Manifestación de los errores de Rusia aludidos en Fátima El 17 de julio de 1918, a raíz de los trágicos acontecimientos de la Revolución Comunista, un crimen monstruoso consumó la extinción del trono tres veces secular de los Romanov. Instituciones, ambientes y costumbres fabulosas, frutos del impulso del alma rusa hacia lo sublime, el esplendor y la magnificencia, quedaron reducidos a escombros. Renato Murta de Vasconcelos Bajo el sigilo de la noche, en el sótano de una casa perdida en los Urales rusos, una ráfaga de disparos, gemidos y golpes de bayoneta. Al olor de la pólvora se añade el de la sangre, que fluye en profusión. Con este bárbaro asesinato —o “procedimiento”, según Yákov Yurovski, jefe de los asesinos—, los bolcheviques pusieron fin a la vida de Nicolás II, de su familia y de algunos fieles servidores. La masacre de la familia imperial rusa sirvió de inspiración y modelo para todos los dictadores comunistas (sean Lenin o Stalin, Mao o Pol Pot, Castro o Maduro), que dicen actuar “en nombre del pueblo”, “por el bien del pueblo”, en su afán de instaurar criminalmente una sociedad antinatural, atea e igualitaria.1 Una familia que hizo historia
Hasta mediados del siglo XIX, Rusia parecía un inmenso y vetusto palacio, con algunas partes espléndidas y otras amenazando colapsar. Eran necesarias ciertas reformas, como las que podrían haberse llevado a cabo en Francia antes de 1789, pero sin destruir la magnífica construcción erigida a lo largo de los siglos. Contemporáneo de Marx, que publicó el Manifiesto Comunista en 1848, el zar Alejandro II había decretado en 1862 el fin del régimen de servidumbre, abriendo así la posibilidad de que los campesinos asumieran la condición de pequeños propietarios, dejando la de “colonos”. Sin embargo, el fin de la servidumbre en Rusia dio lugar a una gran efervescencia en la población rural, constituyendo un caldo de cultivo para el descontento de los grandes propietarios pertenecientes a la nobleza y élites análogas, que perdían así mano de obra barata. Por su parte, los medios estudiantiles oriundos de la pequeña y mediana burguesía estaban impregnados de ideas revolucionarias, que se expresaban en el deseo de los moderados de una monarquía constitucional y en el afán de los radicales de instaurar un gobierno anárquico. En la segunda mitad del siglo XIX, grupúsculos anarquistas atentaron en repetidas ocasiones contra la vida de Alejandro II. El último de ellos —un atentado con bomba en los alrededores del Palacio de Invierno de San Petersburgo el 13 de marzo de 1881— se cobró la vida del Emperador y de varios miembros de su guardia.
En un clima de lenta y creciente efervescencia, que socavaba los pilares del gobierno imperial, Alejandro III ascendió al trono. No simpatizaba con las tendencias liberales de su padre, y su gobierno representó un enfriamiento en el proceso de modernización de la monarquía rusa. En efecto, era necesario que Rusia se adaptara a los nuevos tiempos, depurando lo que había quedado obsoleto, pero manteniendo y perfeccionando las estructuras tradicionales. Todo ello podría haberse hecho sin concesiones al espíritu revolucionario. Aunque Alejandro III tenía un carácter fuerte, no había sido educado para el trono, pues era el tercero en la línea sucesoria. Carecía de perspicacia y tacto políticos, más bien parecía un mujik coronado, y legó a su sucesor un país acosado por espinosos problemas sin resolver. La familia de Nicolás II El último zar de Rusia, Nicolás II, nació el 18 de mayo de 1868 y ascendió al trono a la edad de 26 años, como consecuencia de la muerte prematura de su padre, un gigante con mala salud. Culto, prudente, extremadamente tímido, no estaba debidamente preparado para gobernar un imperio con más de 100 millones de habitantes, repartidos en un territorio continental. Podría haber dicho, como Luis XVI, al asumir el trono de Francia: “Reinamos demasiado pronto”. El mismo año de su ascensión al trono, Nicolás II se casó con la princesa Alicia, hija de Luis IV, gran duque de Hesse, y de la princesa Alicia del Reino Unido. Este matrimonio contravino los deseos de sus padres, que pretendían verlo unido a Elena de Orleans, hija del conde de París. La nueva zarina, que adoptó el nombre de Alejandra Fiódorovna, dio a su marido cuatro hijas —Olga, Tatiana, María y Anastasia— y un hijo, el zarévich Alexei. El día de la boda, una catástrofe ensombreció la alegría general. Cuando se procedía a la distribución de los regalos entre la población, una avalancha degeneró en pánico. Cientos de personas cayeron al suelo y murieron pisoteadas por la multitud enloquecida. Esta tragedia bien pudo haber sido un presagio de las que vendrían posteriormente.
