Vidas de Santos Beato Pío IX

La cruz de las cruces

El Papa de la Inmaculada Concepción, del Syllabus y de la infalibilidad pontificia. Enfrentó con valentía al “Risorgimento” italiano y a sus vínculos históricos e ideológicos con la Revolución Francesa.

Plinio María Solimeo

Escribir sobre un Papa que murió a los 86 años de edad y que durante más de seis lustros estuvo al frente de la Iglesia en una de las épocas más agitadas de su historia, gobernándola con sabiduría en sus múltiples emprendimientos, es casi imposible en un espacio tan reducido. Por ello, nos limitaremos a exponer los rasgos principales del pontificado de este bienaventurado Pontífice, basándonos sobre todo en la excelente obra del profesor Roberto de Mattei,OSB *1 de la que se transcriben entre comillas las citas cuyas fuentes no se mencionan; el resto proceden del valioso artículo de Michel T. Ott para la Enciclopedia Católica.

Influencia de san Vicente Pallotti

Juan María Mastai Ferretti, el futuro Pío IX, nació el 13 de mayo de 1792 en Senigaglia, Italia. Proveniente de una familia de la nobleza local, estudió en el colegio de los padres escolapios de Volterra. Como sufría de epilepsia, no pudo seguir la carrera militar. En 1809 fue a Roma para estudiar teología, pero tuvo que abandonar sus estudios en 1812 por problemas de salud. Fue miembro de la Guardia Noble Pontificia, pero también tuvo que desistir a causa de su enfermedad. A pesar de estos padecimientos, su larga vida comprendió un pontificado de 32 años, el más largo de la historia después del de san Pedro.

En 1815 el joven Mastai Ferretti tuvo un encuentro providencial con san Vicente Pallotti (1795-1850), quien le profetizó el pontificado. A partir de entonces, la Virgen de Loreto le curó gradual y definitivamente. Frente a las ideas que marcaron su época —“el iluminismo, las turbulencias del periodo napoleónico, el surgimiento de la cuestión obrera que culminó en el ‘manifiesto comunista’, las tendencias liberales, los movimientos nacionalistas en Europa y el desarrollo de la prensa”— el padre Pallotti “dirigió su atención a la urgente necesidad de reavivar la fe y de despertar la caridad entre los católicos para anunciar a todos los pueblos la buena nueva de la salvación”.2

Arzobispo, cardenal y Papa

Al retomar sus estudios de teología, fue ordenado sacerdote en 1819. En 1823 acompañó a Mons. Juan Muzi en la primera misión pontificia en América del Sur, permaneciendo en Chile por espacio de dos años. A su regreso, en 1825, fue nombrado canónigo de Santa María in Via Lata y director del gran hospital de San Miguel. Finalmente, en 1827, León XII lo nombró arzobispo de Spoleto, donde siguió una línea pacificadora y moderada.

En 1831, los revolucionarios italianos partidarios de la independencia de su país con respecto a Austria se enfrentaron al ejército imperial y fueron derrotados. El arzobispo Ferretti los convenció de que depusieran las armas y se dispersaran. Les dio suficiente dinero para que volvieran a sus casas y les procuró el perdón del comandante austriaco.

Al año siguiente, Mastai Ferretti fue trasladado a la sede de Imola. El 14 de diciembre de 1840 fue proclamado cardenal (en 1839 ya había sido creado cardenal in péctore), conservando la sede de Imola, hasta convertirse en sucesor de Gregorio XVI en junio de 1846. Era el candidato de los cardenales liberales, que deseaban reformas políticas moderadas.

El nuevo Papa aceptó con renuencia la tiara y tomó el nombre de Pío en memoria de Pío VII, su benefactor. Por su caridad hacia los pobres, bondad de corazón y perspicacia, fue recibido con alegría por el pueblo.

En su primera encíclica (Qui Pluribus, del 9 de noviembre de 1846) Pío IX deplora la opresión de los intereses católicos, las intrigas contra la Santa Sede, las maquinaciones de las sociedades secretas, los sectarismos, las asociaciones bíblicas protestantes, el indiferentismo religioso, las falsas filosofías, el comunismo y el libertinaje de la prensa.

La huida a la ciudad de Gaeta

Durante la revolución de 1848, estando Roma en poder de los revolucionarios que pretendían proclamar la república, el palacio papal del Quirinal fue rodeado. Con la ayuda del embajador bávaro, el Papa logró escapar disfrazado de simple sacerdote a Gaeta, donde se le unieron otros cardenales. Entonces apeló a Francia, Austria, España y Nápoles, y el 29 de junio las tropas francesas comandadas por el mariscal Oudinot restablecieron el orden en la Ciudad Eterna.

El 12 de abril de 1850, el Sumo Pontífice pudo regresar a Roma. A partir de entonces abandonó su política liberal, convirtiéndose cada vez más en un firme contrarrevolucionario.

