Santoral
Domingo de RamosSi bien Nuestro Señor haya entrado en Jerusalén montado en un pollino, que era la manifestación de su mansedumbre, su majestad no perdió nada con ello. Al contrario, el Evangelio narra que el pueblo lo aclamaba con entusiasmo, en una verdadera consagración. El pueblo sentía su grandeza regia. |
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Fecha Santoral Marzo 24 | Nombre |
Plinio Corrêa de Oliveira Consideraciones sobre la grandeza de la fisonomía moral de Nuestro Señor Jesucristo —su psicología, su capacidad intelectual, su actuación y otros aspectos—, tejidas por Plinio Corrêa de Oliveira durante una conferencia pronunciada el 9 de octubre de 1971. El texto que presentamos no fue revisado por él. Se ha efectuado una adaptación al lenguaje escrito y se insertaron los subtítulos, para facilitar su lectura a quienes se sientan deseosos de meditar sobre este tema durante la Semana Santa. Se me ocurrió hacer una exposición a respecto de un tema infinito, pues concierne a la persona adorable de Nuestro Señor Jesucristo. Si tuviésemos la honra y el placer de verlo cara a cara, ¿qué impresión nos causaría? ¿Sería la impresión que nos causan las imágenes que conocemos de Él? ¿O algo mayor aún, que ningún pincel y ninguna escultura consiguieron reproducir? Una meditación preliminar podría ser considerar a Jesucristo —como se debe, sin sentimentalismo— imaginando los rasgos de su persona, como el rostro, la expresión de la mirada, la voz, el porte, la fisonomía y el cuerpo. Así, se podría tener una idea más clara a su respecto. Las criaturas como medio de elevarnos al Creador
Para que hagamos una meditación de cómo sería la persona adorable de Nuestro Señor, podremos acompañar los diferentes misterios del rosario. Esto con un fundamento enteramente racional, para así obtener solidez y no quedarnos con una sensación de haber vislumbrado apenas pequeños destellos. San Juan afirmó: “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20). Está subyacente en la frase el principio de que los hombres nos sirven como escalera para que amemos a Dios. Y que, como el hombre fue creado a su imagen y semejanza, podemos hacer meditaciones sobre los hombres que nos eleven hasta el amor del Creador. Con este método de análisis se puede, en líneas generales, llegar a comprender algo de la personalidad adorable de Nuestro Señor Jesucristo. Después se podrá conferir eso con el Evangelio, para verificar si de hecho tiene fundamento. Se trata de una meditación de orden filosófico, pero también histórico, según los Evangelios. Método para conocer la índole mental de un hombre
Para trazar la fisonomía moral y la psicología de un hombre, podemos, entre otros criterios, considerarlo en su capacidad intelectual, en su valor moral y, finalmente, en su actuación. Así, concebiremos una idea sobre un determinado hombre. Jesucristo no es meramente un hombre; Él es Hombre-Dios, pero verdaderamente y plenamente hombre. Él tiene toda la naturaleza humana con su cuerpo y sangre, como también su alma humana. Imaginando la fisonomía y considerando la capacidad, podemos decir lo siguiente: la capacidad intelectual de un hombre puede ser conocida en sus matices, en su profundidad, en su valor, en sus características personales, cuando hacemos no apenas el examen de la persona, sino también de su profesión. En general, los hombres escogen una profesión de acuerdo con su índole mental. En efecto, la profesión modela la índole mental de un individuo. Y se realiza, por lo tanto, entre profesional y profesión, una especie de connubio, de conjugación, mediante la cual el hombre de gran categoría en su profesión acaba siendo un tipo característico de ella. Ejemplos: un gran diplomático. Él acaba siendo un diplomático característico, posee todo lo necesario por lo cual un diplomático se diferencia de todos los demás. Un gran guerrero acaba siendo el guerrero característico, que tiene en su personalidad todo aquello que lo diferencia de los demás. Un gran sacerdote, un gran obispo, un gran Papa, acaba siendo el sacerdote, obispo, Papa característico, que se diferencia de todos sus pares. Por eso, a través de la profesión, podemos calcular más o menos cuál es la índole mental de un individuo. Variedad de aspectos en el modo de ser del Redentor de la humanidad
