Wilson Gabriel da Silva Alimentarse: ¿es un acto banal? Para el hombre moderno, habituado a la banalidad, ciertamente. Pero, en sí, es una acción noble y rica en significados. Dios quiso colocar en el alimento la prueba de nuestros primeros padres. El “fruto prohibido” que está en la raíz del pecado original simbolizaba, a su modo, algo más alto que el simple hecho de comer. Alimentarse es mantener la vida. Pero el hombre, criatura racional, no se alimenta como un animal. La comida es un acto familiar por excelencia, y como acto social pide cierto protocolo, cierto ceremonial. Protocolo y ceremonial que imponen al hombre el ejercicio de la virtud de la templanza. Vemos cómo, en una remota era, Abraham se deshacía en gentilezas para ofrecer hospitalidad a tres desconocidos que pasaban por su tienda. En realidad eran ángeles que venían a anunciarle la vocación de patriarca (Gen. 18, 1-8). Y el mejor acto de cortesía era ofrecer una comida a los viajeros.
Cuando los judíos huyeron de Egipto con Moisés, Dios les mandó del Cielo el maná para alimentarlos. Y en vísperas de su Pasión y Muerte, Jesús quiso que su última cena fuese la ocasión para instituir el más santo y sublime de los sacramentos: la Eucaristía, que es el propio Cuerpo y Sangre de Cristo, con su alma y divinidad. Él, habiéndose encarnado, deseó que los hombres participasen de la gracia divina por la Comunión eucarística. ¿Habrá algo más alto? Después de la Resurrección, apareció Jesús a los discípulos de Emaús y comió con ellos. Lo mismo hizo con los Apóstoles sorprendidos: “¿Tenéis aquí alguna cosa que se coma?” Le dieron un plato de pescado asado; y, tomándolo, comió delante de ellos (Lc. 24, 41). Por eso es natural que los hombres den gracias a Dios por el alimento que reciben y pidan la bendición divina. Aunque no se considere el aspecto religioso, la comida es en sí un acto humano que se reviste de dignidad. Será simple y discreta en la vida diaria, será más formal y hasta refinada en las ocasiones solemnes. * * * Tal vez se pueda hasta medir el grado de civilización de un pueblo según el modo de alimentarse. El índice mayor o menor de solemnidad en las comidas podría significar progreso o decadencia. El Imperio Romano, admirable por tantos lados, sirve de ejemplo. Es sabido que los romanos paganos fácilmente se entregaban a degradantes orgías. Propensos a la gula, muchos, habiendo comido en exceso, mandaban a los esclavos a introducir plumas en sus gargantas a fin de provocar el vómito, y así poder continuar en el banquete. Es repugnante. Muchos pueblos bárbaros que se convirtieron al Cristianismo, al contrario, progresaron en ese aspecto de modo notorio, confiriendo mayor solemnidad a las comidas importantes. De ese modo se condensó, a lo largo de siglos, una serie de normas sobre el modo de servir, reglas de cortesía o etiqueta, protocolos que indican la posición de los comensales según la jerarquía social, constituyendo un mundo que facilita y eleva la convivencia humana. Así, es señal de civilización cuando, aun en las comidas diarias más simples, ciertas reglas de protocolo son observadas: el padre o jefe de familia preside; la madre lo secunda; los hijos, los demás familiares o los invitados se distribuyen, no necesariamente conforme las edades, sino conforme las conveniencias y costumbres. Otrora la autoridad del jefe de familia era tal que, aun cuando se recibía al propio rey, la cabecera principal cabía al señor de la casa. En su hogar, el padre de familia es el rey... así como el rey debe ser el padre de su pueblo. * * * Sin embargo, el ceremonial sólo tiene autenticidad si es practicado por personas que le dan valor. Él puede alcanzar la perfección si tuviera como fundamento la caridad cristiana, que manda amar al prójimo como a sí mismo. En este caso, se establece fácilmente una especie de liturgia social en la cual priman el respeto, la noción de honra, de cortesía. Las dulzuras del buen trato no excluyen los condimentos amargos del sacrificio, pues donde hay ceremonial hay jerarquía, desigualdad, superiores e inferiores; unos mandan, otros obedecen, lo que es natural para un espíritu católico, pero no es soportable para el orgullo humano cuando no es sometido. Una sonrisa puede costar más que una joya...
Por eso el Divino Maestro, al ver en el Cenáculo que los Apóstoles discutían entre sí cuestiones de precedencia, quiso darles una lección de humildad lavándoles los pies: “El mayor deberá hacerse el menor, y el que manda será como un servidor de los otros”. Porque más importante que reinar en este mundo es alcanzar el reino de los cielos (cf. Lc. 22, 24-30). La felicidad de la convivencia humana se encuentra sobre todo en el amor al prójimo por amor de Dios.
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