El dogma de la Inmaculada Concepción

Después de haber escuchado los pareceres de una comisión teológica y de los obispos favorables a la Inmaculada Concepción, el 8 de diciembre de 1854, Pío IX proclamó solemnemente, ante una multitud de cardenales, obispos, religiosos y más de cincuenta mil fieles, que “la gloriosa Madre de Dios había sido concebida, desde el primer instante de su concepción, libre de toda mancha”.

“Todos los presentes afirman que, en el momento de la proclamación del dogma, el rostro de Pío IX, bañado en lágrimas, fue iluminado por un haz de luz que bajó de lo alto”, como se declara en la Positio (libro que resume toda la documentación y los testimonios de que el Siervo de Dios vivió en grado heroico las diez virtudes: las teologales, las cardinales y, si es religioso o clérigo, las de pobreza, castidad y obediencia).

El Papa Pío IX se despide del rey Fernando II al regresar a Roma después de su exilio napolitano, Filippo Bigioli, 1885 – Óleo sobre lienzo, Museos Vaticanos

El Sumo Pontífice declaró más tarde a una religiosa que en aquel momento “Dios mismo comunicó a mi espíritu un conocimiento tan claro y tan vasto de la incomparable pureza de la Santísima ­Virgen que me perdí como en un abismo en la profundidad de ese conocimiento que ninguna lengua puede describir”.

El profesor De Mattei escribe: “En los difíciles años que marcaron su ascensión al trono de San Pedro, Pío IX decidió confiar su pontificado y la causa misma de la Iglesia católica, con una solemne definición dogmática, a Aquella que desde la infancia siempre había invocado como Virgen Dolorosa […]. Según el testimonio de una religiosa del Sagrado Corazón de Jesús, Pío IX habría tenido la intuición de proponer otras dos definiciones dogmáticas relativas a la Santísima Virgen: la Asunción y la Mediación Universal”. El dogma de la Asunción fue proclamado posteriormente por Pío XII, en 1950. Queda aún por resolver el de la Mediación Universal de la Madre de Dios, cuya proclamación es ardientemente anhelada por muchísimos fieles católicos en el mundo entero.

Al año siguiente, 1855, cuando el gobierno del Piamonte aprobó una ley de supresión de las órdenes religiosas, Pío IX fulminó con una excomunión mayor a todos los que habían propuesto, aprobado y sancionado aquella infame legislación.

La encíclica Quanta Cura y el Syllabus

En varias ocasiones, personas influyentes habían sugerido a Pío IX que publicara un documento condenando los numerosos y perniciosos errores de la época. El Pontífice entonces “encargó al cardenal Fornari, que presidía los trabajos de la Comisión Pontificia, que consultara la opinión de algunos conocidos laicos y eclesiásticos de renombre, entre los que se encontraban el conde Avogadro della Motta, monseñor Louis Édouard Pie, Louis Veuillot y Donoso Cortés”.

Después de marchas y contramarchas, el 8 de diciembre de 1864, la encíclica Quanta cura condenó dieciséis proposiciones relativas a los errores de la época. La encíclica iba acompañada del famoso Syllabus errorum, una lista de 80 proposiciones que condenan el panteísmo, el naturalismo, el racionalismo, el indiferentismo, el socialismo, el comunismo y la masonería.

La promulgación del dogma de la Inmaculada Concepción, Francesco Podesti, s. XIX – Pintura al fresco, Sala de la Inmaculada, Museos Vaticanos

El Concilio Vaticano I

Habían pasado tres siglos desde la clausura del Concilio de Trento cuando en setiembre de 1864 Pío IX decidió convocar un Concilio Ecuménico como remedio a los graves males de la época. Anunció oficialmente la convocatoria en junio de 1868, programando su apertura para el 8 de diciembre de 1869. Los preparativos habían sido meticulosos. Desde 1865 había instituido una comisión cardenalicia con los teólogos más autorizados de las distintas disciplinas como consultores.

El 18 de julio de 1870 proclamó el dogma de la Infalibilidad Pontificia mediante la bula Aeterni Patris. “En el instante en que Pío IX entonó el Te Deum, el sol, atravesando inesperadamente las nubes, iluminó la basílica de San Pedro, dejando que un rayo descendiera sobre el rostro conmovido del Papa, como ya había sucedido con ocasión de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción”.

Fue el último acto del Concilio Vaticano I, pues al día siguiente, 19 de julio, Prusia declaró la guerra a Francia. “Así se puso en marcha la sucesión de acontecimientos que iba a concluir con la ocupación de Roma el 20 de setiembre, con el aplazamiento del Concilio hasta ‘un momento más oportuno y más propicio’”. De hecho, el 11 de setiembre unos 60.000 hombres de las fuerzas italianas invadieron Roma, defendida por tan solo 13.000 soldados del ejército pontificio. Por eso mismo, el Papa había dado a estos últimos la orden de rendirse tan pronto se verificara la agresión.

La caída de Roma marcó el fin del poder temporal de la Santa Sede. Desde entonces, Pío IX se encerró voluntariamente en el Vaticano y pasó a considerarse como prisionero.

