PREGUNTA En vista de las limitaciones en el contacto social impuestas en relación con la pandemia de coronavirus, pregunto al ilustre sacerdote si la actitud radical de cerrar las iglesias puede considerarse correcta. Comprendo que debemos evitar aglomeraciones, por supuesto; pero es incomprensible, al menos para mí, que nos impidan rezar en las iglesias. ¿Qué enseña la doctrina católica sobre esto? ¿Deberíamos pedir a nuestros párrocos que reabran las iglesias? RESPUESTA
Espero que para cuando se publique esta respuesta se haya superado la crisis sanitaria provocada por el coronavirus —llamado por muchos “virus chino”, por la irresponsabilidad con que los dictadores comunistas reaccionaron a su brote— y que América Latina no se haya visto empujada a una crisis económica y social aún peor que la actual. Pero no es seguro confiar en esta posibilidad, porque puede ser que dentro de pocas semanas las iglesias sigan cerradas, con las celebraciones litúrgicas públicas prohibidas por las autoridades eclesiásticas, como lo estuvieron en Semana Santa, ¡por primera vez desde la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo! En el asunto planteado por nuestro consultante, los católicos se han dividido en tres grupos: los que consideran que la lucha contra el virus es exclusivamente humana, sin que la parte sobrenatural desempeñe ningún papel (para ellos, los milagros serían meras supersticiones); los que desaprueban las restricciones a la apertura de iglesias y al culto público, pero solo sobre la base de que las celebraciones litúrgicas favorecen la solidaridad horizontal, útil en tiempos difíciles; y, por último, los católicos con verdadera fe, para quienes lo principal de la lucha contra las epidemias y los contagios se desarrolla en el cielo, ante el trono de la Majestad Divina. Para estos últimos —entre los que me incluyo— la crisis del coronavirus no es solo un desafío sanitario, sino sobre todo una prueba de fidelidad a los valores más trascendentes de la religión, la civilización y la humanidad. Por ello, los esfuerzos, a veces heroicos, de los médicos y del personal sanitario han sido merecidamente aplaudidos en el mundo entero. Movidos por un deber moral y enfrentando el peligro de contagio, imponen a sus propias conciencias la obligación de consagrase a los enfermos. De su actitud surge el reconocimiento implícito de la existencia de principios morales superiores y objetivos, que deben orientar la vida de los hombres y reflejarse en la vida social y en las instituciones públicas. Desafío que vincula la salud física a la salud moral
La vida en sociedad, empezando por la vida familiar, no tiene por objeto únicamente proporcionar bienes de carácter material o temporal, sino principalmente añadir a estos los bienes superiores y con primacía a los relacionados con la religión. Desde las primeras manifestaciones del coronavirus lo que más se ha destacado es la salud, palabra que proviene del latín salus y significa salud, tanto en su sentido sanitario como en su sentido religioso: salvación. Ambos significados están interconectados, como señaló el obispo de Trieste (Italia), Mons. Gianpaolo Crepaldi, recordando que en los individuos y en las sociedades el desafío a la salud física está estrechamente vinculado al desafío a la salud moral. Por lo tanto, la respuesta al coronavirus no puede ser solo técnico-científica, sino también moral y religiosa. Desde este punto de vista, el cardenal Raymond Leo Burke ofreció indicaciones preciosas que sirven de base para una respuesta bien calibrada a la pregunta del nuestro consultante. El reconocido purpurado dijo que “ciertamente, tenemos razón en informarnos y en emplear todos los medios naturales para defendernos del contagio”, siempre que dichos medios no nos impidan obtener lo que “necesitamos para vivir, por ejemplo, el acceso a alimentos, agua y medicamentos”. Pero añade que, “al evaluar lo que se necesita para vivir, no debemos olvidar que nuestra primera consideración ha de ser nuestra relación con Dios”; ni tampoco debemos olvidar que “nuestra arma más efectiva es, por lo tanto, nuestra relación con Cristo a través de la oración y la penitencia, las devociones y la Sagrada Liturgia”. Por consiguiente, “nos es esencial en todo momento, y sobre todo en tiempos de crisis, tener acceso a nuestras iglesias y capillas, a los sacramentos, a las oraciones y devociones públicas”. También es necesario rechazar la “tendencia a ver la oración, las devociones y la adoración como cualquier otra actividad […] lo cual no es esencial y, por lo tanto, puede cancelarse por precaución para frenar la propagación de un contagio mortal”. Por el contrario, “la oración, las devociones y la adoración, sobre todo, la confesión y la Santa Misa, son esenciales para que podamos mantenernos sanos y fuertes espiritualmente, y para que busquemos la ayuda de Dios en un momento de gran peligro para todos. Por lo tanto, no podemos simplemente aceptar las determinaciones de gobiernos seculares que consideran la adoración a Dios al par que ir a un restaurante o a una competencia deportiva”. Necesidad de rezar y rendir culto en las iglesias En una actitud radicalmente opuesta a la asumida por gran parte de los obispos del mundo entero, el cardenal Raymond Leo Burke proclamó con energía que “nosotros, obispos y sacerdotes, debemos explicar públicamente la necesidad que los católicos tienen de rezar y de rendir culto en las iglesias y capillas, de hacer procesiones por las calles pidiendo la bendición de Dios sobre el pueblo que sufre tan intensamente. Tenemos que insistir en que las medidas tomadas por el Estado, aunque sean también por el bien del Estado, reconozcan la importancia única de los lugares de culto”.
