Gran teólogo y renombrado escritor español, dotado de una extraordinaria popularidad en los más diversos ambientes, predicador en las Cortes del emperador Carlos V y del rey Felipe II, fue muy estimado tanto por nobles y grandes personajes cuanto por el pueblo más humilde Plinio María Solimeo El Siglo de Oro español no se compara con ningún otro periodo de la historia europea por el esplendor que alcanzó en prácticamente todos los campos de la actividad humana. Comienza, para fines de estudio, con el descubrimiento de América en 1492 y termina con el final del reinado de Felipe II. Fue el siglo de la Contrarreforma, de los grandes santos, teólogos, pensadores, literatos, pintores, músicos, en fin, de todos aquellos que contribuyeron a hacer de España la primera nación de la Cristiandad en ese entonces. Alfonso de Orozco fue uno de los santos de esa privilegiada época. Nació en Oropesa, provincia de Toledo, el 17 de octubre de 1500. Sus padres Hernando de Orozco y María de Mena, católicos fervorosos, le pusieron el nombre de Alfonso o Alonso en honor de san Ildefonso, gran defensor de la virginidad de María. Consta que tuvo al menos un hermano y que su padre se desempeñaba como gobernador del castillo local y alcaide de Torrico. Alfonso realizó sus estudios primarios en Talavera de la Reina. Al mismo tiempo que las primeras letras, aprendió música —que sería una de sus pasiones— y sirvió como seise (niño de coro) en la catedral de Toledo. Dotado de una brillante inteligencia, sus padres le enviaron a Salamanca a los catorce años de edad para continuar sus estudios. En esta célebre universidad, Alfonso se licenció en teología. Superando diversas pruebas durante el noviciado
Existen dos versiones sobre cómo nació su vocación religiosa. La primera la recoge el más conocido de sus biógrafos, Giuseppe Orengo, según la cual Alfonso, joven licenciado en teología, al oír predicar durante la Cuaresma de 1520 a santo Tomás de Villanueva —una de las mayores glorias de la Orden de San Agustín— quedó tan profundamente conmovido, que confió a su hermano Francisco, fraile agustino, su deseo de ingresar en el convento de dicha Orden en Salamanca. Ese convento era conocido en aquella ciudad universitaria como “faro luminoso de santidad y doctrina”.1 Otra versión, basada en las crónicas de la época, refiere que una noche se le apareció a Alfonso el bienaventurado patriarca san Agustín, “rodeado del esplendor que indica a los santos en la gloria celestial, con semblante majestuoso y voz autoritaria en su discurso, le dio la solemne orden de unirse a su hermano en el claustro agustiniano”.2 Cosa que Alfonso hizo.
Pero no todo fueron flores para Alfonso en el noviciado agustino. En sus Confesiones, cuenta humildemente que durante su formación estuvo tentado muchas veces de abandonar la Orden. La libertad y el clima triunfal de aquellos tiempos brillantes en España le atraían mucho, pero se oponían totalmente a la soledad del convento, a la práctica de la obediencia y a las asperezas cotidianas de la vida religiosa. Pero superó esta tentación y perseveró con firmeza, haciendo su profesión solemne en la víspera de Pentecostés de 1522. Ordenado sacerdote en 1527, se convirtió en un célebre predicador con fama de santidad. Duro consigo mismo, comprensivo con sus súbditos Por su dedicación y habilidad para gobernar, Alfonso pronto comenzó a asumir puestos de responsabilidad. Después de ser ordenado sacerdote, fue nombrado predicador de la Orden, y ocupó sucesivamente otros cargos como el de prior y definidor de la Provincia de Castilla, a la que pertenecía. En su papel de dirigente, fue duro consigo mismo, pero lleno de comprensión hacia sus súbditos. Sin embargo, su gran deseo era ser misionero en el nuevo continente. Así que en 1547 se embarcó con destino a México. Pero este no era el designio de la Divina Providencia, que le destinaba a grandes cosas en la propia España. Durante el viaje sufrió un grave ataque de artritis, que le hizo regresar a la península.* Importantes funciones en la Corte española
Entre los cargos que desempeñó en la Orden, como superior del convento de Valladolid, fue nombrado predicador real por el emperador Carlos V, oficio que conservó posteriormente bajo Felipe II, quien también le eligió como consejero. Por esta razón, cuando la Corte se trasladó de Valladolid a Madrid, Alfonso también se desplazó hasta allí en 1560, pasando a vivir en el convento agustino local, conocido como San Felipe el Real. Su fama como confesor y director de conciencias creció hasta tal punto que príncipes y ministros se disputaban por recibir sus consejos y orientación espiritual. La infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, dejó un testimonio favorable sobre las virtudes de fray Alfonso en su proceso de beatificación. Lo mismo hicieron los duques de Alba y de Lerma, y los escritores Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Gil González Dávila. Muchos honores se le ofrecieron entonces, pero el santo siempre los rechazó. Ni siquiera aceptaba los estipendios que el rey le ofrecía por sus servicios, reafirmando su deseo de vivir como un simple y humilde fraile. Por eso, al renunciar a todos los privilegios que podía obtener por su condición de predicador real, participaba asiduamente en los actos de su comunidad, comportándose en todo como un hermano más del convento. El tiempo libre que le quedaba, después de cumplir con las obligaciones de la Corte, Alfonso lo empleaba en atender a quienes necesitaban su consejo o ayuda, así como visitar a los enfermos y encarcelados. Su caridad para con los pobres era tan grande que muchas veces el propio rey Felipe II necesitó sacar de apuros a su predicador, pagando las deudas contraídas por socorrer copiosamente a los necesitados. Esto ocurría tanto en Madrid como en Toledo y otras ciudades del reino.
