Monseñor JOSÉ LUIS VILLAC PREGUNTA En un artículo anterior en esta misma sección, usted habla sobre nuestro destino después del Juicio Final, que terminará en “unos cielos nuevos y una tierra nueva”. No obstante, si el cielo será un lugar de eterna felicidad para los que se salvarán y el infierno de tormento sin fin para los que se condenarán, ¿cómo deshacer la duda de que tendremos “tres” destinos luego del juicio universal?
RESPUESTA Nuestro consultante parece referirse al tercer capítulo de la segunda epístola de san Pedro, en la cual el Príncipe de los Apóstoles habla del fin del mundo: “Pero el Día del Señor llegará como un ladrón. Entonces los cielos desaparecerán estrepitosamente, los elementos se disolverán abrasados y la tierra con cuantas obras hay en ella quedará al descubierto. “Puesto que todas estas cosas van a disolverse de este modo, ¡qué santa y piadosa debe ser vuestra conducta, mientras esperáis y apresuráis la llegada del Día de Dios! Ese día los cielos se disolverán incendiados y los elementos se derretirán abrasados. “Pero nosotros, según su promesa, esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva en los que habite la justicia” (2 Pe 3, 10-13). En efecto, como lo enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa” (n.º 677). Y más adelante: “Así pues, el universo visible también está destinado a ser transformado, ‘a fin de que el mundo mismo restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo esté al servicio de los justos’ (S. Irineo), participando en su glorificación en Jesucristo resucitado” (n.º 1047). La gloria celestial o el tormento infernal Si entendimos bien, la cuestión planteada en la consulta parece suponer que “unos cielos nuevos y una tierra nueva” corresponderían a un tercer destino para los hombres, entre el cielo y el infierno, después del fin del mundo. En realidad, como dijimos en un artículo anterior a respecto de la glorificación de los cuerpos, esa purificación final de la tierra tiene como objetivo rodear a los hombres de un universo físico que esté de acuerdo con el estado incorruptible de los bienaventurados. Por tanto, los “cielos nuevos y una tierra nueva” se identifican lato sensu con el cielo empíreo y no constituyen un lugar intermedio entre este y los antros infernales. Otra interpretación posible a la pregunta de nuestro consultante sería que él piense que el purgatorio, que actualmente constituye un tercer estado distinto al de los santos y al de los réprobos, continuaría existiendo incluso después de la resurrección de los cuerpos. Esto, sin embargo, no será así. El “día de la manifestación del Señor”, como dice san Pablo a los tesalonicenses: “a vosotros, los que pasáis tribulación, el debido descanso, juntamente con nosotros, cuando el Señor Jesús se revele desde el cielo con sus poderosos ángeles, en medio de un fuego llameante, para hacer justicia contra los que se niegan a reconocer a Dios” (2 Ts 1, 7-8). Para los justos que vivirán en los últimos tiempos, dicho fuego será su prueba postrera, que suplirá para ellos el purgatorio. Por tanto, las llamas purificadoras de este último se extinguirán en el preciso momento de la resurrección de los cuerpos, para no encenderse más. Así, solo existen dos, y no tres, destinos eternos: la felicidad del cielo o los tormentos del infierno. Cosas que ocurrirán en el fin de los tiempos Una verdad muy consoladora a respecto del estado escatológico del mundo es, precisamente, que se caracteriza por una propiedad que no se encuentra en esta tierra: la separación. Separación del bien del mal, de la felicidad de la infelicidad, de la armonía de la cacofonía. Para los bienaventurados, será una verdadera “isla de la felicidad”. No se verá más coexistir lado a lado, como en este valle de lágrimas, la virtud y el vicio, la verdad y el error, el amor y el odio. Una plena armonía caracterizarán los “cielos nuevos y una tierra nueva” y a sus habitantes. San Pablo caracteriza el acto final del drama de la creación por esa separación definitiva. Todos los elementos hostiles a Dios habrán desaparecido. Nuestro Señor Jesucristo habrá aniquilado y apartado toda maldad y ofrecerá al Padre Eterno la corona de esa nueva humanidad. Él mismo, como cabeza de la humanidad, se someterá a su Padre: “Después del final, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre, cuando haya aniquilado todo principado, poder y fuerza. Pues Cristo tiene que reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la muerte, porque lo ha sometido todo bajo sus pies. Pero, cuando dice que ha sometido todo, es evidente que queda excluido el que le ha sometido todo. Y, cuando le haya sometido todo, entonces también el mismo Hijo se someterá al que se lo había sometido todo. Así Dios será todo en todos” (1 Cor 15, 24-28). Por tanto, nuestro destino es la posesión de Dios y la vida eterna. ¡El cielo, he aquí la luz que hace empalidecer los atractivos, a veces tan vivos, de las cosas presentes y nos lleva como a los santos a enfrentar los más rudos trabajos y a alegrarnos con nuestras pruebas! Como dice el Apóstol citando a Isaías, allí veremos cosas que “ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1 Cor 2, 9).
“Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” Si el cielo estrellado es tan bello, ¡cuánto más bellas serán las cercanías del trono de Dios! Si esta tierra nos ofrece tantos deleites, ¿cómo serán los deleites del cielo, en comparación con el cual la tierra se parece a un desierto? Sin embargo, los gozos del cielo no son meros placeres sensibles como los de la tierra, porque más que un lugar de delicias, es un estado de alma que consiste en la visión de Dios, en la paz y en el gozo del espíritu. De hecho, en el cielo gozaremos sobre todo de la visión directa de Dios, pues “ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara” (1 Cor 13, 12) y por eso, “seremos semejantes a Él [Dios], porque lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2). Nos regocijaremos también con el amor de la amistad de los demás habitantes del cielo, donde se realizará en su plenitud la unión de corazones que Nuestro Señor pidió para la Iglesia: “Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti” (Jn 17, 21). Por último, como ya lo dijimos, gozaremos de la exención de todo mal: “Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido” (Ap 21, 4); “y ya no habrá más noche, y no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz de sol, porque el Señor Dios los iluminará y reinarán por los siglos de los siglos” (Ap 22, 5). Lugar donde “el fuego no se apaga” A su vez, el infierno es también un lugar y un estado del alma. Es el lugar de los eternos tormentos, que Nuestro Señor define como “las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 8, 12), aquella gehena hecha “fuego que no se apaga […] donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (Mc 9, 43-48). En ese lugar, los condenados padecerán sobre todo la privación eterna de la visión de Dios (también llamada pena de daño); pasarán además, eternamente en compañía de los demonios y de los otros réprobos, odiándose mutuamente y cometiendo entre si todo tipo de crueldades. Sufrirán finalmente el tormento del fuego, como se desprende de las enseñanzas de Nuestro Señor: “me torturan estas llamas” (Lc 16, 24), se queja, por ejemplo, el hombre rico de la parábola. Si pensamos que por un solo pecado mortal el hombre se aparta completamente de Dios y, si muere privado de su gracia, es como el sarmiento seco que se lanza al fuego, estaremos locos si no nos arrepentimos inmediatamente de nuestros pecados, si no recurrimos a la ayuda de la Santísima Virgen y si no vamos a confesarnos a fin de beneficiarnos de la infinita misericordia que está a nuestra espera para reconciliarse con nosotros. Pero si consideramos la inmensidad de pecados que cada minuto son cometidos en nuestra sociedad neopagana, y cuántas almas se van al infierno a causa de la actual corrupción moral, no escatimaríamos esfuerzos para atender los pedidos formulados por Nuestra Señora en Fátima, particularmente la devoción reparadora de los cinco primeros sábados de mes. * * * Para concluir, apenas una precisión: cuando dijimos que existen solamente dos destinos eternos, la felicidad del cielo o los tormentos del infierno, nos referimos a todos los bautizados y a los adultos no bautizados. Pues los teólogos tradicionales formularon la hipótesis teológica del “limbo de los niños”, es decir, una morada de plena felicidad natural para los niños y las personas desprovistas de razón (por tanto, incapaces de pecar) que murieron con la mancha del pecado original, las cuales, por no haber sido bautizadas, no pueden gozar de la visión beatífica. Sin embargo, esta hipótesis, que ha prevalecido en los manuales desde la Edad Media, no excluye la posibilidad de que Dios pueda haber dispuesto otros medios, no comunicados a los hombres, para salvar incluso a los niños que mueren sin el bautismo. Por ejemplo, dándoles una oportunidad de elegir entre el bien y el mal.
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