En vista de las especiales circunstancias de la crisis sanitaria, el prelado insiste en que “podemos proporcionar más oportunidades para la Santa Misa y para las devociones en que los fieles pueden participar sin desatender las precauciones necesarias contra la propagación del contagio. Muchas de nuestras iglesias y capillas son muy grandes. Permiten que un grupo de fieles se reúna para orar y rendir culto sin descuidar los requisitos de la ‘distancia social’. El confesionario con la pantalla tradicional que generalmente está equipado, o que puede equiparse fácilmente con un velo delgado y tratarse con desinfectante, de modo que el acceso al sacramento de la confesión sea posible sin grandes dificultades y sin peligro de transmitir el virus”. Lamentando las restricciones impuestas por los obispos a los fieles —anticipándose a veces a las autoridades civiles e imponiendo normas más estrictas que las decretadas por ellas— Mons. Athanasius Schneider, obispo auxiliar de Astaná (Kazajistán), declaró que “estos obispos reaccionaron más como burócratas civiles que como pastores. Al centrarse exclusivamente en las medidas de protección higiénica, han perdido la visión sobrenatural y han abandonado la primacía del bien eterno de las almas. […] Se podrían garantizar en las iglesias las mismas y mejores medidas de protección higiénica”. Y también se podría “limitar el número de participantes y aumentar la frecuencia de la celebración de la misa”. La ley suprema en la Iglesia es la salvación de las almas ¡Algunos obispos americanos han llegado al punto de prohibir a sus sacerdotes escuchar a los fieles en confesión! Ante decretos episcopales de ese tenor, Mons. Schneider declaró que “si un sacerdote observa de manera razonable todas las precauciones sanitarias necesarias y es prudente, no tiene que obedecer las instrucciones de su obispo o del gobierno y suspender la misa para los fieles. Estas directivas son una ley meramente humana; sin embargo, la ley suprema en la Iglesia es la salvación de las almas”. También advirtió que “Cristo no le dio al obispo el poder de prohibir a un sacerdote de visitar a los enfermos y moribundos”. A este respecto, cabe destacar que cuando hay un impase entre la obediencia a la autoridad sanitaria y el cumplimiento de las graves obligaciones derivadas de la cura de almas, debemos obedecer a Dios antes que a los hombres. Nuestro Señor Jesucristo nos dio un luminoso ejemplo al quedarse en Jerusalén sin el conocimiento de sus padres. Cuando se le preguntó, respondió: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 49).
Para Mons. Schneider, no basta con garantizar la atención pastoral de los fieles, es necesario también honrar a Dios e implorar su protección; y más aún, pedir el fin de la peste: “podríamos recomendar que obispos y sacerdotes recorran regularmente sus ciudades, pueblos y aldeas custodiando el Santísimo Sacramento, acompañados por un pequeño número de clérigos o fieles (uno, dos o tres), según las normas gubernamentales”. Muchas autoridades religiosas no juzgan la situación desde el punto de vista de la vida eterna. Según Dom Giulio Meiattini (monje benedictino de la abadía Madonna della Scala —en Noci, Italia— y profesor del Pontificio Ateneo de San Anselmo, en Roma), lo más triste es que “los hombres de la Iglesia han olvidado que la gracia de Dios vale más que la vida presente. Por esto se cierran las Iglesias y nos alineamos a los criterios de salud e higiene. La Iglesia transformada en una agencia sanitaria, en lugar de un lugar de salvación. […] Pensar en podérselas arreglar con la ciencia humana, es cerrar las puertas a la ayuda de Dios, es confiar en el hombre, en lugar de confiar en Dios”. Aumentar los actos de piedad con ocasión de las pestes
¿Cómo se debe pedir la ayuda de Dios para detener una pandemia? El medio más poderoso es sin duda la Santa Misa, que renueva de manera incruenta el Sacrificio de la Cruz, y aplicar sus frutos a nuestras necesidades y a las almas del Purgatorio. Por eso la celebración pública de la misa y las procesiones eucarísticas nunca se interrumpieron durante las pestes y las guerras. Por el contrario, se incrementaron, obviamente respetando las determinaciones sanitarias. Concluyo mi respuesta endosando el comentario hecho al principio de la crisis por Mons. Pascal Rolland, obispo de la diócesis de Belley-Ars: “Deberíamos recordar que en situaciones mucho más serias —las de las grandes plagas del pasado, cuando los medios sanitarios no eran los de hoy— las poblaciones cristianas se distinguían por la oración colectiva, así como por ayudar a los enfermos, asistir a los moribundos y enterrar a los muertos. En resumen, los discípulos de Cristo no se alejaron de Dios ni eludieron a sus semejantes. ¡Al contrario!”. En cuanto a la iniciativa de pedir a los párrocos la reapertura de las iglesias, es un derecho que asiste a los feligreses, y los argumentos presentados anteriormente nos parecen suficientes. En las calamidades, lo que hay que hacer es imitar a la Santísima Virgen, que permaneció de pie junto a la cruz en la cima del Calvario.
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