Conocido como “el santo de San Felipe” Su correspondencia muestra, por el número de cartas que escribió y las que recibió, la amplitud de sus relaciones sociales. Se destacó además como escritor hispanista y latinista, habiendo redactado varias historias de su Orden. Se dice que la Santísima Madre de Dios se le apareció en sueños y le dijo: “¡Escribe, Alfonso —le dijo—, escribe!”. Por ello, nuestro santo se dedicó de modo particular a comunicar por escrito su amor a la Orden en la que había profesado, interesándose por su historia y espiritualidad, componiendo varias obras sobre estos temas, como unas Instrucciones para religiosos, un Comentario a la Regla y una Crónica del Glorioso Padre y Doctor San Agustín, de los santos y beatos y de los doctores de la Orden. Compuso también varias obras ascético-místicas en las que podemos ver el fuego que inflamaba a aquellos santos de la Contrarreforma. Gran devoto de la Santísima Virgen, escribió sobre ella, ya octogenario, el Tratado de la Corona de Nuestra Señora.
Cabe señalar que toda la frondosa actividad de san Alfonso de Orozco —predicación, escritura, apostolado en el confesionario y dirección de almas— fue fruto de su constante oración y contemplación. Sentía la responsabilidad de transmitir a los demás lo que recibía en la oración. Su condescendencia hacia todos, ricos y pobres, nobles y plebeyos, les ayudaba en sus dificultades materiales y morales, por lo que llegó a ser conocido como “el santo de San Felipe”, nombre del convento donde residía. También fundó dos conventos de agustinos y tres de monjas agustinas de clausura, transmitiendo a todos un testimonio de amor por la vida contemplativa. San Alfonso estuvo dotado de muchos dones extraordinarios, como el de prever el futuro. Así, predijo la victoria de España sobre las fuerzas francesas en la batalla naval librada en el Canal de la Mancha en 1555. Del mismo modo presagió la derrota de la flota comandada por el duque de Medinaceli, virrey de Sicilia, y Juan Doria —que incluía barcos de España, Génova, Toscana, los Caballeros de Malta y los Estados Pontificios— contra el almirante otomano Dragut en 1560.
A un obispo que iba a viajar a América del Sur, le reveló que le esperaban persecuciones y sufrimientos en el nuevo continente. Por razones que desconocemos, el prelado fue arrojado a una lóbrega prisión en Quito y conoció la verdad de la predicción. A la conspicua edad de 91 años, en agosto de 1591, fue atacado por una violenta fiebre y se halló en el umbral de la muerte. Se dice que durante su agonía, Nuestro Señor, la Santísima Virgen y san Agustín se aparecieron junto a su lecho, ayudándole a prepararse para la eternidad. Fray Alfonso de Orozco murió en Madrid, en el Colegio de Doña María de Aragón, que él mismo había fundado, el 19 de setiembre de 1591. La noticia de su muerte atrajo a multitudes al convento, todos deseosos de ver una vez más “al santo”. Su proceso de beatificación comenzó en 1676 bajo el pontificado de Inocencio XI, cuando recibió el título de “siervo de Dios”. El Papa Clemente XII aprobó la heroicidad de sus virtudes el 15 de agosto de 1732, concediéndole el título de “venerable”. Pero no fue hasta enero de 1882 cuando León XIII, luego de aprobar dos curaciones milagrosas obtenidas por su intercesión, lo beatificó. Pasaría más de un siglo antes de que fuera canonizado por Juan Pablo II, el 19 de mayo de 2002.3
Notas.- 1. Cristina Siccardi, Sant’ Alfonso de Orozco, https://www.santiebeati.it/dettaglio/90141.
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