En el torbellino de la profunda crisis que en los días actuales devasta impetuosamente la institución de la familia, nada mejor que reportarnos a los principios fundamentales de la moral católica tradicional. Respetándolos, florecerá la civilización plena; transgrediéndolos, lo que aún queda de civilización cristiana en nuestros días acabará por extinguirse. Ofrecemos a continuación, para reflexión de nuestros apreciados lectores, algunos trechos extraídos del famoso Manual de Instrucción Religiosa del autor francés A. Boulenger, el cual trata, en la sexta lección, del cuarto mandamiento de la Ley de Dios: Honrar padre y madre. Los deberes de los padres hacia sus hijos son: 1. Afecto No será necesario insistir mucho en esta obligación primordial, pues Dios hizo el corazón del padre y de la madre, un tesoro de amor, un relicario de ternura. Este sentimiento, sin embargo, sería ciego y nefasto, si idolatrase todo en los hijos, inclusive las faltas, los defectos. El amor de los padres debe ser, al contrario, esclarecido e inteligente, es decir:
a) sin debilidad. No se conceda, a los hijos, lo que por ventura fuese perjudicial a sus verdaderos intereses. Demasiados cariños, exagerada sensibilidad serían culpables, y traerían consecuencias desastrosas. Quien sabe amar, sabe castigar, es un proverbio verificado siempre; b) sin egoísmo. La meta de los padres, el blanco de todos sus anhelos y esfuerzos, debe ser el aprovechamiento, el bien y la felicidad de los hijos, y no ventajas propias; c) sin predilecciones. El amor de los padres no puede hacer diferencias. El mismo para todos. Las preferencias, que se manifestasen a favor de éste o de aquel, provocarían envidia, disgusto, rabia en los otros, y así entraría en la familia la malquerencia, la discordia. 2. Educación La educación tiene un doble objeto: cuerpo y alma. Su fin es desarrollar las facultades físicas, intelectuales y morales del niño: a) Los padres tienen la obligación de proporcionar a sus hijos la subsistencia material. Es un deber que se impone ya en el amanecer de la existencia del niño. Caben a la madre los primeros desvelos. Ella es quien primero ha de alimentar al bebe. Y no puede fallar a su providencial misión. No puede, sin motivo ponderoso, eludirse al papel esencial de la maternidad: criar, ella misma, a la prole. Cuando sea mayorcito, será el padre, más particularmente el indicado para proveer el sustento material de la familia. O mejor, padre y madre han de conjugar sus labores, cada uno en la esfera de su actividad, para suministrar a los hijos lo que precisan, en cuanto al alimento y a la ropa, según las exigencias de su posición social y las posibilidades de su situación. b) Es preciso, por lo demás, que velen por el desarrollo de las fuerzas corporales de sus hijos, estimulándolos a participar por eso, de ejercicios físicos en armonía con la edad: la salud del cuerpo es, en efecto, poderoso factor de salud del alma (mens sana in corpore sano). Robustecer los elementos de resistencia del organismo permitirá a los menores prepararse para enfrentar los embates de la existencia, las luchas de la vida, y a doblegarse, serenos e inamovibles, a las dos magnas leyes del sufrimiento y del sacrificio. c) En fin, precisan acostumbrar a los hijos al trabajo. El medio más eficaz, en esto como en todo, no olviden que es el buen ejemplo. Trabajar con ahínco, perseverante y asiduamente, aunque su fortuna les permita eximirse de ello, que vivir en el ocio y en las diversiones. Educación intelectual y moral Consiste en la formación de las dos facultades más nobles de la criatura humana: la inteligencia y la voluntad, por medio de la instrucción y de la educación propiamente dicha.
a) Instrucción. Es de máxima importancia el cultivo del espíritu. Antes, no obstante, de encaminar a los hijos en este o en aquel ramo, de encasillarlos en estas o en aquellas ciencias, sus mentores han de tomar en cuenta los gustos y las aptitudes de los pequeños. De lo contrario, tendrían, más tarde, que afrontar amargas decepciones, crueles e irremediables desengaños. Deben descubrir y auxiliar los planes divinos; tan pronto descubran la vocación de sus hijos, favorézcanlos de todos los modos, abstrayéndose por completo de intereses mezquinos, o de necios sueños de megalomanía. b) Educación. Por más elevado que sea el valor de la instrucción, ella sería vana, fofa, y hasta extremamente perjudicial, si no se conjuga con ella, paralelamente, la educación. Es perla preciosa un espíritu ilustrado. Joya del más fino quilate es, no obstante, la voluntad recta y fuerte, el carácter diamantino. Esta lenta lapidación se consigue por la persuasión, por la autoridad, por la influencia moral en todo momento. Exige de los padres el cumplimiento escrupuloso de dos deberes de suma relevancia: vigilar y corregir. Vigilancia Vigilar es prevenir el mal; es espantarlo, antes que aparezca; es destruirlo en su germen. Los padres, para ello, han de remover todo cuanto pudiese ser estorbo o tropiezo para la virtud de los hijos; malas compañías, libros y periódicos, que ofendan la fe o las costumbres. Han de enseñarles con paciencia inagotable, los nobilísimos principios del deber, del sacrificio, de la honra, de la dominación de los ímpetus y del genio. Corrección No bastará siempre la vigilancia. Será necesario corregir. Corregir quiere decir enderezar, traer a los hijos al rumbo cierto, cuando se desvían: tarea de cuidado, porque exige evitar dos excesos opuestos, funestos por igual: excesiva indulgencia o demasiada severidad. Por un lado, una reprensión débil es casi un incentivo para la reincidencia. Por otro lado, la autoridad despótica es fuente de disgustos, da resultados contraproducentes. Peor que todo, tal vez, sea pasar de un extremo a otro, del rigor al relajamiento: es el desmoronamiento rápido y fatal de toda la obra. El arte de mandar está en la prudente unión de la mansedumbre con la firmeza. Poquísimas veces se dejará que la coacción únicamente fuerce a la obediencia a los educandos. Es necesario, ciertamente, domar y disciplinar la voluntad, nunca oprimirla. Por encima y antes que todo, la educación debe ser religiosa. Lamentablemente, la educación religiosa no es señal infalible del triunfo de la moral. Pero, la experiencia secular muestra que es un error colosal separar la moral de la religión, y que la educación divorciada de la religión acarrea, lógicamente, el divorcio de la moral. Por lo tanto, que los padres hagan bautizar a los hijos cuanto antes. Les enseñen, desde el germinar de sus facultades, los nombres de Jesús y María, las oraciones, los rudimentos de la fe. 3. Buen ejemplo Aunque los padres, con todas las fuerzas del alma, se esmeraran en la educación de sus hijos, no surtirían buen efecto todos esos empeños si viniesen sin la compañía del ejemplo. Palabras sin ejemplo, dice el gran Viera, son tiros sin balas. De hecho, ¿qué fruto lograría quien predicase la virtud, encomiase la oración, la asistencia a misa, la fidelidad a las leyes de la abstinencia, el cumplimento del deber de la comunión, sin practicar él mismo, nada de eso?
A. Boulenger, Doctrina Católica, Manual de Instrucción Religiosa, Ed. Ind. Gráfica Siquera, S. Paulo, 1955, 2ª parte, pp. 73-76.
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