Cuando analizamos la vida de Nuestro Señor Jesucristo, notamos que las circunstancias de esa vida le permitirían ejercer de modo supereminente todas las profesiones lícitas que un hombre pudiera ejercer. No existe actividad lícita alguna que Él no pudiera haber ejercido. Consideremos por ejemplo, a Jesucristo, como rey, la más alta actividad en el orden temporal. Él era de hecho, príncipe de la Casa de David. Tenía, por lo tanto, toda la nobleza, toda la superioridad, toda la grandeza del principado. En su entrada en Jerusalén el Domingo de Ramos, fue aclamado verdaderamente como Rey de Jerusalén. El pueblo exclamaba dando vivas: “¡Hosanna al hijo de David!” (Mt 21, 9). Descendiente, por lo tanto, de los antiguos reyes. Si bien Nuestro Señor haya entrado en Jerusalén montado en un pollino, que era la manifestación de su mansedumbre, su majestad no perdió nada con ello. Al contrario, el Evangelio narra que el pueblo lo aclamaba con entusiasmo, en una verdadera consagración. El pueblo sentía su grandeza regia. Nuestro Señor fue el sacerdote por excelencia. Todo el sacerdocio que existió en la Antigua Ley era una prefigura de su sacerdocio. Por otro lado, todo el sacerdocio que le sucedió es una participación de su sacerdocio. El pontífice por excelencia. Aquel que fue pontífice y víctima al mismo tiempo —porque Él fue víctima, al ofrecerse a sí mismo en sacrificio— fue quien instituyó la Santa Misa. Y, por lo tanto, el celebrante y víctima al mismo tiempo, lo que posteriormente fue consumado en el altar de la Cruz.
Deberíamos imaginar a un rey con todas las cualidades arquetípicas de rey, el más majestuoso y el más noble de los reyes que existiesen. Aún así tendríamos una pálida idea de la majestad de Jesucristo. Deberíamos imaginar un sacerdote, un pontífice, un Papa, el más plenamente papal que pudiésemos concebir. Así mismo tendríamos una pálida idea de quien fue Nuestro Señor Jesucristo. Él fue verdaderamente batallador y guerrero. Su vida fue de lucha. No apenas luchó contra los demonios, expulsándolos continuamente, sino combatió también contra el poder de las tinieblas en esta tierra, enfrentando de modo magnífico la conjuración secreta que se tramaba contra Él. Inclusive en el momento en que lo buscaban para apresarlo, los soldados querían saber quién era Jesús de Nazaret y Él respondió: “Ego sum” (Yo soy). En ese momento, todos los soldados cayeron por tierra (cf. Jn 18, 6). Es la afirmación magnífica del guerrero que, simplemente al enunciar su nombre, derriba a todos los adversarios. Él después se entregó, declarando que se entregaba porque así lo deseaba. Pues si Él quisiese, tendría muchas legiones de ángeles a su disposición. Ellos descenderían inmediatamente y liquidarían a sus adversarios. Para componer la índole moral de Nuestro Señor, imagínese al más perfecto de los guerreros de todos los tiempos y se tendrá, así, una pálida idea de aquello que Él fue. Desde las más altas actividades hasta la de trabajador manual
En cuanto diplomático, el Divino Redentor, durante su vida terrena, fue perfecto. Él trató la conjuración del Sanedrín con una inteligencia extraordinaria; ora con cuidado, escabulléndose, diciendo palabras que evitaban la confrontación; ora enfrentando con argumentos de una precisión diplomática perfecta. Cuando, por ejemplo, quisieron confundirlo, preguntando a respecto del dinero, si era lícito o no pagar impuestos al César. Percibiendo la malicia, les dijo: “Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Enseñadme la moneda del impuesto” [le presentaron entonces un denario]. Él les preguntó: “¿De quién son esta imagen y esta inscripción?” Le respondieron: —“Del César”. Entonces les replicó: “Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 18-22). Evitó así pronunciarse sobre cuestión a respecto de la cual no deseaba manifestarse. Pero les tapó la boca a aquellos que estaban queriendo enredarlo. Nuestro Señor Jesucristo como médico: ¿quién fue médico como Él? Como abogado: la bondad y la misericordia con que Él abogó por la causa de los pecadores. El Evangelio revela que