Pilar de la Cristiandad medieval naciente
Habiendo fundado muchos monasterios, en los cuales imprimió su vigoroso carácter, este heroico religioso dejó atrás de sí un surco de radicalidad en la vida monástica y en el combate a la herejía arriana. Siglos después, su acción contribuiría para el apogeo medieval. Plinio María Solimeo Pocos datos hay sobre el nacimiento y los primeros años de este santo que tanta influencia ejercería en la vida monacal de Occidente, en su siglo y en la baja Edad Media. Se sabe que nació en Leinster, Irlanda, en 540, el mismo año en que el patriarca San Benito fallecía en Monte Cassino. Lo que resalta la primera biografía de Columbano, escrita por uno de sus monjes, Jonás de Bobbio, es que su educación e instrucción fueron esmeradísimas, habiéndose iniciado muy temprano en el estudio de las Sagradas Escrituras. Habla también que era notable por su belleza moral y física. Adolescente, sentía en sí, como San Pablo, los aguijones de la carne. Para no caer en tal esclavitud, buscó consejo en una piadosa mujer que vivía recluida en las cercanías en olor de santidad. Le expuso sus tentaciones, pidiendo que le indicara un remedio seguro para no caer en ellas. “Inflamado por el fuego de la adolescencia —le respondió— intentarás en vano escapar de tu propia fragilidad mientras permanezcas en tu suelo natal. Para salvarte, es necesario huir”. 1 Columbano, siempre determinado a hacer lo que creía que era su deber, decidió partir en seguida. Su madre, para detenerlo, se echó en el umbral de la puerta. Saltando heroicamente sobre su cuerpo, huyó hacia el famoso monasterio de Bangor. Con sus tres mil monjes, éste brillaba iluminado por su abad San Congal, discípulo de San Finiano, reputados ambos por la austeridad y severidad en la dirección de sus discípulos. Determinado a ser un verdadero santo, el espíritu inflamado de Columbano encontró en medio de ellos el alimento que deseaba. Pero no por mucho tiempo. Pasados algunos años, sintió que otras tierras y otros pueblos lo llamaban, y decidió partir a las Galias. San Congal, viendo en aquel deseo una inspiración divina, le concedió la autorización para partir con doce de sus condiscípulos, en honra de los doce apóstoles. Galias: nueva mies para su celo apostólico Las Galias, que comprendían más o menos el actual territorio de Francia, se dividían en varios reinos, gobernados por soberanos en su mayoría cristianos, pero aún semi bárbaros como lo eran las costumbres de la época. Columbano y sus discípulos, en sus peregrinaciones apostólicas, llegaran a Borgoña, donde el rey Gontrán los recibió con alegría. Les concedió como morada el antiguo castillo romano de Annegray, que los monjes transformaron en monasterio. Ahí llevaban una ruda vida de penitencia, pasando semanas sin más alimento que hierbas, siendo algunas veces mantenidos milagrosamente por la Providencia. Como el heroísmo católico atrae y contagia, la vida de estos monjes comenzó a impresionar a los pueblos que vivían alrededor del monasterio. En breve, muchos nobles y plebeyos acudieron a unirse a los monjes, o al menos para recibir de ellos una bendición para sí, sus familias y sus cosechas. Sin embargo, a veces San Columbano sentía la necesidad de apartarse hasta de la convivencia de los suyos, para enfervorizarse más. Se retiraba entonces a un lugar desierto, llevando consigo sólo las Sagradas Escrituras y viviendo pacíficamente en medio de las fieras. Los fines de semana participaba del Oficio Divino con su comunidad. La afluencia siempre creciente de candidatos al monacato obligó a Columbano a fundar otros monasterios, entre ellos el de Luxeuil, en un antiguo campamento romano abandonado, rodeado aún de restos de cultos idolátricos. Éste se volvería uno de los más famosos monasterios de las Galias.
Severidad monástica: imán de atracción de las almas San Columbano decía a sus monjes: “Que el monje viva en el monasterio bajo la ley de uno solo y en compañía de muchos, para aprender de unos la humildad y de otros la paciencia. Que no haga lo que le plazca; que coma lo que se le mande; que no tenga sino lo que le den y que obedezca a quien le desagrade. Irá al lecho agotado por el cansancio, durmiendo ya al dirigirse a él, dejándole sin terminar el sueño. Si sufre alguna injuria, que calle; tema al superior como a Dios, y ámele como a un padre. No juzgue las decisiones de los ancianos. Avance siempre, rece siempre, trabaje siempre, estudie siempre”. 2 Para él, el monje tenía que ser un héroe de Jesucristo, combatiendo constantemente al demonio, al mundo y a la carne. Es decir, tenía que estar en una lucha constante: “Donde hay lucha, hay valor, entusiasmo, fidelidad. Donde no la hay, queda vergüenza y miseria. Sin lucha, dice el Apóstol, no hay corona”. 3 Uno de sus biógrafos comenta: Por “más maceraciones y ayunos que haga, será de rigor la sumisión del juicio y de la voluntad a la dirección del abad. Columbano constituía un ejemplo vivo de sus prescripciones: era exacto en el trabajo y en los diversos actos del día, y se volvía especialmente dulce e insinuante al exponer su tema predilecto —la Eucaristía, el Pan y Fuente de Vida”. 