Plinio Corrêa de Oliveira Últimamente cada Navidad marca en relación a las anteriores, el agravamiento de un fenómeno que en sí no debería existir, pero, una vez que existe, podría exceptuar al menos la fiesta del Nacimiento del Salvador. Me refiero a la laicización generalizada de las mentalidades, de la cultura, del arte, de las relaciones sociales, en una palabra, de la vida. En esta materia, laicización significa propiamente paganización. Pues, a medida en que se va empujando a la penumbra al Hombre-Dios, el lugar vacío dejado por Él va siendo cubierto por “valores” muy concretos y palpables, pero que, a veces, son glorificados como si fuesen faustosas abstracciones: la Economía, la Salud, el Sexo, la Máquina, y tantos otros (las mayúsculas anacrónicas sirven para que se sienta mejor lo que afirmo). “Valores” materiales, es obvio. Y enfatizados por una orquestación propagandística saturada de marxismo, de freudismo, etc. Al contrario de lo que sucedía en el mundo clásico, estos “valores” no son personificados —como es obvio— por dioses, ni concretizados en estatuas. Lo que no impide que ellos sean los verdaderos ídolos paganos de nuestro infeliz mundo laicizado. La influencia del neopaganismo laico viene infiltrando cada vez más la Navidad moderna. Infiltración gradual, pero perfectamente obvia. ¿De qué manera? No de una sola manera, sino simultáneamente de todas las maneras concebibles. * * * Comenzando por el Adviento. Este período, que en el año litúrgico comprende las cuatro semanas que preceden a la Navidad, constituía para la Cristiandad una parte del año especialmente enfocada al recogimiento, a una discreta compunción y a la esperanza palpitante del gran júbilo que el nacimiento del Mesías traerá. Todos se preparaban así para acoger al Niño Dios que, en el virginal sagrario materno, se acercaba, día a día, al momento bendito en que daría inicio a su convivencia salvífica con los hombres. En aquella atmósfera densa y vívidamente religiosa, la tónica se iba gradualmente dislocando. A medida que se aproximaba la noche entre todas sagrada, la compunción iba cediendo lugar a la alegría. Hasta el momento en que, durante las pompas festivas de la Misa del Gallo, las familias, los pueblos, las naciones se sentían ungidos por el júbilo sacral bajado de lo más alto de los cielos; y en cada ciudad, en cada hogar, en el interior de cada alma se difundía, como un bálsamo de olor celestial, la impresión de que el Príncipe de la Paz, el Dios Fuerte, el León de Judá, el Enmanuel, una vez más acababa de nacer. “Stille Nacht, heilige Nacht”… la célebre canción que se transpuso para nuestro vernáculo de modo menos expresivo, como “Noche de paz”… De toda esta preparación, ¿qué quedó? Del Adviento, ¿quién piensa en él, sino una minoría ínfima? Y dentro de esa minoría ínfima, ¿cuántos lo hacen bajo la influencia de la verdadera teología católica y tradicional, y no de las teologías ambiguas y desorientadas que sacuden hoy en día el mundo cristiano, como si fuesen convulsiones febriles? * * * Pero pongamos de lado a esa minoría y pensemos en las multitudes que se agitan en las grandes ciudades. Por ellas, el Adviento pura y simplemente no es recordado. La correría de todos los días continúa, agravada por la perspectiva de los gastos que enfrentar, de los regalos que enviar, de las visitas por hacer y de las fiestas o jaranas que organizar. En suma, todo el mundo se va aproximando a la Navidad, no como a una fecha hacia la cual se camina con esperanza, sino como a un día afanoso, dispendioso y, bajo algunos aspectos, hasta complicado, que se tendrá la alegría de “dejar atrás”. Es verdad que en las ciudades y tal vez más especialmente en las grandes urbes, la aproximación a la Navidad es destacada por la multiplicación de las guirnaldas encendidas en la vegetación de los jardines de los barrios residenciales, por los largos hilos de luces en las avenidas de mayor tránsito, y en la cargada ornamentación de las vitrinas comerciales. Pero no es difícil sentir que la alegría peculiar que todo eso tiende a “calentar” —una alegría toda ella inducida, nótese bien— proviene del deseo de comprar, de gozar, de festejar. De tales luminarias eléctricas, nada o casi nada recuerda al Mesías que está por llegar. Y todo recuerda, eso sí, la economía ansiosa de ser reactivada: el comercio que palpita por ampliar la salida de sus inventarios y la industria que multiplica sus productos (y sus lucros) para llenar los vacíos abiertos en las estanterías de las tiendas, en virtud del aumento del consumo. En suma, es el Ídolo-Economía que se va convirtiendo en el gran centro de las expectativas, de los anhelos y de los festejos navideños de este fin de era. Mamón. El Estómago. La Materia. — ¡Jesús, no!