Él supo alegar los atenuantes, supo encontrar los puntos necesarios para la defensa; supo después perdonar y conceder toda indulgencia. Nadie abogó como Él por la causa de los reos, de los pecadores, de los pobres y de todos aquellos que necesitaban un abogado. En cuanto trabajador manual: se puede imaginarlo en el taller de Nazaret como carpintero, realmente trabajador manual. El trabajador auténtico se siente realizado en Nuestro Señor. Punto por punto, en todas las actividades humanas, encontramos de algún modo actividades ejercidas por Él. La índole de la inteligencia y del espíritu de Nuestro Señor era tal que acumulaba al mismo tiempo —y de modo como nunca nadie alcanzó— todas las formas y grados de inteligencia correspondientes a todas las formas y grados de profesiones honestas que puedan existir. Acumulaba todo ello con una perfección difícil de imaginar, porque existe habitualmente en el hombre una limitación por donde las perfecciones se excluyen unas a otras, pero que en Él ninguna se excluía. Todos los dones de todos los pueblos de la tierra en el Divino Salvador Se pueden hacer consideraciones sobre todos los pueblos de la tierra. Consideremos al francés con su precisión, claridad y espíritu ágil; al alemán con su vigor, profundidad y sentido de lo sublime; al italiano con su don teológico, sutileza y criterio diplomático; al español con la variedad de dones que posee para el arte, la literatura, la filosofía, la teología y con su espíritu guerrero; nuestros caros portugueses, con todos los talentos que conocemos y que heredamos. Consideren pueblo por pueblo. Los árabes, los japoneses, los chinos, y se llegará a la siguiente conclusión: cada pueblo posee unos tantos dones y, porque tiene tales dones, no puede tener los demás. No es posible, por ejemplo, tener la perfección del espíritu fino y leve del francés, y la perfección del espíritu vigoroso y combativo del alemán. Son cosas que se excluyen.
Pero en Nuestro Señor Jesucristo los dones no se excluyen. Él, como cabeza de la humanidad, tenía en sí todos los dones de todos los pueblos de la tierra. Todos conciliándose armoniosamente. Él poseía la suprema grandeza del espíritu, pero el encanto francés llevado a un punto inimaginable; la fuerza del alemán en grado inimaginable. Consideren hasta la sutileza, la intuición del brasileño: Él las poseía también en un punto inimaginable. Quien conversase con Nuestro Señor percibiría que, apenas del punto de vista humano, Él tenía algo que dejaría a una persona completamente deslumbrada, sin saber qué decir en vista de su superioridad. Lo que, después, leyendo el Evangelio, se explicaría mejor. Haciendo esta meditación y leyendo después el Evangelio, se entendería con más provecho el maravillamiento de todo el pueblo cuando el Divino Redentor pasaba entre las personas. Aquella estela que Él dejaba atrás de sí, por ejemplo, en aquella actitud de la multitud, cuando Él fue entrando por el desierto, acompañándolo y sin llevar comida. Todos lo seguían maravillados. Solo en determinado momento las personas se acordaron que tenían que alimentarse. Maravillamiento en los seguidores del Hijo de Dios humanado Era tal la profusión de dones con que Nuestro Señor atraía completamente aquella multitud de almas, que las personas quedaban sin saber qué decir. Lo seguían casi perdiendo el aliento de admiración, porque Él agradaba por completo a todos; y, de un modo tan pleno y perfecto, que excedía sus expectativas. Sin embargo, no debemos considerar que Él actuase apenas de modo terreno. Como Jesucristo era Hombre-Dios, había un vínculo entre la naturaleza humana y la naturaleza divina. Por encima de la perfección intelectual inimaginable aún fluía el aspecto de la unión hipostática con la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Por lo tanto, una catarata de dones sobrenaturales correspondientes, perfectamente deslumbrantes y completamente insondables. Así, las personas tenían la sensación misteriosa de algo que las excedía completamente. E iban percibiendo la divinidad. Durante la vida de Jesús fueron transcurriendo los hechos, hasta el momento en que las personas comenzaron a darse cuenta de que Él era el Hijo de Dios.
