Damos hoy comienzo a una nueva serie de artículos para esta sección, basados en el estupendo libro “El matrimonio cristiano”, de un eximio sacerdote y escritor húngaro, nombrado obispo de Veszprém en 1939 por el Papa Pío XI Mons. Tihamér Tóth No hay tema más candente y actual, pero al mismo tiempo más delicado y difícil, que el del matrimonio y la familia, porque de este depende en gran parte la felicidad del hombre. El hombre, que ha logrado, gracias a su trabajo e inteligencia, descubrimientos nunca soñados, ha creído que también podría resolver el problema del matrimonio con su sola razón y esfuerzo. Pero después de sufrir amargas experiencias, ha tenido que reconocer —desengañado— que el matrimonio no es un problema de matemáticas que él pueda resolver con su sola razón. No. El matrimonio y la vida de familia vienen a ser “una ecuación con varias incógnitas”, un problema que no puede resolverse con las matemáticas humanas, porque el matrimonio —según la expresión de san Pablo— es un “misterio grande” (Ef 5, 32), y la única forma de resolver tal problema es apoyándose en quien conoce todos los misterios, que no puede ser otro que Dios. La familia, hoy en trance de hundirse, lanza incesantemente un grito de socorro, un S. O. S. (“save our souls”, “salvad nuestras almas”) al mundo. Y, en verdad, solamente mediante la salvación del alma, restituyendo el ideal cristiano del matrimonio, se podrá salvar la familia de las amenazas que se ciernen sobre ella. ¿Cómo tratar este tema? Hasta no hace mucho tiempo, el ambiente en que vivía la gente estaba empapado de religiosidad, de honradez; en un ambiente así la cuestión del matrimonio no planteaba problema alguno. Los padres y los abuelos no hablaban mucho del matrimonio a la generación más joven; mas era tan fuerte el ejemplo de los mayores que, cuando la nueva generación llegaba al momento de fundar a su vez una nueva familia, todo se hacía de igual manera, y los problemas encontraban su solución con toda naturalidad. Todos sabían lo que era la familia, el hogar. El hogar era el alma, no los muebles, ni las alfombras, ni los cuadros… El hogar era el corazón, donde se encontraba amor, unión, intimidad… El hogar era refugio en la tempestad, faro en la noche… El hogar era el descanso después del trabajo. El hogar era todo cuanto hay de hermoso, bueno, amable y tranquilo; el sitio en que ansiábamos estar… Dime, lector: ¿Existe aún hoy este hogar? ¿Hay muchos hogares de estos? Al hacer esta pregunta no pienso siquiera en los casos más desgraciados: en las familias de padres divorciados. Pienso en los matrimonios donde son incesantes las querellas y las disputas. Pienso en las familias donde ni el padre ni la madre gustan de estar en casa, quienes siempre andan buscando un motivo para salir, donde el niño se queda solo o con la empleada… Pienso también en los continuos ataques que de palabra y por escrito, a través de diarios, revistas y películas, se dirigen precisamente contra la familia… Antiguamente, a los jóvenes les servía de guía lo que veían en el hogar; actualmente, se sienten turbados por lo que ven en casa. Antiguamente, la amiga más íntima de la joven era su propia madre, a la cual acudía a confiarle todos sus problemas. ¿Qué pasa hoy? Acude a psicólogos, a “expertos” en educación sexual, que solo tratan los problemas desde el aspecto meramente humano o psicológico, sin atender a la parte espiritual y religiosa. La enseñanza de la Iglesia Pocos son hoy los que se preguntan: ¿Qué es lo que ha dicho Jesucristo sobre el matrimonio y la familia? ¿Qué es lo que dice la Iglesia, a la que Nuestro Señor ha confiado la correcta interpretación del Evangelio? Pero —podría objetar alguno— ¿qué tiene que ver la Iglesia con el matrimonio? ¿No es este un contrato entre particulares? ¿No es asunto meramente temporal y civil? No y mil veces no. Tanto si se considera su origen, como su misión, como los deberes a él vinculados, hemos de subrayar con vigor que el matrimonio no es un mero contrato civil, sino que es, a la vez, una institución de origen divino. a) El matrimonio tiene su origen en Dios. No solamente porque Él es el autor de toda las leyes naturales y porque creó al