Disturbios en Moscú y San Petersburgo A fines de 1904 estalló la guerra entre el Imperio Ruso y el Imperio Japonés. Rusia poseía entonces la sexta armada más grande del mundo, compuesta por las flotas del Pacífico, el Báltico y el Mar Negro. Después del desastre de Port Arthur en la batalla de Tsushima, los barcos restantes de la flota del Pacífico y los de la flota del Báltico se coligaron en el fondo del mar. Al final de la desastrosa guerra, Rusia se quedó apenas con la flota del Mar Negro, que por cierto estaba en rebelión. También perdió sus concesiones en Manchuria, y veinticinco mil soldados fueron tomados prisioneros por los japoneses.
Concomitantemente con el estallido de la guerra ruso-japonesa, se produjo lo que podrían llamarse los “Estados Generales de Rusia”. En noviembre de 1904 —bajo la mirada complaciente del ministro del Interior, Sviatopolski-Mirski— los líderes provinciales de toda Rusia acudieron a San Petersburgo, donde comenzaron a reunirse en las casas de eminentes liberales para discutir cambios constitucionales. Se dividieron en dos facciones: una, conservadora, defendía el establecimiento de un órgano consultivo del zar; la otra, avanzada, quería la creación de un Parlamento con función legislativa. Hasta entonces, el pueblo se había mantenido al margen de los tumultos políticos, pero el desastre de la guerra con Japón dio pretexto a los disturbios en Moscú y San Petersburgo. La presión a favor de cambios que restringieran el régimen autocrático procedía casi exclusivamente de revolucionarios profesionales, estudiantes universitarios y terratenientes del interior. Esta situación cambió radicalmente con los sucesos del famoso “Domingo Sangriento” (9 de enero de 1905), cuando el pope (sacerdote ortodoxo) Gapón encabezó una manifestación obrera cuyo objetivo era presentar al zar la petición de convocar una asamblea constituyente. Las tropas obstruyeron el acceso al Palacio de Invierno, pero los obreros de la vanguardia no consiguieron retroceder ni dispersarse, debido a la presión de los obreros de la retaguardia. Entonces las tropas abrieron fuego, matando a unos 200 manifestantes e hiriendo a casi mil. Una ola de indignación azotó el país. Indeciso, el zar vaciló, pero finalmente accedió a convocar un consejo consultivo de “hombres honrados” elegidos por la nación.