4 La intransigencia y hasta la severidad de San Columbano, en vez de apartar a los monjes atraía más candidatos, de tal modo que en poco tiempo el número de monjes de Luxeuil ascendió a 600. El santo pudo así instituir el Laus perennis, es decir, la alabanza perenne a Dios nuestro Creador, por grupos de monjes que se relevaban en el cántico del Oficio Divino las 24 horas del día. Estos oficios a veces comprendían todo el salterio y muchas oraciones por los pecadores, por toda la Cristiandad, por la concordia entre los reyes y enemigos. En lo que concierne a la disciplina, el fundador era inconmovible, y los castigos severísimos. Por ejemplo, aquellos que respondían sin respeto al superior o a los compañeros, recibían cincuenta azotes. Había castigos también para el sacerdote que no se bañaba (aquellos tiempos eran aún bárbaros) o no se cortaba las uñas antes de celebrar misa; como también para el diácono que ejerciese sus funciones con la barba desarreglada. Decía: “Hay que pisotear el placer... La mortificación es lo más importante de la regla monacal... La desnudez de toda propiedad es la primera perfección del monje”. Con orgullo afirmaba a respecto de la religión de sus monjes: “Nadie de entre nosotros fue jamás hereje, cismático ni judío”. 5 Obstinado al principio, sumiso al Papa después Si los santos pueden ser determinados, San Columbano lo era. Un poco nostálgico de su país, para él el modelo de vida religiosa era el de Irlanda. Por eso quería que todo, en las Galias, fuese como allá. Claro que ello algunas veces parecía ventajoso y otras no. Una de las buenas costumbres irlandesas que él acabó convenciendo al episcopado franco de adoptar fue el uso de la confesión auricular, que no había en las Galias. Pero se originó una polémica respecto al día en que se debía conmemorar la Pascua, tema controvertido desde la fundación de la Iglesia. En un concilio nacional en las Galias fue establecida una fecha, según la orientación de Roma. En Irlanda aún se observaba el llamado canon alejandrino, muy anterior, que estipulaba otra. San Columbano quería que la costumbre irlandesa fuese aceptada no sólo en Francia, sino en toda la Iglesia universal, intentando, en una larga y fogosa carta, convencer de eso al Papa San Gregorio Magno. El santo irlandés no quedó satisfecho con la concesión que le fue dada, de continuar la conmemoración según su costumbre en los monasterios por él fundados. Ello suscitó una larga y estéril lucha. Por fin, San Columbano curvó la cabeza y aceptó la decisión del Papa Sabiniano, sucesor de San Gregorio, y siguió las normas comúnmente vigentes en el resto de la Iglesia. Espíritu profético En la Austrasia, antigua provincia de las Galias, actual Francia, quien verdaderamente gobernaba era la reina Brunequilda, abuela del rey Teoderico. Temiendo que éste se casara con una princesa que ofuscase su autoridad, esta desdichada inducía al rey a vivir con concubinas. Columbano empeñó todos los esfuerzos para que el rey se casara. Cuando éste lo hizo, fue tal la presión de la abuela, que en menos de un año repudió a su esposa legítima para volver con las concubinas.
Cierto día el monje fue a visitar la corte, y la reina-abuela le presentó los cuatro hijos ilegítimos de Teoderico, diciendo: “Son hijos del rey; fortalézcalos con una bendición”. “¡No!” respondió Columbano. Y añadió proféticamente: “Ellos no reinarán, porque vienen de un mal lugar”. A partir de ese momento Brunequilda juró venganza y prohibió a los monjes de Columbano salir del convento. El santo buscó entonces a Teoderico, que lo invitó a comer. Columbano no quería participar de la mesa con aquel que acababa de lanzar un golpe contra sus monjes, pero no rehusó tajantemente. Apenas hizo la Señal de la Cruz sobre los alimentos, todas las fuentes que los contenían se rompieron. Teoderico quedó muy conmovido por el milagro, pero poco después caía nuevamente en sus desórdenes. Acabó cediendo a las presiones de la abuela, expulsando a Columbano de sus territorios. En Tours, el monje fue recibido por el obispo. Refiriéndose a su actitud con Teoderico, un noble preguntó al santo si no era más apropiado para atraer a las personas darles leche en vez de ajenjo. “Veo —replicó Columbano —que quieres guardar tu juramento de fidelidad; ve a decir a tu amo que de aquí a tres años serán aplastados él y sus hijos y toda su estirpe. Yo no puedo callar lo que Dios me manda decir”. 6 Después de pasar por la corte de Clotario II, a quien predijo que reinaría en toda la Galia, San Columbano se dirigió a Italia, donde el rey de los lombardos, aunque arriano, le donó una construcción junto a una iglesia en Bobbio. Él hizo de la abadía que ahí erigió “la ciudadela de la ortodoxia contra los arrianos y un hogar de la ciencia y de la enseñanza, que fue por mucho tiempo la antorcha que iluminaba a Italia septentrional”. Aquella escuela y la biblioteca de Bobbio fueron de las más célebres en la Edad Media. Sin embargo, según la profecía del santo, Clotario II, a fierro y sangre, se volvió el único rey de los francos. Acordándose de que Columbano le había predicho eso, envió una embajada para rogarle que volviera a Luxeuil. Pero el fundador se negó, pues sabía que ya estaba próximo el fin de su peregrinación en la tierra, lo cual ocurrió un año después de la fundación de Bobbio. Retirándose a una caverna que había transformado en capilla dedicada a Nuestra Señora, el gran batallador terminó sus días en ayuno y oraciones, el 21 de noviembre del año 615. Notas.- 1. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral Libraires-Éditeurs, París, 1882, t. XIII, p. 529.
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