La nobleza no constituye una clase cerrada como las castas hindúes, al contrario, está siempre abierta a plebeyos que, por sus cualidades y méritos excepcionales, trasciendan su extracción social Plinio Corrêa De Oliveira Como vimos anteriormente* existen muchas razones por las cuales un individuo, una familia o un conjunto de familias, por la gradual ascensión en la escala social, podían llegar a ser nobles al cabo de algunas generaciones. Era lo que ocurría con las élites tradicionales. Ya vimos también, aunque muy rápidamente, que una de las élites que fácilmente podía ascender a la nobleza era la clase de los profesores universitarios.
Realmente, el acto de enseñar exige más que simplemente conocer. Pues enseñar consiste no apenas en tener un conocimiento excelente de cierta materia, sino también el ser capaz de transmitirla de manera adecuada y hasta brillante, por medio de las cualidades de orden didáctico que el profesor debe poseer. Lo cual es una excelencia del espíritu humano. En el orden intelectual, la condición de profesor universitario debería ser —lamentablemente no siempre lo es— el auge de la condición intelectual. Debería ser la nobleza y la aristocracia no sólo del magisterio sino de toda la intelectualidad de un país. Esto porque la universidad es la más alta de las escuelas y ser profesor en una universidad es el más alto de los magisterios. Había, pues, universidades en que los profesores y sus familias podían ser ennoblecidos. En Portugal, la mera condición intelectual abría las puertas a la categoría noble. Todo aquel que se diplomaba en teología, filosofía, derecho, medicina o matemáticas en la famosa Universidad de Coímbra, fundada en 1307, era noble a título personal y vitalicio, aunque no hereditario. Pero si, de padres a hijos, tres generaciones de una misma familia se diplomaban en Coímbra en tales carreras, todos sus descendientes pasaban a ser nobles por vía hereditaria, aunque ellos no llegaran a estudiar, a su vez, en la referida universidad. Lo cual era muy legítimo, muy cierto, porque las grandes universidades forman en sus profesores y alumnos una cierta calidad de espíritu que expresa categoría, y por la cual ellos se vuelven realmente dignos de la nobleza.
Todo esto, no obstante, no impide que haya en la condición de profesor algo que no sea noble. Él puede ser un intelectual que piensa y estudia mucho, pero que lleva una vida tranquila entre sus libros, sin luchas, egoístamente habituado a muchas comodidades, rodeado de un prestigio que no corre riesgos, titular de una cátedra vitalicia, en una situación de holgura y confort adecuados a su condición. Vista de ese ángulo, la condición de profesor puede no ser digna de ascender a la nobleza, pues en esa actitud hay algo de deformante en el modo de ejercer la profesión, lo que la hace eminentemente burguesa. Existe, no obstante, otro modo de vivir la condición de profesor. Es tener un espíritu bastante cualitativo, orientado a percibir en las cosas mucho más su significado que los meros hechos concretos, capaz de comprender un cierto fondo de la realidad que un profesor de espíritu no cualitativo no comprende. Un profesor que al narrar un acontecimiento, al comentar una ley, al describir una experiencia, al exponer un argumento o al resolver un problema sepa dar el sentido más profundo de la calidad de aquello que fue objeto de su exposición, ése es un hombre de espíritu superior que puede ser ennoblecido. Ascensión de plebeyos a la más alta nobleza Además de estas formas de ennoblecimiento de categorías sociales, existía un hecho evidente, que la observación común de la historia muestra: de las clases más oscuras de la sociedad podían surgir, de repente, personas dotadas de algunas cualidades que las habilitarían para pertenecer a la más alta nobleza. Podían ser personas que nacieran, por ejemplo, con la capacidad de convertirse en grandes estadistas o jefes de Estado. O hasta de llegar a ser excelentes ministros, como de hecho los hubo. Cuando se investiga la formación del espíritu de tales estadistas, el medio familiar y social en que vivieron, nada indica qué pueda haber originado tal capacidad y tales cualidades. Su padre podría haber sido un modesto y digno obrero; su madre, una esposa austera que ayudaba a la familia a vivir con el exiguo salario del padre. Nada había allí que hiciera surgir en la cabeza del niño una tendencia, una capacidad para ser un gran político o diplomático, un gran guerrero, un gran poeta, un gran artista, o cualquier otra cosa del género. La historia, sin embargo, contiene numerosos ejemplos de personas provenientes de las clases más modestas y que tuvieron ese don, esa capacidad. Es frecuente depararse, en la historia militar de la Edad Media, con hechos heroicos practicados por personas que pertenecían a la plebe pero que revelaban, en su modo de combatir, una tal elevación de sentimientos, un tal desprendimiento de sí mismos que —aunque pertenecían a la plebe más elemental, más modesta— podían ser elevadas a la condición de nobles. Pues quien es capaz de ser mártir, de arriesgar y dar la propia vida teniendo en vista un bien superior, un bien común, tiene las grandes fortalezas y las grandes elegancias de alma que son la materia prima del noble, que modelan un tipo humano que hace del noble como que santo del orden temporal. Así, cuando alguien manifiesta una grandeza de origen modesto, es natural que sea elevado al grado que le corresponde, pero sin transformar este hecho en regla general. Pues lo que Dios quiso dar a uno, puede que no se lo dé a otro. Dios se reserva para sí mismo el derecho de sacar a alguien de la más humilde condición y elevarlo, simplemente porque quiso. Y el hombre así escogido por Dios, colocado en esa situación, debe saber aprovechar los dones recibidos de tal modo que, puesto en la cumbre de las grandezas humanas, sirva a Dios y a la Iglesia con todo el empeño de su alma y de su corazón. Caso rehúse tal servicio y haga mal uso de sus dones y de sus capacidades, tendrá que prestar cuentas a Dios. Esos hechos, esas grandezas, sirven para mostrar que Dios es el verdadero autor de todo esto. Él modela a los grandes hombres, a las grandes familias, a las grandes naciones, porque Él es infinitamente grande. Dios es la propia Grandeza y el autor de todas las grandezas. * Cf. Tesoros de la Fe, nº 147, marzo de 2014. De la plebe italiana a la corte francesa
La historia registra casos muy interesantes de personas que, aunque nacidas en la plebe, fueron dotadas con la capacidad de convertirse en estadistas famosos y dirigentes de naciones. Un ejemplo característico en ese sentido fue Julio Mazarino, de origen modesto y casi desconocido. Parece que nació en Piscina, Abruzos (Italia), en 1602. Estaba dotado de una extraordinaria y sutil inteligencia, excelente político y diplomático, de trato muy digno, lo cual le permitió figurar con destaque en la corte francesa, la más exigente del mundo en aquella época. Se naturalizó francés en 1639 y, aunque no era sacerdote, obtuvo el título de Cardenal en 1641, por el cual pasó a ser conocido, y que le confirió un status de alta nobleza en la línea eclesiástica. Richelieu, el famoso ministro de Luis XIII, al morir en 1642, lo recomendó a este monarca, quien lo nombró Primer Ministro. Mazarino ocupó el cargo no sólo hasta la muerte de aquel rey, ocurrida en 1643, sino además durante toda la regencia de Ana de Austria —madre de Luis XIV, por entonces menor de edad— y el comienzo del reinado de este último, falleciendo en 1661, en su calidad de Primer Ministro de Francia.
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