El 6 de agosto de 1905, el primer ministro Serguei Witte anunció la próxima convocatoria de una Duma de Estado (la Cámara Baja del Parlamento) formada por diputados elegidos. La Cámara Alta era el Consejo de Estado de la Rusia Imperial, compuesta por miembros nombrados por el clero y por la nobleza. Dos meses más tarde, en el Manifiesto de Octubre, el zar prometió conceder al pueblo una serie de libertades civiles, ampliar el sufragio universal y establecer la regla inviolable de que ninguna norma tendría fuerza de ley sin la aprobación de la Duma. Por primera vez en la historia de Rusia, se iba a debatir libremente la promulgación de leyes fundamentales (nunca se empleó el término constitución) para limitar la autoridad imperial. Octubre de 1917: los bolcheviques toman el poder
El estallido de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) precipitaría el desmoronamiento del Imperio ruso, y también de los llamados imperios centrales (Alemania y Austria). Hasta 1914, todos los levantamientos e intentos de derrocar al gobierno ruso habían sido infructuosos, debido a la presencia activa del ejército. Pero el conflicto mundial exigió el traslado de las tropas al frente occidental, desguarneciendo así a San Petersburgo y a Moscú, que quedaron a merced de la propaganda y la agitación revolucionarias, llevadas a cabo no solo por los bolcheviques, sino también por otros elementos de izquierda, como los socialdemócratas y los socialistas-revolucionarios. Nicolás II habría actuado sabiamente si no hubiera declarado la guerra a los Imperios Centrales tras el ataque de Sarajevo, conservando así con toda probabilidad su trono. A pesar de algunos éxitos iniciales, siguieron derrotas humillantes para el orgullo ruso. Convencido de su responsabilidad personal en la defensa de Rusia, el zar resolvió entonces asumir personalmente el mando de todas las tropas. Decisión desastrosa, pues no estaba apto para el cargo, y a raíz de ello se le atribuyó la responsabilidad de todas las derrotas militares. El enorme costo en vidas humanas, la carestía, la prolongada e interminable guerra sin perspectiva de victoria, todos estos factores proporcionaban pretextos para la agitación revolucionaria. El 22 de febrero de 1917, tranquilizado por el ministro del Interior Alexander Protopopov, Nicolás II partió hacia el frente de batalla. No habían transcurrido 24 horas cuando estallaron desórdenes en San Petersburgo en una manifestación por el Día Internacional de la Mujer. En la Duma, reabierta el día 14, los diputados de izquierda, entre ellos Kerensky, criticaron ásperamente al gobierno, incitando al pueblo.
La situación se agravó el día 24, cuando doscientos mil trabajadores —entre huelguistas y desempleados— irrumpieron en la avenida Nevsky, la más importante de la capital, saqueando tiendas y gritando “abajo la autocracia”, “abajo la guerra”.
La incipiente rebelión estuvo a punto de ser sofocada al día siguiente por un simple telegrama del zar al comando militar en la capital, ordenando restablecer el orden por la fuerza. Sin embargo, en la plaza Znamienski, las tropas del regimiento Pavloski dispararon contra una multitud que no acató la orden de dispersarse. Cuarenta manifestantes resultaron muertos, y este fue el detonante de la revuelta de la guarnición de San Petersburgo. En la mañana del 27 de febrero, tres regimientos de la capital se amotinaron. Los oficiales fueron linchados. El Ministerio del Interior fue saqueado. La turba, azuzada por los agitadores, irrumpió en tiendas, restaurantes y residencias privadas.2 Se invadieron los arsenales y se robaron miles de fusiles. La bandera roja fue izada en el Palacio de Invierno. Al día siguiente, 28 de febrero, conscientes de que el zar había decretado la disolución de la Duma, los diputados desacataron la orden y formaron una junta ejecutiva de doce miembros —diez “progresistas” y dos socialistas, uno de los cuales era Kerensky— llamada “Comité provisional de los miembros de la Duma para el restablecimiento del orden”. Ese mismo día también se fundó el Soviet de Petrogrado, compuesto por “diputados” elegidos al azar en fábricas y cuarteles.
Nicolás II se encontraba en Pskov, en el frente. Aturdido por la precipitación de los acontecimientos, y bajo la presión de la Duma, de altos oficiales del ejército y, desgraciadamente, de importantes nobles, resolvió abdicar el día 2 de marzo. Primero en favor de su hijo Alexei. Después, teniendo en cuenta la hemofilia del zarévich, enfermedad incurable en aquella época, transfirió la corona a su hermano, el Gran Duque Miguel, que se negó a aceptarla sin elecciones generales y confirmación previa del Parlamento. Las riendas del poder en Rusia pasaron entonces al Gobierno Provisional, encabezado inicialmente por el príncipe Lvov, de tendencia liberal, y más tarde por Alexander Kerensky, pero con el Soviet de Petrogrado a su lado, con poderes similares a los de la Comuna de París de 1793. Era el momento de la entrada en escena de Lenin, exiliado en Suiza desde 1914.3 Junto con otros 32 “camaradas”, partió de Zurich el 27 de marzo —en un tren proporcionado por el gobierno alemán y con “estatus extraterritorial”— rumbo al Báltico, en el norte de Alemania, donde embarcó en un vapor con destino a Estocolmo. Desde allí se dirigió a San Petersburgo. Hacia la medianoche del 3 de abril llegó a la estación Finlandia, donde fue recibido con los acordes de la Marsellesa (los bolcheviques se consideraban sucesores de los jacobinos de la Revolución Francesa).