hombre de tal manera que para la conservación del género humano sea necesaria la unión de un hombre y una mujer unidos en matrimonio, sino porque en la creación del género humano el matrimonio recibió un sello peculiar al formar Dios a la primera mujer de la costilla del primer hombre, y darla a Adán por esposa, diciéndole estas palabras: “Creced y multiplicaos y llenad la tierra” (Gen 1, 28). b) Tampoco es posible negar el carácter religioso del matrimonio, si se considera su finalidad. Los esposos son colaboradores del Creador. Una de las misiones principales del matrimonio es traer a la existencia nuevos hombres, “creados a imagen y semejanza de Dios”, llamados a ser hijos de Dios, que tendrán el santo deber de corresponder al amor de Él sirviéndole con amor aquí abajo en la tierra, para poder disfrutar con Él allá arriba en el Cielo. Todas las veces que los esposos cumplen esta misión generadora de vida, y tiene lugar la concepción de un ser humano, Dios crea un alma para ese cuerpo recién formado. De modo que los esposos pueden enorgullecerse legítimamente al saber que ellos colaboran en la obra creadora de Dios, y que realmente es el Señor quien ha querido que se uniesen para realizar tal misión. De no ser el matrimonio de origen divino, nuestro Señor Jesucristo no nos hubiese dicho: “Lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). Además, el que el matrimonio y la familia hayan sido instituidos por Dios, y el que los esposos necesiten un auxilio especial de Dios para cumplir sus deberes matrimoniales, lo demuestra el hecho de que el contraer matrimonio haya sido en todos los pueblos y en todos los tiempos un acto de carácter religioso. c) También los deberes que van vinculados al matrimonio le dan un carácter moral y religioso. Según el sentir cristiano, la Providencia ha querido erigir un lugar seguro y resguardado —el seno de la familia—, para que esta sea el sitio tranquilo en que nazca el ser humano, donde crezca y se desarrolle física, psicológica y espiritualmente. La familia es este lugar sagrado en que una generación pone en manos de la siguiente la antorcha de la vida humana, la que encendió el Señor al crear al primer hombre, y que solo se apagará cuando se oigan los truenos del Juicio final. Siendo así que Dios creador unió ya a nuestros primeros padres con los lazos de la familia, esta es la alianza más antigua de la humanidad, la más importante de todas. Si la suerte de la humanidad depende de la familia, se comprende la preocupación con que el Cristianismo la salvaguarda. d) Se comprende mejor esta solicitud, si se considera que la Iglesia aprecia la familia en primer lugar, no por sus consecuencias terrenales, sino por las sobrenaturales. Todo empieza aquí abajo, pero todo termina allá arriba. Toda vida humana florece en esta tierra, mas ofrece sus frutos en la otra vida. La familia, por tanto, no es solamente origen de la vida terrena, sino también de la eterna; es el lugar del cual parten los que un día ocuparán los puestos de victoria que hay en el cielo. ¿Comprendes ya, amigo lector, por qué cuida la Iglesia con tanta solicitud el matrimonio, y por qué no permite que el capricho humano ni la búsqueda de placeres ejerzan su obra rastrera en una institución en que radican tan importantes intereses sobrenaturales? Lo hace porque la familia no es importante tan solo para la sociedad, para la nación, para el Estado, sino que lo es también para la Iglesia de Cristo. La Iglesia y la familia La Iglesia no es el Papa…; este no es más que la cabeza visible de la Iglesia. La Iglesia no son los sacerdotes y obispos…; estos son los ministros de la Iglesia. La Iglesia son los millones de creyentes que han nacido y crecido en una familia. Del esplendor o decadencia de la familia, de las virtudes o pecados de las familias cristianas, aumentan o menguan también la fuerza, la hermosura, la floración del Cuerpo místico de Cristo, es decir, de la Iglesia. Si la fe y la integridad moral se debilitan en las familias cristianas, también la iglesia se vuelve enfermiza y anémica; en cambio, si florecen con vigor en las familias la fe y la virtud, también florece con hermosura la Iglesia. De modo que