitud de espíritu y sin fraudes, debe compaginarse perfectamente con el relato bíblico, pues el Dios que creó todas las cosas y que las reveló por su Palabra es uno solo.     



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Tesoros de la Fe N°33 setiembre 2004


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