Fundador de la Orden de los Camaldulenses Atrajo atrás de sí a nobles y plebeyos, poblando monasterios y lugares solitarios. Un santo para ser admirado, más que imitado, debido a su extrema austeridad. Plinio María Solimeo “Entre los más aventajados santos, nos parece, que debe ser tenido el glorioso anacoreta Romualdo, por tantos títulos ilustre, por su patria, por su linaje, por su virtud, por su contemplación tan alta, como tuvo de las cosas divinas, y por haber fundado la orden camaldulense. […] Pudo la fuerza de su ejemplo tanto, que a muchos príncipes, reyes y a personas insignes hizo dejar las cortes y venirse a los yermos, trocando los regalos y las galas en penitencias y ásperos vestidos” (Clemente VIII, bula fijando su fiesta, 9 de julio de 1595). Descendiente de la familia ducal de los Onesti, Romualdo nació en Ravena, Italia, probablemente el año 950. Como sus padres eran más amigos del mundo que de Dios, su infancia y juventud transcurrieron sin mayor preocupación religiosa, como un joven noble común de su tiempo, viviendo en medio de fiestas y torneos. Pero la contemplación de la inmensidad de los campos y del firmamento, mientras se dedicaba a la cacería (el deporte predilecto de la nobleza), fue despertando en él el deseo de las cosas eternas, de la soledad y de solo pensar en Dios. Un episodio vino al encuentro de ese anhelo. Su padre, el duque Sergio, había desafiado a un pariente, por cuestiones de tierras, y obligó a su hijo a asistir al duelo como testigo, bajo pena de ser desheredado. Romualdo, entonces con veinte años de edad, se llenó de horror cuando vio a su padre matar a su adversario. Juzgándose también culpable del crimen, quiso expiarlo por medio de una rigurosa penitencia, durante 40 días, en el monasterio de san Apolinar, cerca de Ravena. Cuando terminaba el período penitencial, tuvo dos visiones del obispo mártir, Apolinar, que lo llevaron a tomar la resolución de ingresar en aquel monasterio. En busca de la radicalidad En su insaciable deseo de perfección, Romualdo comenzó una vida de penitencia tan austera, que monjes más antiguos no podían acompañar su ejemplo. A consecuencia de ello, después de dos años abandonó el monasterio, yendo a vivir con un eremita de nombre Marino, compartiendo ambos una existencia de impresionante austeridad. Los dos solitarios acostumbraban caminar por lugares desolados, rezando salmos. Romualdo no sabía de memoria el salterio y cometía muchos errores; y cada vez que se equivocaba, Marino implacablemente le daba un golpe en la oreja izquierda con un bastón. El santo recibía con mucha humildad y paciencia esa reprensión, pero con el paso del tiempo notó que los continuos golpes lo estaban llevando a la pérdida de la audición en ese oído; y le pidió a Marino que le golpeara en el otro… Al percibir la inmensa virtud del discípulo, el eremita comenzó a tratarlo con más consideración. Cuando el dux de Venecia, Pedro Orseolo, despojándose de su dignidad ducal, decidió entrar como simple religioso en el monasterio de San Miguel de Cuixá, en la diócesis de Perpignan, los dos solitarios lo acompañaron hasta Francia. Los monjes de allí insistieron tanto, que Romualdo permaneció con ellos. En los cuatro años que allí pasó, el abad Garin le enseñó a leer y escribir, le dio a conocer los escritos de los Santos Padres y lo puso en contacto con la observancia religiosa del monasterio de Cluny, una de las glorias de la Edad Media, que estaba entonces en su apogeo.
Reformador y formador de santos Dios inspiró entonces a Romualdo el pensamiento de reformar los monasterios relajados de la Orden de San Benito. Durante años reformó los de Venecia y Toscana, en Italia, y muchos otros en Francia, además de erigir cien nuevos monasterios de aquella Orden. Al mismo tiempo, pobló con ermitaños muchos lugares solitarios. Muy riguroso consigo mismo, lo era también con sus súbditos. Por ejemplo, consideraba que dormitar durante la oración era una falta tan notable, que no permitía al faltoso celebrar el Santo Sacrificio, debido al poco respeto que así manifestaba ante el Señor. Romualdo tenía una resistencia increíble para las penitencias, porque “era una naturaleza excepcional, pero había en tomo suyo un poder misterioso que le preservaba. Tiene el don de arrastrar a los hombres, pero no sabe hacerse querer”. Sus subordinados llegaban a pensar que eran excesivas sus penitencias y querían verse libres de él, por eso “los atentados le pusieron en peligro muchas veces: un día quieren despeñarle los monjes de San Apolinar de Ravena, que no estaban conformes con sus extremos de austeridad; otra vez, en Cuixá, junto al Pirineo, los paisanos quieren matarlo fanáticamente para tener la suerte de poseer sus huesos; en otra ocasión, un abad aseglarado le aprieta la garganta con las manos y está ya a punto de sofocarlo; un monje perverso coloca a la puerta de su celda un dardo, de suerte que se hiera cuando vaya a entrar en ella; descuájase un árbol y cae sobre él, pero se retira cuando va a aplastarlo. Dios vela sobre su vida y lo libra siempre; lo libra de los accidentes de la naturaleza, de la malicia de los hombres, hasta de sí mismo”. Había también los que abrasaban generosamente ese género de vida y se santificaron. Por ejemplo, san Bruno de Querfurt (970-1009), conocido también por el nombre de Bonifacio, al que algunos refieren como pariente del rey de Polonia y del emperador Otón. Este virtuoso santo tenía un gran talento para la música y otras bellas artes, y vivió mucho tiempo bajo la dirección de san Romualdo. Fue después ordenado obispo y enviado por el Papa a predicar el Evangelio en Rusia, donde fue martirizado. Varios otros discípulos del santo fueron martirizados en Eslavonia, a donde el Papa los había enviado. Incentivado por el ejemplo del hijo, y arrepentido de su vida tan mundana, el duque Sergio quiso también expiar sus faltas en un monasterio, y algunos afirman que acabó muriendo en olor de santidad.
