¿Es lícito contraer matrimonio en un momento de pasión, bajo la impresión embriagadora de una noche de baile? Precisamente el noviazgo es para esto, para darse cuenta del paso decisivo que se va a dar, para conocer a la persona con quien uno se va a unir, no solamente por su apariencia externa, sino por lo que es realmente por dentro. Jóvenes, tengan en cuenta esto: no puede haber un gran amor si no hay a la vez una profunda delicadeza espiritual. Mons. Tihamér Tóth Dice el adagio: “Niño pequeño, pequeños pesares; niño grande, grandes pesares”. Lástima que no prosiga; y los mayores pesares llegan cuando el niño grande pasa a ser joven adulto o jovencita en edad de casarse, que quieren dejar el nido familiar para abrir a su vez la puerta de un nuevo santuario familiar. Realmente, entonces es cuando el corazón de los buenos padres está más angustiado: ¿será feliz mi hijo o mi hija en el matrimonio? No hay padre ni madre que no sienta el corazón oprimido al pensar en el matrimonio de su hijo; pero hay muchos —por desgracia— que se limitan a mitigar este sentimiento de angustia, esperando la buena suerte, y no procuran garantizar con una prudente y consecuente educación de sus hijos el futuro matrimonio. Los padres deben educar a sus hijos para que tengan el día de mañana una vida matrimonial feliz, y precisamente es esta la educación que muchos padres omiten. Educan a sus hijos para que sean corteses y de buenos modales; los educan en el deporte, en el baile, les hacen aprender idiomas, música; lo único que omiten es prepararlos para lo más importante: para la vida matrimonial. Y, sin embargo, la felicidad de la vida matrimonial tiene una preparación remota y una preparación cercana. Si en el presente artículo lo indico por lo menos a grandes trazos, lo hago para que los padres procuren también preparar a sus hijos para una vida matrimonial feliz. Preparación remota Entre los preparativos remotos de la vida matrimonial hay que destacar tres virtudes imprescindibles: la autodisciplina, la sencillez y la pureza. Son unas virtudes tan valiosas, que sin ellas no se puede siquiera concebir una vida conyugal feliz. 1. Prepararán a sus hijos para una vida matrimonial feliz los padres que los educan en una seria autodisciplina, en el dominio de sí mismos. ¿Qué es la vida matrimonial? Vida en común. Y la vida en común no puede concebirse sin autodisciplina, sin espíritu de comprensión y de perdón. La vida en común exige mucha paciencia, mucha disposición para perdonar y gran dominio de sí mismo. Muchas tragedias familiares tienen su motivo remoto precisamente en esto: los esposos no fueron educados cuando niños en la autodisciplina, en la abnegación, en la generosidad. Este peligro amenaza especialmente al hijo único, por estar más predispuesto a buscarse a sí mismo y a mirar solo a sus intereses.
Quien se busca a sí mismo en el matrimonio, quien busca principalmente su propio interés, sus propias ventajas, su propia felicidad, no podrá tener un matrimonio feliz; siempre le acechará la tentación de no ver en su esposo o esposa más que un objeto de placer, un instrumento para satisfacer su sensualidad. El fundamento de la armonía en la vida matrimonial no es otro que tratar al cónyuge como una persona, como un sujeto de derecho. El que se casa lo hace, no para buscar su propia felicidad, sino para hacer feliz a otra persona, y precisamente así logra también su propia felicidad. 2. No es menos importante —principalmente en nuestros días— educar a los hijos en la sencillez, en la modestia, en la austeridad. Muchas veces el obstáculo para contraer matrimonio estriba en que no hay un trabajo estable, en que no hay dinero. Es verdad. Mas completemos la frase: lo que constituye un gran obstáculo no es tan solo el hecho de que muchos tengan pocos ingresos, sino este otro hecho: muchos tienen excesivas pretensiones. Y no se enfaden mis amables lectoras si expreso claramente mi sentir: suelen ser las mujeres, principalmente, las que tienen grandes pretensiones. Los ingresos nunca serán suficientes para sostener los gastos de la casa, si los dos quieren tener todo tipo de lujos y comodidades, si ella necesita siempre vestir a la moda, si ignora lo más elemental de los quehaceres de la casa, de la cocina y del cuidado de los niños. La ley es ineludible: con pocos ingresos, no pueden ser muchas las pretensiones. En cambio, si la joven esposa es modesta, laboriosa, amante del hogar, si a su preparación o inteligencia se suman un gran espíritu de sacrificio, un gusto exquisito junto a un esfuerzo por economizar, la casa marchará aunque sean muy limitados los ingresos. 