la Iglesia no puede estar indiferente ante la vida de familia de los cristianos que la conforman; porque la suerte del Cuerpo místico de Cristo depende en gran manera de cómo los esposos escuchan la Palabra de Dios, de cómo observan sus mandamientos. Por consiguiente, hemos de tratar de la vida de familia, porque van vinculados a ella intereses morales y religiosos importantísimos. Hemos de hablar de la familia, porque sabemos lo mucho que la atacan los enemigos de la Iglesia. Y, porque tenemos bien claro que el gran combate a favor de la concepción cristiana del mundo no se decidirá en último término en la vida pública ni en los parlamentos, sino en la vida de cada familia. Por muchas que sean las persecuciones que el Reino de Cristo tenga que sufrir, todas las superará mientras haya familias cristianas que tengan a Cristo por Rey del hogar. ¿Puede hablar de estos asuntos el sacerdote católico? Si por cuanto llevo expuesto he logrado poner de relieve la importancia de la cuestión, no he desvanecido todavía la duda que seguramente se agita en la mente de muchos lectores: ¿Puede hablar de esto precisamente el sacerdote católico?, y ¿tiene que hablar precisamente él? ¿Puede hablar del matrimonio precisamente el sacerdote católico, que es célibe? ¿Puede hablar del matrimonio quien no lo conoce por propia experiencia? De momento podrá parecer una empresa imposible. Mas dista mucho de serlo. Meditemos antes de todo que, si bien los sacerdotes católicos no se casan, nacieron también ellos del matrimonio y partieron del hogar para ir al altar: también ellos tienen padres, en quienes piensan con gratitud y amor constante; también ellos tienen hermanos y hermanas, que se casan…; pueden, por tanto, los sacerdotes conocer la familia y la vida de familia. ¿No conocemos célebres críticos de arte, que no hicieron una sola obra maestra? ¿No conocemos médicos que curan maravillosamente enfermedades que nunca padecieron? ¿No curan también los psiquiatras enfermedades psíquicas que nunca sufrieron? ¿No saben fallar rectamente los jueces sobre crímenes que ellos nunca cometieron?
Por tanto, yo devuelvo la objeción y afirmo que el que no vive en matrimonio puede tratar de esta cuestión con mayor imparcialidad que el hombre casado. Con mayor imparcialidad, porque ve mejor y puede ponderar los defectos y deberes de ambas partes con juicio más reposado que el protagonista interesado en los acontecimientos; con mayor imparcialidad también, porque la experiencia personal dificulta muchas veces una visión más profunda y una justicia objetiva. Por otra parte, si en este terreno le falta al sacerdote la experiencia personal, tiene una amplia documentación que la práctica dos veces milenaria de la Iglesia y la inagotable variedad de vida de sus fieles le brindan. La iglesia, en su actividad pastoral dos veces milenaria, ha hecho acopio de datos tan trascendentales, ha logrado un juicio tan verdadero del tema, que nadie en esta tierra puede competir con ella en este punto. Por otra parte, el pastor de almas, que es amado de sus fieles y a quien acuden ellos con confianza, llega a conocer en una variedad tan exuberante los dolores, conflictos, apuros y problemas de la vida familiar, como nunca puede conocerlos el hombre casado. No olvidemos precisamente esta fuente riquísima, de la cual saca el sacerdote su caudal de experiencia: la confianza de los fieles. El sacerdote católico, precisamente por haber renunciado a la vida de familia por amor a Cristo y al bien espiritual de los fieles, ha conseguido de parte de estos la más absoluta confianza. Jóvenes y viejos, solteros y casados, le exponen con tal confianza sus alegrías y sus penas, sus luchas y victorias, sus quejas y sufrimientos, que el sacerdote conoce todos los apuros y peligros, todos los escollos y rocas, es decir, todos los problemas de la vida de familia mejor que si él mismo la tuviese. Antes, conocía su propia familia; ahora, conoce centenares y millares. Después de cuanto llevo dicho, ya está fuera de discusión que el sacerdote católico puede hablar del matrimonio. ¿Tiene que hablar precisamente el sacerdote? No cabe duda, es harto difícil hablar de esta cuestión; hay ciertos