Fluctuaba una duda en aquellos que trataban con Jesucristo. ¿Quién era Él? Comprendían que no podía ser un simple hombre. Con esa duda, Él pregunta a los discípulos: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”, como quien busca dirimir un zum-zum admirativo de conjeturas que se hacía, pero que nadie era capaz de explicar bien. Él, que era la suma claridad, la suma belleza, concedía a las personas hasta el atractivo del sumo misterio. Para el hombre, es necesario en esta vida, para que haya atracción, el misterio. Misterio que Él poseía también en un grado altísimo. Entonces las personas se preguntaban: “¿Pero quién es Él? ¡No es posible tanta grandeza en un hombre! Así un hombre no puede ser, Él rompe todos los padrones!”. Hasta el momento en que Él indaga: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” San Pedro se levantó y respondió: “Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo”. Percibimos que brotó de los labios de san Pedro un acto de fe. Jesús entonces dijo: “¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos”. Y añadió: “Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 17-18). Expresión perfectísima de todas las virtudes posibles
Consideren otro aspecto en Nuestro Señor Jesucristo: el lado moral. Cada uno de nosotros tiene una “luz primordial” — una virtud especial que marca de manera tal que, cuando nos santificamos, ese rasgo moral se explicita más claramente y se expresa, cuando alguien corresponde por entero a la gracia; entonces algo de sobrenatural se manifiesta.
Dom Chautard aborda esa cuestión en el libro El alma de todo apostolado, cuando se refiere al cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Alguien preguntó a un abogado parisiense, que había estado en la ciudad francesa de Ars: “¿Qué vio usted en Ars?” Él respondió: “Vi a Dios en un hombre”. O sea, el cura de Ars era tan santo que mirándolo se percibía a Dios, más o menos como la santa hostia puede estar en un ostensorio. El ostensorio no es la hostia, pero la hostia puede ser vista dentro del ostensorio. Así también, en san Juan María Vianney se podía ver a Dios. En la manifestación de la “luz primordial” de alguien se puede percibir a Dios. Nuestro Divino Salvador era la expresión más que perfecta de todas las luces primordiales que hubo, hay y habrá hasta el fin del mundo. De manera que todo santo o toda alma fiel, no es sino un pequeño cintilar de la perfección de Jesucristo. Cuando se ve un alma que nos agrada, que está progresando espiritualmente, se puede pensar: “Ella es un reflejo de Nuestro Señor, y, por eso, yo la estoy admirando”. Pero sabiendo que en Él todo es perfectísimo, porque todas las formas posibles de virtud Él las poseía, y de un modo tal que ninguna imagen puede dar idea. En la creación, reflejos del Divino Creador de todas las cosas
Para expresar de algún modo la completa insuficiencia de estos raciocinios y tener una idea mejor de la Persona de Nuestro Señor Jesucristo, un ejemplo que sirva de comparación. En el pasado, había en Inglaterra minas de carbón muy profundas, que formaban sucesivos pisos y en que el aire penetraba por medio de tuberías. Dentro de ellas había animales de carga que raramente veían la luz del sol. Pero cuando esos animales eran periódicamente llevados a la superficie del suelo, daban manifestaciones de enorme contentamiento. Saltaban, se arrojaban al suelo, relinchaban. Manifestaban la satisfacción por sentirse bañados por el sol. Imaginen a un hombre que naciera en una mina subterránea y nunca hubiera visto el sol. Pero habría visto fotografías del sol. Y le muestran un fogón diciendo: “El calor del sol es parecido al calor de este fogón”. Le describen cómo es el sol. Está claro que tal hombre se formaría una pequeña idea del sol. Pero cuando él, en cierto día, pudiera llegar a la superficie de la tierra y ver el sol, podría decir: “Estas cosas que me presentaron son más engaños que verdad, porque el sol es tan superior que me quedé con una pequeña idea de él. El sol excede todo completamente”. Si ese hombre imaginario poseyera un alma auténticamente católica, observando el sol podría ponerse de rodillas y adorar a Dios como creador del sol. Tendría una idea del sol en una plenitud que nunca había tenido antes. Así, estas consideraciones sobre Nuestro Señor Jesucristo nos ayudan a formarnos una cierta idea de quién es Él. Son como fotografías del sol para una persona que vive en las profundidades de las minas de carbón. Tales consideraciones sirven como que de espejo que reflejan un esbozo imperfecto de quién es verdaderamente Nuestro Señor. Otra imagen: un santo castísimo, de una pureza deslumbrante, no sería nada en comparación con la pureza de Jesucristo. O un santo veracísimo, con una fisonomía de una limpidez extraordinaria, que reflejase una sinceridad y una honestidad como nunca se vio en la tierra, no sería nada frente a la fisonomía de aquel que dijo de sí mismo: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Él