3. Además de la autodisciplina y modestia —mejor aún, antes que estas—, hay otra cualidad imprescindible que los padres deben de inculcar en los jóvenes: la pureza, la castidad. Nadie puede negar, sea creyente o no, que una juventud pura, continente, casta, es la mejor preparación y la dote más valiosa para un matrimonio feliz. La pureza es el más alto valor formativo, porque al ser una escuela incomparable para robustecer la voluntad, da el suficiente autodominio que se necesita para la vida matrimonial; y porque demuestra con la vida lo que es amar de verdad, algo que no tiene nada que ver con la búsqueda del placer sexual. ¿Cómo educar a los hijos en la pureza? Comenzando al inicio de la pubertad, cuando los chicos y las chicas experimentan dentro de sí fenómenos hasta entonces desconocidos para ellos. Los padres son los que deben ir orientándolos en estos años confusos; son ellos los que deben ayudarles a comprenderse a sí mismos, y a comprender esas misteriosas transformaciones corporales y espirituales que van a experimentar en estos años de desarrollo. ¿Quién sino la madre es la más capacitada para explicar a su hija los nuevos fenómenos que acompañan a su ciclo menstrual? ¿Quién va a orientar al adolescente cómo ha de pensar respecto de las muchachas, y a la muchacha cómo ha de pensar tocante a los jóvenes, sino el padre o la madre? Son estos los que han de inculcar en sus hijos el aprecio por el otro sexo, el respeto, la delicadeza, el comportamiento adecuado. ¿Quién sino los padres van a decir al joven que no hay dos morales distintas para el hombre y la mujer, ni antes ni después del matrimonio? Que todos, tanto, chicos como chicas, están obligados a guardar la pureza de cuerpo y de alma. ¡Ah, si todos lo comprendiesen, lo aceptasen y lo cumpliesen, cuánto más felices serían los matrimonios! ¡Y cuántas enfermedades y tropiezos se evitarían! No solo se erradicarían las infecciones venéreas, sino ¡cuántas tragedias y desencantos se ahorrarían! ¡Cuántas muchachas no se verían engañadas o traicionadas! Los padres que quieren de verdad ayudar a sus hijos, están siempre pendientes de ellos, saben ganarse su confianza y tratan de enseñarles todos los recursos, naturales y sobrenaturales, que ayudan a guardar la pureza, para que no sean esclavos del placer y del egoísmo.
Entre los recursos naturales están la nobleza de sentimientos, el deporte, la actividad continua (estar siempre ocupados), todo aquello que fortalece la voluntad e invita a ser generosos. Pero estos recursos, aunque importantes, no son suficientes. Se necesitan los medios sobrenaturales, principalmente la oración, la confesión y la comunión frecuentes. Hay que pedir a Dios la pureza, tal como lo hacía san Agustín: “¡Enciéndeme, Dios mío y amor mío! ¿Ordenas la continencia? Entonces da lo que ordenas y manda lo que quieras” (Confesiones X, 29, Gradifco, Buenos Aires, 2006, p. 221). Frente a los engaños de un mundo seductor y manipulador, los hijos deben saber que es posible conservar la pureza de corazón y de cuerpo toda la vida, antes y después de casarse. Dios, que conoce nuestra naturaleza humana, nos la exige porque sabe que nuestra voluntad sostenida por su gracia sobrenatural es más fuerte que nuestros instintos y pasiones. Solo será realmente libre quien no sea esclavo de las exigencias ciegas de los instintos. El joven tiene que darse cuenta que la lucha no ha de faltar, si quiere sentir la alegría de la victoria. Preparación cercana La preparación cercana ya no es tanto incumbencia de los padres, sino de los mismos jóvenes. Para ello sirve tener un recto sentido de lo que es el noviazgo: este no es el tiempo del ensimismamiento, del atolondramiento romántico, del soñar despierto, sino el tiempo especial para examinarse a sí mismo, y para tratar de conocer lo más posible al otro. 1. El noviazgo es un tiempo para examinarse a sí mismo, implorando para ello la luz de Dios. ¿Puede haber momento más importante para implorar la ayuda de Dios como el momento de escoger esposo o esposa? Dice un refrán ruso: “¿Te vas a la guerra? Reza una vez. ¿Te embarcas? Reza dos veces. ¿Te casas? Reza tres veces”. Todo joven responsable, antes de casarse y lanzarse a esta gran empresa, debe hacer este examen. Voy a fundar un hogar. Tendré que sustentar a mi esposa y a los hijos que vengan. Tendré que contentarme con las alegrías propias de una familia sencilla y corriente. Tendré que luchar contra mi egoísmo. Tendré que renunciar a menudo a muchas cosas. Tendré que comportarme a partir de ahora más responsablemente, pues de mí depende un hogar. Dependerá de mi trabajo, de mi amor, de mi espíritu de sacrificio… el que sea feliz en el matrimonio. La joven tendrá que hacer otro tanto. ¿Soy consciente de lo que me comprometo? ¿Podré ser buena esposa, buena madre, buena ama de casa? ¿Estoy dispuesta a ser fiel, a sacrificarme, a trabajar en lo que haga falta, a ser paciente, a tener horizontes elevados y amor de Dios suficientes para cumplir este triple y difícil deber? ¿Es mayor mi amor que mi vanidad? ¿Es mayor mi amor a la familia que mis ganas de lucirme y de divertirme? Será una empresa ardua, pero todos mis sacrificios serán compensados con creces por el amor de mi esposo y mis hijos. Así que el noviazgo es el tiempo del serio examen de sí mismo. 