Los acontecimientos de febrero y marzo de 1917 constituyen la Revolución Rusa propiamente dicha, con la caída del trono y la instauración de un gobierno provisional, débil e indeciso, pero necesario como elemento de transición y de preparación de los espíritus para lo que vendría después.4 La posterior revolución de octubre no fue más que un “putsch”, por medio del cual los bolcheviques se adueñaron del poder.5 Encarcelamiento de la familia del zar
Nicolás II, su esposa y sus hijos pasaron los meses siguientes a la abdicación bajo arresto domiciliario en el palacio de Tsárskoye Seló, en las inmediaciones de San Petersburgo. Sin embargo, la presencia del zar y su familia constituía una grave molestia para los nuevos gobernantes de Rusia. Tanto es así que entablaron negociaciones con Inglaterra para conseguir el exilio de la familia imperial. En el último momento, el Gobierno de Su Majestad británica dio marcha atrás, temiendo la reacción desfavorable del Labour Party, el Partido Laborista. A comienzos de agosto de 1917 era inminente un ataque alemán a la capital, lo que llevó a Kerensky a ordenar el traslado de la familia imperial y algunos sirvientes a Tobolsk, ciudad situada en la Siberia occidental. Instalados en la mansión del gobernador, las condiciones de detención eran tolerables, y la familia del zar disfrutaba de una vida modesta y sencilla. Las tres hijas mayores, incluso, habían trabajado caritativamente en el hospital de guerra desde 1914, para desconcierto de la gente menuda, que se sorprendía de ver a las princesas vestidas como simples enfermeras. A diferencia de Tsárskoye Seló, donde sufrían el acoso constante de los agitadores comunistas, la vida transcurría a su ritmo normal. Las campanas de la iglesia repicaban todos los días, y los residentes se reunían frente a la casa para saludar a la familia del zar. “Aquí estamos bien, vivimos en calma y paz”, escribió el zar el 10 de diciembre de 1917.
Dos meses más tarde, los bolcheviques derrocaron al Gobierno Provisional. Una vez encaramados al poder, ignoraron a la familia imperial hasta marzo de 1918. La firma del acuerdo de Brest-Litovsk —que, entre otras cosas, liberó a las naciones bálticas, a Polonia y a Ucrania— despertó a su vez gran insatisfacción en Rusia. Los bolcheviques temían tanto una restauración monárquica, que incluso contemplaron la posibilidad de un juicio público del depuesto zar, al estilo de lo que la Convención hizo en Francia con Luis XVI. A fines de mayo, sin embargo, resolvieron entregarlo a él y a su familia al Soviet de Ekaterimburgo6, que los encarceló en la casa “requisada” al comerciante Ipatiev, destinada a “servicios especiales”.
En esta casa Ipatiev, la familia del zar se vio reducida a vivir en completo aislamiento, con su médico y unos pocos sirvientes. Sus carceleros levantaron una doble empalizada alrededor del edificio, y todas las ventanas fueron cubiertas de cal. A Nicolás II apenas se le permitía pasear por un pequeño jardín dos horas al día. Y el zarévich Alexei, de 13 años, aquejado de hemofilia, estuvo postrado en cama prácticamente todo el tiempo. Por orden de Lenin, la cobarde ejecución El 27 de junio de 1918, el jefe del soviet local, Jakob Jurovsky, asumió el mando en la casa de Ipatiev. “Vimos al nuevo comisario … su cara es muy desagradable”, anotó en su diario la zarina. El 16 de julio, Alejandra escribió en su diario: “Jugué a las cartas con Nicky. A las 10 a la cama. 15 grados”. El descanso de la familia imperial no duraría mucho: “El pelotón de fusilamiento ya estaba preparado en la habitación de al lado, los Romanov no sospechaban de nada”, contó más tarde Yurovski.7 Por orden directa de Lenin y de Jacob Sverdlov, su mano derecha, Jurovski había sido escogido para encargarse de la masacre, como se comprobó después de la apertura de los archivos soviéticos.