es la propia honestidad, la propia rectitud, la propia sinceridad. Un santo que hubiera sido muy enérgico no daría una idea perfecta de lo que fue la energía de Nuestro Señor. Pero, al mismo tiempo, un santo suavísimo no puede darnos una idea de lo que haya sido la suavidad de Jesucristo. Todas son ideas incompletas, son esbozos de lo que Él fue verdaderamente. Debemos meditar a respecto del Divino Redentor considerando cada uno de estos aspectos, construyendo continuamente su imagen, sabiendo que nunca será completamente alcanzada, pero que en ese embeleso debemos caminar durante la vida. En el sufrimiento, Jesucristo se manifestó más plenamente Hay un rasgo de Nuestro Señor en que apareció toda su grandeza, como un fruto que se parte y exhala su mejor aroma, ofrece su mejor sabor y muestra mejor su belleza: Jesucristo en cuanto sufridor. El dolor es la circunstancia de la vida en que la miseria humana aparece más. Aplastado por el dolor, el hombre gime, huye, llora, protesta, se aniquila, se rebela. Habitualmente el dolor causa en el hombre verdadero pavor. Por otro lado, el hombre que enfrenta el dolor en sus diversas modalidades adquiere una extraordinaria hermosura de alma. No existe verdadera hermosura de alma en un hombre que nunca sufrió. A veces veo ciertas fisonomías “en blanco” en materia de sufrimiento y quedo con pena, porque los días de vida del hombre se cuentan por los días que él supo sufrir santamente. La plenitud de la vida del hombre reside en el sacrificio. Pero hay varias modalidades de sufrimiento. Ellas tocan diversas cuerdas en el alma humana y despiertan varias formas de belleza. Por ejemplo, el sufrimiento del guerrero; el sufrimiento del hombre que asiste a un enfermo; el sufrimiento del propio enfermo; el sufrimiento del diplomático dedicado; el sufrimiento del padre o de la madre que ve a su hijo partir al campo de batalla; el sufrimiento del amigo injustamente traicionado por otro amigo. Existen tantas formas santas de sufrimiento y cada una de ellas configura el alma humana con una belleza propia.
Nuestro Señor Jesucristo no tuvo un sufrimiento. Él fue el Sufridor, Él fue el Varón de los dolores. Al considerar su vida, percibimos que sufrió todas las formas de dolor que un hombre puede sufrir, lo que dio ocasión para manifestar bellezas insondables: ¡las celestiales bellezas del dolor! Triunfó del modo más bello que se pueda imaginar. Fue el más glorificado, pero también el más despreciado. El más amado y el más envidiado. Él reunió en sí contrastes armónicos inimaginables. ¿Cómo no temer presentarse ante Nuestro Señor? Con estas consideraciones es posible ir componiendo la fisonomía moral de Jesucristo. En cada rasgo del alma católica, de la vida de los santos, se puede imaginar cómo habría sido en Nuestro Señor. Después conviene verificar en el Evangelio cómo de hecho lo fue. Al leer la narración evangélica con amor, pensando en esos aspectos, haremos una buena meditación. En nuestros días se estableció el principio execrable según el cual cuando existe una persona muy elevada, muy galardonada, con mucha grandeza, se debe tener miedo de ser despreciado por ella. De ahí el temor de presentarse ante Jesucristo. San Pedro, ante Él, dijo: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Como quien dice: “Entre ustedes y yo no hay congruencia, no hay continuidad, no es posible ninguna clase de relación. Ustedes están en una tal desproporción conmigo, que ante ustedes mi papel es desaparecer, es no existir”. Esto significa no comprender exactamente a Nuestro Señor. Porque como Él posee en sí todos los grados y formas posibles de perfección, ama necesariamente todos los grados y formas posibles de virtudes existentes. Él odia el pecado, pero todo aquello que no es pecado, por pequeño y modesto que sea, es un centelleo y una expresión suya, armoniza con Él. Tal centelleo le encanta y en Él repercute en ternura y afecto. Está en el orden humano de las cosas que amemos lo grande porque es grande, y amemos lo pequeño porque es pequeño. Ejemplo: nos encanta ver un águila volando con toda aquella belleza, pero viendo un picaflor, sonreímos, como que exclamando: “¡Qué joya, qué maravilla!”. Nadie imagina un “picaflorzote” gigantesco, así como no se imagina un águila pequeñita. Jesucristo odia severamente el pecado, con total intransigencia. Teniendo todas las perfecciones, Él excluye todas las formas de imperfecciones, pero ama el bien, incluso en sus menores grados. Dios creó también a las almas con pocas cualidades, creó también a los menos inteligentes. Así, Él se complace al considerar una inteligencia pequeña, ¡pues ella participa de la inteligencia increada! Presentarse con suma confianza ante el Divino Creador
Si el Creador ama todos los grados y formas de inteligencia y de virtud, ama también los residuos, ama los restos ultrajados, pisoteados en medio del vicio, más o menos como una flor que creció rodeada de hierbas dañinas.