2. Es a la vez el tiempo apropiado para conocer al prometido o a la prometida. Muchos matrimonios fracasan porque se contrajeron precipitadamente. Ayer se vieron los novios por vez primera. Hoy dicen que se aman. Y mañana se casan y se juran “fidelidad eterna”. Apenas se conocen al casarse. No conocen el temperamento de la otra parte, ni su concepción de la vida, ni sus inclinaciones, ni sus defectos, ni sus planes. ¿Es posible lanzarse así, tan frívolamente, a formar una nueva familia? ¿Es lícito contraer matrimonio en un momento de pasión, bajo la impresión embriagadora de una noche de baile? Precisamente el noviazgo es para esto, para darse cuenta del paso decisivo que se va a dar, para conocer a la persona con quien uno se va a unir, no solamente por su apariencia externa, sino por lo que es realmente por dentro. Jóvenes, tengan en cuenta esto: no puede haber un gran amor si no hay a la vez una profunda delicadeza espiritual. El noviazgo ha de servir para que las chicas comprueben si se dan en ellos los requisitos que garantizan un buen matrimonio. Y el primero de ellos es saber respetarse hasta el momento del matrimonio. El noviazgo es un tiempo para conocerse, no para tener expresiones de amor que son propias de los ya casados. Muchos jóvenes no entienden este proceder. Muchos se quejan de que sus padres “no se fíen de ellos”, de que se les exija, por ejemplo, que anden siempre acompañados de algún familiar o conocido, de que no puedan disfrutar de la pareja a solas en dulce intimidad. ¿Por qué no puedo ir con mi novio o con mi novia a una excursión de fin de semana, y si es posible, a un viaje más largo? ¿Por qué no podemos quedarnos solos los dos? ¿Por qué tanto recelo?, dicen desesperados muchos jóvenes.
No es que se desconfíe de ti, jovencito o jovencita, sino que se desconfía de la débil naturaleza humana, tan propicia a caer. Si los dos fueran de mármol, nadie se opondría a que hicieran una excursión los dos solos el fin de semana. Pero ambos están lejos de ser un bloque de mármol frío. Son seres humanos con dos corazones. Y deben creer en la experiencia de los mayores. Deben creer que, por muy puro que sea el amor que se tengan, en el fondo del corazón humano —también en el fondo del suyo— hay pasiones peligrosas que fácilmente se desbocan. Y con estas precauciones, que les parecen excesivamente rigurosas, solo se pretende impedir que no hagan lo que más tarde, arrepentidos, les hubiera gustado no hacer. Tienes formas sencillas y llenas de respeto para demostrar tu cariño. Piensas que si no demuestras tu amor con manifestaciones que son más propias de los esposos, tu amor se enfriará y él o ella te dejará. Todo lo contrario; precisamente con este comportamiento limpio lograrás una mayor confianza. Ahora todavía no están atados definitivamente el uno al otro; por tanto, no se pertenecen, y precisamente por esto se muestran con cierto recato y retraimiento. Así podrán ganarse mutuamente la confianza; así podrán hablar con más libertad de ustedes mismos y de sus proyectos; así estarán seguros de que, cuando realmente ya estén casados, serán realmente el uno para el otro y de nadie más. Porque habrán demostrado que su amor es fuerte y no es egoísta ni posesivo. * * * Seamos sinceros: ¿no es así como deben pensar las parejas cristianas? Cuando se contrae matrimonio, tanto la Iglesia como el Estado inscriben en grandes registros tal acontecimiento, y al final del año las estadísticas los encuadran en columnas para ver cuántos matrimonios se han contraído, a qué edad, entre qué ciudadanos y de qué clase. Sin embargo, los datos estadísticos no dicen nada de las alegrías o tristezas, felicidad o tragedias que suponen estos matrimonios. ¿Quién sabe las lágrimas silenciosas que tendrán que verter muchos matrimonios jóvenes en noches de insomnio? Ustedes, los que se quejan con harta frivolidad de la severidad de sus padres o de la Iglesia, porque no les permiten “vivir a su gusto” cuando todavía no están casados; ustedes, los que se dejan deslumbrar por esos modos de vida tan atrayentes como el “matrimonio de camaradería”, el “matrimonio de prueba” o el “matrimonio de hecho”, piensen en aquella flor que se despliega pomposa bajo el rayo primaveral. La mariposa va a posarse en ella, liba su miel, pero la miel pronto se acaba; la mariposa pasa a otra flor, encuentra flores a millares, todas las que quiere. La pequeña flor se queda allí abandonada y deja caer hacia el suelo su corola pálida y marchita… lo mismo les puede pasar a muchas chicas que fueron bellas y vírgenes, pero que quisieron gozar de su juventud antes de tiempo, quebrantando el proyecto santo de Dios. ¡Qué felices son, en cambio, los que se fían de Dios! “Dichoso el que teme al Señor y sigue sus caminos. Comerás del fruto de tu trabajo, serás dichoso, te irá bien; tu mujer, como parra fecunda, en medio de tu casa; tus hijos, como renuevos de olivo, alrededor de tu mesa. Esta es la bendición del hombre que teme al Señor. Que el Señor te bendiga desde Sión […] que veas a los hijos de tus hijos” (Salmo 128).
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