Alrededor de la 1:30 de la madrugada los despertaron a todos, con órdenes de ir al sótano, so pretexto de que había disturbios en la ciudad. Media hora más tarde, el zar, la zarina, sus cinco hijos, la dama de compañía, el médico y dos sirvientes fueron conducidos al sótano. Yurovski entró en la pequeña habitación, acompañado por guardias armados. Sus memorias relatan la tragedia con una frialdad brutal: “Cuando el destacamento hubo entrado, dije a los Romanov que, dado que sus parientes proseguían su ofensiva contra la Rusia soviética, el Comité Ejecutivo del Sóviet de los Urales había tomado la decisión de fusilarlos. Nicolás dio la espalda al destacamento y se colocó de cara a su familia. Entonces, como recogido sobre sí mismo, se dio la vuelta y preguntó: ‘¿Qué? ¿Qué?’. Rápidamente repetí lo que acababa de decir y ordené al destacamento que se preparara. A sus integrantes se les había dicho previamente a quién dispararle y que apuntaran directamente al corazón para evitar el exceso de sangre y para terminar rápido. Nicolás no dijo nada más. Se volvió de nuevo hacia su familia. Los demás exclamaron algunas incoherencias. Todo esto duró algunos pocos segundos. Después comenzó el tiroteo, que duró dos o tres minutos. Yo maté a Nicolás en el acto”.8 La muerte del zar fue inmediata. No ocurrió lo mismo con la zarina y las princesas, cuyas joyas cosidas en los corsés rebotaron en las balas. A continuación, recibieron un disparo en la cabeza. La joven Anastasia, que aún respiraba, fue rematada a bayonetazos. Cuando el pequeño Alexei herido aún gemía, Yurovski le propinó brutales patadas en la cabeza y le disparó dos veces en la oreja.
Los cadáveres, una vez saqueados, fueron llevados a un claro cerca de la aldea de Koptiaki. Allí los descuartizaron, les deformaron sus rostros con ácido sulfúrico y luego los quemaron. Como versión oficial, los soviéticos esparcieron la noticia de que la familia del zar había sido “muerta en un intento de fuga”. * * * Bajo el sigilo de la noche, en el sótano de una casa perdida en los Urales, con una ráfaga de disparos, entre gemidos y golpes de bayoneta… así se extinguió una dinastía multisecular.9 Por el odio bárbaro de los comunistas, cuyos herederos pretenden hoy enarbolarse como defensores de los derechos humanos.
Notas.- 1. Inspiración y modelo, sí, porque en 1918 el gobierno bolchevique estaba reducido a un estado de “cadáver andante” —como dijo entonces un alemán residente en Moscú—, atacado por todas partes y abandonado por muchos partidarios. Para retener a sus elementos radicales, era necesario un acto de carácter altamente simbólico y cruel, era necesario “quemar las naves” y atar a la Revolución a todos los indecisos, con la soga de la infamia y de un gran crimen. León Trotsky lo admitió en sus memorias: “La decisión fue no solo oportuna, sino necesaria. La severidad de este castigo demostró a todo el mundo que seguiríamos luchando de manera inmisericorde, sin reparar en nada. La ejecución de la familia del zar era necesaria no solo para atemorizar, causar horror e infundir una sensación de desesperanza en el enemigo, sino a la vez para dar una sacudida a nuestras propias filas, para mostrarles que no habría retirada, que lo que teníamos por delante era la victoria total o la perdición total” (apud Richard Pipes, La Revolución Rusa, Ediciones BestBolso, p. 236).
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Exterminio de la Familia Imperial Rusa (p. 4) Homenaje a Santo Tomás de Aquino (p. 12) |
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