¿Nuestro Señor como Cabeza de la Iglesia no ama sus miembros? Hay en el Antiguo Testamento una afirmación que me impresionó mucho: “No desprecies tu propia carne” (Is 58, 7). ¿Despreciaría Jesucristo a un alma que Él mismo creó? Así comprendemos que en presencia de Jesucristo hasta el pecador, no considerado como pecador, sino en la medida en que existan en él residuos de virtud, es digno de su amor. Comprendemos por qué tantos y tantos pecadores arrepentidos se acercaban a Él con confianza. María Magdalena y el Buen Ladrón son ejemplos de ello. En vez de quedar aterrorizados ante Él, se encantaron. El hombre es ordenadísimo con relación a Dios, pero necesita de su auxilio para soportar su grandeza. Más o menos como el sol: fuimos hechos para vivir bajo el sol, pero no podemos mirarlo directamente por largo tiempo. Por eso Nuestro Señor veló sus cualidades durante su vida terrena, y solo poco a poco se fue revelando a los hombres. Comprendamos con cuánta confianza debemos dirigirnos a Jesucristo, seguros de que Él nos mira y nos ama. Él que apreció la fe de san Pedro, apreciará a cualquiera que afirme con fe: “¡Tú eres el Hijo del Dios vivo!”. Así, con toda tranquilidad y confianza, podemos ponernos en la presencia de nuestro Divino Salvador. Cuando meditamos los diversos pasos del rosario, en los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, debemos colocarnos con confianza en su presencia. De ese modo, la meditación de los hechos de su vida se ilumina, y lo amaremos y comprenderemos mejor. Sublime relación de la Santísima Virgen con Nuestro Señor
San Bernardo decía que la relación entre Nuestra Señora y su Divino Hijo es como la de la luna con relación al sol. La luna es para nuestros ojos el esplendor de la luz del sol, refleja al sol. La Virgen Santísima es el reflejo perfectísimo de Jesucristo. Nuestra Señora tampoco dejó trasparecer toda su belleza en su vida terrena. Ella se fue manifestando poco a poco, para consolar a los hombres después de la muerte de Nuestro Señor. Yo someto lo que expongo al juicio de la Iglesia, pero creo que Él es tan superabundantemente rico en bellezas, que sus contemporáneos no lo vieron todo. Y que gran parte de esa belleza por la gracia fue después revelándose sucesivamente a los santos en las diversas etapas de la historia de la Iglesia. Los santos de los tiempos de los mártires, de los tiempos de los confesores, de los tiempos de los doctores, y después los de la Edad Media y así sucesivamente, cada época fue añadiendo algo más a la figura del Redentor Divino. De ese modo, cuando se llegue al reino del Inmaculado Corazón de María —como fue previsto por san Luis María Grignion de Montfort y confirmado en Fátima—, la figura de Nuestro Señor brillará en toda su plenitud.
Cuando el último santo sobre la tierra haya visto el último esplendor en Nuestro Señor y lo haya reproducido en su alma tanto como sea posible a la naturaleza humana, la historia del mundo habrá terminado. Esta lenta manifestación, adoración y reproducción de la belleza moral de la santidad de Jesucristo ¡es la propia historia de la humanidad! Habrá llegado el momento del Juicio Final, su misión estará completamente concluida y la historia habrá finiquitado. Considerando así la figura del Salvador de la humanidad, la meditación de su vida, contemplando los misterios del rosario, adquiere una verdadera luz. Entonces, desde el primer misterio, la “Agonía en el Huerto de los Olivos” hasta el último, la “Coronación de María Santísima en el Cielo”, paso a paso se va manifestando la belleza de la fisonomía de Nuestro Señor Jesucristo.
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