Luis Sergio Solimeo
A fin de mostrar la gravedad del pecado, María Santísima presenta sus consecuencias: después de la muerte, el infierno, castigo eterno; y, en esta vida, guerras y persecuciones a la Iglesia y a los buenos. En la raíz del pecado hay una especie de “ateísmo práctico”. Aun sin negar la existencia de Dios, en la práctica el pecador actúa como si Él no existiera. Al pecar, el hombre se convence a sí mismo de que Dios no lo castigará por desobedecer su ley. Sin embargo, Dios no sería perfecto si no fuese justo, y no sería justo si diese el mismo trato a buenos y malos, dando la recompensa de la felicidad eterna tanto a quienes obedecen su ley como a quienes la desobedecen. Eso violaría el principio fundamental de justicia de que cada persona debe ser tratada según sus actos. Dios no sería perfecto. Y puesto que la noción de un Dios imperfecto es absurda, tenerla implica una cierta duda sobre su existencia misma. A fin de que aquellos niños inocentes entendiesen la extrema gravedad del pecado, la Santísima Virgen no dudó en mostrarles su tremenda consecuencia final: el infierno. Si no fuese por su ilimitada misericordia —Dios da gracias especiales en las pruebas especiales—, se diría que fue un acto de incalificable crueldad. Y la hermana Lucía reconoce que, de no ser por esas gracias especiales y por la promesa de que serían llevados al cielo, los tres hubiesen muerto de pavor. Cuando observamos la fotografía de los pastorcitos tomada luego de la visión del infierno, la expresión de terror y sufrimiento en sus rostros es tal que nos transmite la noción de la terrible realidad del infierno. La Madre sigue la pedagogía de su Hijo. Nuestro Señor, en su predicación terrena, continuamente se refirió al infierno y a su carácter eterno. De hecho, aquel que no teme el infierno termina sin un verdadero deseo de ir al cielo. San Gregorio Magno observa que los pecadores desearían vivir eternamente para permanecer eternamente en su pecado. El infierno debe ser visto dentro del contexto global de la doctrina católica, que es supremamente equilibrada, pues nos muestra al mismo tiempo la justicia y la misericordia de Dios, así como los abundantísimos medios que Él pone a nuestra disposición para salvarnos. No hay nerviosismo ni patología en el temor al infierno; más bien esto nos ayuda a tener un sano y equilibrado temor de ofender a Dios, quien nos permite alcanzar, ya en este mundo, la felicidad que proviene de la práctica de la virtud. Lamentablemente, hoy más aún que en aquel tiempo, el infierno es un dogma olvidado. En 1917, la Primera Guerra Mundial, que destruyó la fina flor de la juventud europea, se extendía violentamente. En aquel año, los Estados Unidos enviaron tropas a combatir en el Viejo Continente y llegaron los rumores de guerra hasta la pacífica región de Fátima, puesto que Portugal tenía tropas involucradas en el conflicto y un medio hermano de Jacinta y Francisco había sido reclutado. La Santísima Virgen presentó aquella guerra como un castigo por los pecados de la humanidad alejada de Dios, y Ella advirtió que, si la gente no se enmendaba y atendía sus pedidos, vendría una guerra peor en el reinado de Pío XI y el comunismo —los “errores de Rusia”— se esparciría por todas partes. Se levantaron algunas dudas en cuanto a esta profecía, pues suele considerarse que la Segunda Guerra Mundial se inició con la invasión alemana de Polonia en 1939, ya dentro del reinado de Pío XII. De hecho, cuando Pío XI falleció en febrero de 1939, existía ya un virtual estado de guerra. Hitler hacía cada vez más reclamos territoriales y amenazaba usar la fuerza. Alemania ya había anexionado Austria el 12 de marzo de 1938, y poco después —el 15 de marzo de 1939— ocuparía Bohemia y Moravia, que eran parte de Checoslovaquia. Por ello, Lucía consideró que la extraordinaria luz que iluminó los cielos de Europa la noche del 25 al 26 de enero de 1938, entre las 8:45 p.m. y 1:15 a.m., era una señal de que la guerra estaba cercana. Y a pesar de que el comunismo, como movimiento político, atraviesa una de sus metamorfosis camaleónicas, la esencia de su espíritu —que es el completo abandono de la Ley de Dios y el rechazo de una sociedad moldeada por el espíritu del Evangelio— está más viva que nunca. Basta pensar en las chocantes victorias del movimiento homosexual y la creciente desintegración de la familia, atacada por todos los flancos, incluso mediante leyes que restringen cada vez más la autoridad de los padres.
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