… * * * Llega por fin la Navidad. ¿Reúne ella aún a las familias alrededor de un pesebre? A veces, sí. No obstante, en numerosos casos, los reúne no alrededor de un nacimiento donde el Niño Dios extiende los brazos a María Santísima profundamente enternecida, bajo la mirada meditativa y recogidamente jubilosa de san José. Sino alrededor de una mesa en que las golosinas, el champagne de los que pueden y las modestas bebidas de los que no pueden, ocupan las atenciones otrora enfocadas fundamentalmente hacia el Nacimiento del Redentor. En cuántos hogares, la reducción y la transparencia cada vez más acentuada de los trajes esparcen una atmósfera de sensualidad, desvirtuando profundamente el significado de aquella noche de insuperable pureza. Hay también los festejos bajo cuya influencia la caridad se encoge y se extiende siempre menos hasta los hogares de los que nada tienen. En estos, las larguezas difundidas otrora por la justicia y por la caridad cristianas son substituidas por el siseo de la subversión “católica” que, bajo el pretexto de la Navidad, se hace oír por la voz del (o de la) agente de una comunidad de base cualquiera. O de cosa parecida. En realidad, no obstante, la neo Navidad laica tiene aún otro aspecto. El tifón del turismo arranca a incontables familias del hogar —el cual debe ser, con la iglesia y la parroquia, el marco específico de la noche de Navidad— y las dispersa a lo largo de hoteles, de playa o del interior, en medio de un bullicio mundano en que no consiguen penetrar las voces angélicas que cantan el “Gloria in excelsis Deo”. * * * Pero la laicización no se detiene ahí. Ella persigue a la Navidad hasta en los ecos augustos con que ella se prolonga en las fiestas que le siguen. Año Nuevo, Reyes... La fiesta de Año Nuevo es, en términos religiosos, la fiesta de la Circuncisión, que recuerda a Nuestro Señor Jesucristo, el cual, movido por el amor al género humano, derrama ya en su primera infancia gotas de su sangre infinitamente preciosa, en favor de los hombres. Y así hace ya pensar en el sacrificio augusto que los redimirá del pecado, los arrancará de la muerte eterna y les abrirá el camino del cielo. Pues a esta fiesta religiosa del Dios Niño se superpone la conmemoración salobre de una laicísima confraternización universal de los pueblos. Confraternización irremediablemente vacía, como todo cuanto es laico, y de la cual parecen carcajear cínicamente las cortinas de hierro y de bambú que desmiembran a los pueblos, el terrorismo que las llena de pavor, el riesgo de la destrucción atómica que pesa sobre ellos como una nube plomiza, y la zarabanda cada vez más cargada de antagonismos y odios, de las ideas y de los intereses incompatibles e irreconciliables. En una palabra, cuando el sol se pone, los animales maléficos salen de sus cubiles y pasean por la selva. El laicismo presenta a Jesucristo a los ojos del mundo como un sol de fin de ocaso. ¿Qué sorpresa hay en que se multiplique y se difunda todo cuanto es dañino en los antros de los corazones descristianizados, de las ciudades enloquecidas y de las soledades en que el vicio y el crimen se esconden, para, a su gusto, multiplicar el exceso por el exceso? Pero —alguien dirá— ¿por qué recordar todo esto en este momento de alegría? ¿Por qué ese lloriqueo, en el momento en que los hombres están ávidos de reír y de festejar? Para protestar. Y si esta protesta suena a lloriqueo a algún oído amortecido por la cacofonía moderna, el defecto no es de la protesta. El defecto es de quien no sabe sentir en él sino lo que él no es: un lloriqueo. Pues el lloriqueo es pusilánime, suena a derrota y a capitulación. Mientras que la protesta, inspirada por el amor a Cristo, Rey vencedor, y a María, “ut castrorum acies ordinata” — “Terrible como un ejército en orden de batalla” (Cant 6, 3 y 9), se yergue con firmeza en medio de la incomprensión. Esta protesta es un grito de reparación, una proclamación de inconformidad, y más que eso, un prenuncio de victoria.
* “Folha de S. Paulo”, 1º de enero de 1979.
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