Después de un día de mucha tristeza y temor al verme con tan pesada carga encima y tantas dificultades que vencer, al comulgar al día siguiente me consoló Nuestro Señor y me hizo comprender que no debía preocuparme de cómo, ni cuándo, ni con qué éxito llevaría a cabo la Obra [la fundación de la congregación Canonesas de la Cruz], que mi vocación era para amarlo y que con ese amor se cumplía, aunque en todo lo exterior, incluso mi deseo de vida religiosa hubiera dificultades, decepciones o fracasos. Yo comprendí la lección, me tranquilicé y me ofrecí a Nuestro Señor para todo lo que quisiera, para trabajar sin éxito, para ir de fracaso en fracaso y de decepción en decepción si tal era su gusto y con eso lo he de complacer. Pero yo pensé que tal cosa no podía proponerles a las hermanitas, que quizás no sentirían el mismo llamamiento y no estarían dispuestas a sacrificar, si fuera preciso, hasta el ideal mismo de la vida religiosa, tanto tiempo acariciado. Comprendí al mismo tiempo, que más que una forma tal o cual de vida religiosa, más que de constituciones y de reglamentos que me había preocupado los últimos días, quería Nuestro Señor que constituyéramos un tipo de amor, no solo personal sino colectivamente. De amor personal a Él, como nuestros modelos Marta y María, que no se preocupaban de forma tal o cual de vida, sino de ir en pos del Maestro para amarlo y servirlo en cuanto Él quisiera. Que Él [Nuestro Señor] quería contar con nosotras para todo, para hacer con nosotras cuanto quiera, sin que nos desanimemos, ni nos quejemos ni nos separemos de Él, ni dudemos de su amor. Que yo se lo dijera sin timidez y que ellas ya lo sentirían en su corazón. Que lo demás, la forma de la vida religiosa, la llamada de la Iglesia o su aprobación, etc., eso corre de su cuenta, esa será la añadidura prometida a los que buscan su reino y su justicia.
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