detalles que solo pueden ser tratados con la mayor comprensión y profundo conocimiento psicológico. Pero ahí está precisamente el motivo por el cual ha de ser más bien el sacerdote católico quien lo trate, ya que de él se puede esperar más tacto. Otro trataría los problemas más santos de la vida con una mayor crudeza. ¿Por qué ha de hablar el sacerdote? Porque es la Iglesia quien ha de hablar de un asunto que es esencialmente religioso. El matrimonio es esencialmente una cosa sagrada. Un francés ingenioso ha dicho que “el adjetivo es lo contrario del sustantivo”. Seguramente quería indicar con ello que hay adjetivos que, colocados antes de un sustantivo, lo debilitan, aguan la esencia de la cosa. En cambio hay otros adjetivos que, en su misma brevedad, iluminan a manera de fulminante relámpago el pensamiento. El Papa Pío XI publicó, en 31 de diciembre de 1930, una larga Encíclica que constaba aproximadamente de veinte mil palabras, y se refería al matrimonio ideal. Al principio de la misma puso un epíteto que viene a ser resumen acertado de toda la cuestión: Casti connubii —así comienza la Encíclica—. ¡Qué acertado epíteto! ¡Cónyuges castos! ¡Matrimonio puro! Porque, en efecto, el matrimonio, o es puro y moral y santo, o no es matrimonio. Y si es santo, si es sacramento, entonces no hay duda que corresponde en primer lugar a la Iglesia y a sus ministros preocuparse del asunto. Del problema de las relaciones entre el hombre y la mujer —es decir, del problema del matrimonio— depende mucho la felicidad terrena y también la eterna. Pues bien, ¿cómo no preocuparnos de este problema? Hemos de estudiarlo mucho. Y antes que a nadie, le toca a la Iglesia católica decir su criterio en este punto. * * * Cuentan que hay perlas preciosas que una vez que entran en contacto con las manos del hombre, pierden su brillo y no lo recobran hasta que no sean sumergidas de nuevo en el fondo del mar, en aquellas profundidades primitivas de donde proceden. La perla más preciosa de la humanidad, su gran tesoro, es la familia, porque de la fuerza y salud de la misma dependen la fuerza y salud de la generación venidera. La familia también puede perder su brillo y su virtud cuando es tocada por las manos del hombre; aún más, puede llegar al extremo de destruirse, y no podrá recobrar su fuerza antigua hasta que no entre en contacto con la fuente primitiva de la cual brotó: el carácter religioso de la misma. Muchos motivos han perturbado la actual vida de familia: la mala situación económica, que tenga que trabajar la mujer por falta de recursos, el problema de la vivienda, etc.; pero no ha habido desgracia mayor para ella que el hecho doloroso de que se haya alejado de Cristo, y, al alejarse de Él, el que haya perdido su fundamento más sólido. Si la familia se encuentra en crisis, lo está por haber abandonado su fundamento: la religión. Y solo podrá salvar esta crisis cuando se viva el matrimonio según lo ha dispuesto Dios, es decir, religiosamente. De otra forma, de poco servirán las reformas legales, las medidas sociales, las ayudas económicas… aunque sean necesarias. Si no prevalece nuevamente la concepción cristiana del matrimonio y de la familia, si se sigue propagando una concepción frívola y destructora del mismo, entonces no solamente ello tendrá graves consecuencias sobre la misma Iglesia, sino que peligrarán también la tranquilidad y el progreso de la humanidad. Los mandamientos de Dios, como en todas las demás cuestiones, así también en el terreno del matrimonio, concuerdan del todo con la ley natural, con las leyes que rigen la naturaleza humana; y si el hombre los observa, no solamente alcanzará la felicidad eterna, sino que, además, asegurará los fundamentos de una vida tranquila y feliz en este mundo; mientras que si neciamente se rebela contra ellas, se crea su propio infierno ya en este mundo. Pidamos, finalmente, con humildad al Señor del cielo y de la tierra, al Creador del género humano, al Fundador santo de la familia, que nos asista con su gracia, iluminándonos y fortaleciéndonos a medida que vayamos tratando en estas páginas su plan sublime sobre el matrimonio.
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