Singular virtud y grandes realizaciones

El pontificado de Pío IX estuvo lleno de otras grandes realizaciones, como el restablecimiento de la jerarquía católica en Inglaterra, Holanda y Escocia; la condenación de las doctrinas galicanas; el envío de misioneros al Polo Norte, la India, Birmania, China y Japón; la creación de un dicasterio para asuntos orientales. Asimismo, fomentó ampliamente la devoción al Sagrado Corazón de Jesús.

Según el teólogo Michael T. Ott, en su artículo para la Enciclopedia Católica, “el saludable y extenso crecimiento de la Iglesia durante su pontificado se debió principalmente al desprendimiento de sí mismo”, y al hecho de que contribuyó en gran medida al florecimiento de la Esposa Mística de Cristo eligiendo “para cargos eclesiásticos importantes solo a hombres famosos tanto por su piedad como por su sabiduría”. Esto explica también la casi unanimidad de los obispos a favor de las grandes decisiones pontificias.

Urna con los restos del beato Pío IX, expuestos en la basílica romana de San Lorenzo Extramuros

Mons. Pietro Balan, historiador citado por De Mattei, describe así a Pío IX: “Era un hombre de singular virtud, de vida piadosísima, de costumbres inocentes, de índole humilde y compasiva, pero al mismo tiempo firme, experimentado en las cosas políticas, conocedor de las tristes condiciones de la sociedad, de las revueltas contemporáneas y de los artificios sectarios, docto en las disciplinas eclesiásticas, elocuente, sobrio, temperante, muy esbelto de figura, cortés en el trato, reacio a los favores indebidos a los parientes, magnánimo para socorrer y proteger, afectuoso, de conciencia singularmente delicada y devotísimo de la Virgen Inmaculada”.

Falleció el 7 de febrero de 1878 y fue sucedido por el Papa León XIII. Su tumba se encuentra en la iglesia romana de San Lorenzo Extramuros. Fue beatificado en setiembre de 2000.

 

Notas.-

1. Roberto de Mattei, Pio IX, Livraria Civilização Editora, Porto, 2000.

2. https://pt.wikipedia.org/wiki/Vicente_Pallotti

Carta de santa Bernadette a S. S. Pío IX

Santísimo Padre,

Jamás hubiera osado tomar la pluma para escribir a Vuestra Santidad, yo, pobre hermanita, si nuestro digno obispo, monseñor de Ladoue, no me hubiese animado, a pesar del vivo deseo que sentía de postrarme a vuestros pies, Santísimo Padre, para rogaros me deis vuestra bendición apostólica, que será, estoy segura, una nueva fuerza para mi alma tan necesitada. Al principio tuve miedo de ser indiscreta; pero luego me ha venido la idea de que Nuestro Señor quiere ser importunado tanto por el pequeño como por el grande, tanto por el pobre como por el rico, y que da a todos sin distinción. Esta idea me ha dado ánimos y así, pues, ya no tengo miedo.

Llego a Vos, Santísimo Padre, como una pobrecita niña ante el más amoroso padre, llena de abandono y de confianza. ¿Qué podría yo hacer para dar testimonio de mi amor filial? Solo puedo seguir haciendo lo que he hecho hasta ahora: sufrir y rezar. Hace ya algunos años me hice, aunque indigna, pequeña zuavo de Vuestra Santidad; mis armas son la oración y el sacrificio, que conservaré hasta mi último suspiro. Entonces caerá el arma del sacrificio, pero la de la oración me acompañará hasta el cielo, donde tendrá más eficacia que en este destierro.

Pido siempre al Sagrado Corazón de Jesús y al Inmaculado Corazón de María que os conserve entre nosotros, ya que Vos les hacéis conocer y amar. Tengo plena confianza en que los Sagrados Corazones se dignarán acoger favorablemente este voto, que es el más intenso de mi corazón.

Me parece, cuando rezo por las intenciones de Vuestra Santidad, que, desde el cielo, la Santísima Virgen dirige su maternal mirada sobre Vos, Santísimo Padre, puesto que la proclamasteis Inmaculada. Creo también que sois particularmente amado de tan excelsa madre, puesto que cuatro años después vino ella misma a decirme:

Soy la Inmaculada Concepción.

Yo no sabía qué quería decir; nunca había oído esta palabra. Luego, pensándolo bien, me dije: ¡Qué buena es la Santísima Virgen! Puede decirse que vino a confirmar la palabra de nuestro Santísimo Padre. Por esto creo que debe protegeros muy particularmente. Espero que nuestra excelsa madre tendrá compasión de sus hijos y se dignará otra vez poner su pie sobre la cabeza de la serpiente maldita, y así pondrá fin a las crueles pruebas de la Santa Iglesia y a los dolores de su augusto y amado Pontífice.

Beso muy humildemente vuestros pies y soy, con el más profundo respeto, Santísimo Padre, de Su Santidad, la más humilde y sumisa hija,

Sor María Bernarda Soubirous,

religiosa de la Caridad y de la Instrucción Cristiana de Nevers.

Nevers, a 7 de diciembre de 1876.

Mons. Francis Trochu, Bernadeta Soubirous, La vidente de Lourdes, Editorial Herder, Barcelona, 1957, p. 490-491.

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