Con el emperador Otón III Cuando Romualdo alcanzó los 80 años de edad, falleció el abad de la abadía de Clase, cerca de Ravena. El emperador Otón III debía elegir al sucesor, y dejó la designación al criterio de los monjes. Otón quedó tan satisfecho con la elección de Romualdo, que decidió visitarlo en el lugar yermo donde moraba, para convencerlo de aceptar el cargo. Quedó como que hipnotizado cuando lo vio; y, tan cautivado con la conversación del contemplativo que perdió la noción del tiempo, haciéndose muy tarde para volver a la ciudad. En uno de esos hechos comunes en la Edad Media, Romualdo le ofreció su pobre lecho de paja para pasar la noche, y Otón lo aceptó con mucha gratitud y devoción. Cuando la ciudad de Tívoli se rebeló contra el gobierno imperial, matando a su representante, el emperador la condenó a la invasión y pillaje. El santo intercedió, obteniendo para ella el perdón; y el indulto para el cabecilla de la rebelión, el senador Crescencio. Pero después Otón decidió ejecutarlo, a pesar de su promesa de indulto. Por insistencia de san Romualdo, consintió luego en expiar ese crimen con un período de penitencia en un monasterio. Más adelante el emperador Enrique II, al oír las maravillas que se contaban a respecto de Romualdo, quiso también verlo y lo invitó a su palacio. El santo, viejo y quebrantado, fue a visitar al emperador. “Quedaron pasmados los magnates ante aquel anciano demacrado y desaliñado, que había visto extinguirse las dinastías y sucederse tantos acontecimientos, […pero] aún sabía dirigir sin adulación su voz temblorosa a los soberanos del mundo”. La Orden de los Camaldulenses Ya muy anciano, san Romualdo quiso retirarse a un lugar solitario, para mejor explayarse con Dios, y fue hasta los montes Apeninos. Allí se recostó cerca de una fuente y adormeció. Tuvo entonces un sueño misterioso, en el cual veía en aquel sitio una escalera como la de Jacob, por la que unos monjes con hábito blanco subían al cielo. Obtuvo entonces del propietario de esa tierra, el conde Madulo, que le donara aquel terreno para edificar en él ermitas. El lugar era conocido como Campo de Madulo, de ahí que la casa fundada se llamara Camáldula. Muchos esclarecidos varones, seculares, eclesiásticos y regulares abrazaron el instituto. El santo adoptó la Regla de San Benito, con algunas observancias añadidas por él, y quiso que sus discípulos fuesen al mismo tiempo eremitas y cenobitas, es decir, que vivieran aislados o con algunos actos en comunidad. Pues san Romualdo “no quería claustros, sino desiertos. Como dijo de él san Pedro Damián [su discípulo y biógrafo], en su concepto, el monasterio no era una mansión, sino un tránsito; un lugar de paso para los principiantes y los débiles, destinado a ser sustituido por la soledad”.
“Entre los ermitaños había algunos que permanecían constantemente en sus eremitorios, y otros que debían juntarse con los cenobitas en algunas partes del rezo; unos que estaban obligados a no hablar una sola palabra en cuarenta días, otros en ciento. […] Su ocupación era leer, meditar, rezar y trabajar haciendo redes, cestas o alguna cosa semejante. Además de las horas canónicas, el solitario debía rezar dos veces cada día el salterio, con otras muchas oraciones. Su vestido consistía en un cilicio de pieles. Todos los días, menos el sábado y el domingo, eran de ayuno para él, y durante la cuaresma, ayuno a pan y agua”. El santo murió el 19 de junio de 1027. Inmediatamente después de su muerte, comenzaron a ocurrir numerosos milagros en su tumba, de manera que, apenas cinco años después, sus monjes obtuvieron de la Santa Sede la autorización para erguir un altar sobre sus restos mortales, lo que equivalía, en la época, a una canonización. Cuando Clemente VIII fijó su fiesta en 1595, su cuerpo estaba aún incorrupto. Sin embargo, cuando fue robado por manos sacrílegas, se redujo a polvo. Su fiesta, originalmente fijada el 7 de febrero, fue transferida al 19 de junio, día de su fallecimiento.
Referencias.- * Fray Justo Pérez de Urbel OSB, Año Cristiano, San Romualdo Abad in http://www.divinavolonta.org/santoral/index.php?s=0619.
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