TODOS LOS DÍAS, del uno al otro confín de la tierra, en lo más alto del cielo y en lo más profundo de los abismos, todo pregona y exalta a la admirable María. Los nueve coros angélicos, los hombres de todo sexo, edad, condición, religión, buenos y malos, y hasta los mismos demonios, de grado o por fuerza, se ven obligados —por la evidencia de la verdad— a proclamarla bienaventurada. Todos los ángeles en el cielo —dice San Buenaventura— le repiten continuamente: "¡Santa, santa, santa María! ¡Virgen y Madre de Dios!", y le ofrecen todos los días millones y millones de veces la salutación angélica: Dios te salve, María…, prosternándose ante Ella y suplicándole que, por favor, los honre con alguno de sus mandatos. "San Miguel —llega a decir San Agustín—, aún siendo el príncipe de toda la milicia celestial, es el más celoso en rendirle y hacer que otros le rindan toda clase de honores, esperando siempre sus órdenes para volar en socorro de alguno de sus servidores". Toda la tierra está llena de su gloria. Particularmente entre los cristianos, que la han escogido por tutela y patrona de varias naciones, provincias, diócesis y ciudades. ¡Cuántas catedrales consagradas a Dios bajo su advocación! ¡No hay iglesia sin un altar en su honor ni comarca ni región donde no se dé culto a alguna de sus imágenes milagrosas, se alcance la curación de toda suerte de enfermedades y se obtenga toda clase de bienes! ¡Cuántas cofradías y congregaciones en su honor! ¡Cuántos institutos religiosos colocados bajo su nombre y protección! ¡Cuántos congregantes en las asociaciones piadosas, cuántos religiosos en todas las órdenes religiosas! ¡Todos publican sus alabanzas y proclaman sus misericordias! No hay siquiera un pequeñuelo que, al balbucir el avemaría, no la alabe. Ni apenas un pecador que, en medio de su obstinación, no conserve alguna chispa de confianza en Ella. Ni siquiera un solo demonio en el infierno que, temiéndola, no la respete. Es, por tanto, justo y necesario repetir con los santos: DE MARIA NUNQUAM SATIS. María no ha sido aún alabada, ensalzada, honrada y servida como debe serlo. Merece aún mejores alabanzas, respeto, amor y servicio. Debemos decir también con el Espíritu Santo: "Toda la gloria de la Hija del rey está en su interior" (Sal 45, 14). Como si toda la gloria exterior que el cielo y la tierra le tributan a porfía fuera nada en comparación con la que recibe interiormente de su Creador, y que es desconocida de creaturas insignificantes, incapaces de penetrar el secreto de los secretos del Rey. Debemos también exclamar con el Apóstol: "El ojo no ha visto, el oído no ha oído, a nadie se le ocurrió pensar…" (1 Cor 2, 9) las bellezas, grandezas y excelencias de María, milagro de los milagros de la gracia, de la naturaleza y de la gloria. "Si quieres comprender a la Madre —dice un santo—, trata de comprender al Hijo, pues Ella es la digna Madre de Dios". "¡Enmudezca aquí toda lengua!". El corazón me ha dictado cuanto acabo de escribir con alegría particular para demostrar que la excelsa María ha permanecido hasta ahora desconocida y que esta es una de las razones de que Jesucristo no sea todavía conocido como debe serlo. De suerte que, si el conocimiento y reinado de Jesucristo han de dilatarse en el mundo —como ciertamente sucederá—, esto acontecerá como consecuencia necesaria del conocimiento y reinado de la Santísima Virgen, quien lo trajo al mundo la primera vez y lo hará resplandecer, la segunda. SAN LUIS MARÍA GRIGNION DE MONTFORT, Tratado de la Verdadera Devoción, nº 8-13, in Obras, B.A.C., Madrid, 1984, pp. 276-278.
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