Teniendo como fondo de cuadro el castillo real de Buckingham, los regimientos de la reina proceden al cambio de guardia. El público, turistas en su mayor parte, se aglomera para asistir a la escena cotidiana. En el verano se montan graderías para que nadie se pierda un detalle. Uniformes resplandecientes, banda de guerra, orden impecable, movimientos ejecutados a la perfección. Lo bello, la pompa y la gloria, en una función básicamente práctica, convergen en un contexto que resulta agradable de contemplar. En el calor estival, el famoso sombrero de piel de oso puede provocar algún desmayo. Pero nada altera la puntual rutina, hija del sentido del deber. Puede llover. Será entonces sobre el espejo de agua que los soldados van a repetir invariablemente el ritual militar tradicional.
Llega el inverno. La temperatura londinense es glacial, la humedad y el viento multiplican la sensación de frío. El cielo está cubierto, los días son grises y tristes. Los turistas y curiosos desertan de la ceremonia. Sin embargo, ella se desarrolla normalmente, con una determinación y exactitud admirables. Los guardias portan pesados abrigos. La banda toca en la soledad del patio, las órdenes se ejecutan, el cambio es hecho. Se diría que el único testigo es Dios. * * * En la foto de abajo, infantes de marina ingleses avanzan en medio de una tempestad de arena, durante la última guerra en Irak. Sus figuras son como sombras envueltas por la incógnita y por el peligro. A pocos pasos puede haber una celada enemiga. La muerte acecha a cada uno. Pero el paso es decidido, la disposición de cumplir la tarea se muestra inalterable.
Tanto en la gloria del palacio como en la aridez del desierto, en medio a los peligros de la guerra, la actitud sicológica y moral es la misma. Es el alto sentido de la honra y del deber, la afirmación de que hay valores que van mucho más allá de los de esta tierra, que deben ser defendidos, cualesquiera que sean las adversidades que se levanten. * * * La nobleza natural de estas escenas nos hace pensar en una otra belleza, infinitamente superior. La de Nuestro Señor Jesucristo avanzando, sea en medio a las ovaciones de la multitud a la entrada de Jerusalén, sea en el tedio y en el pavor de la agonía en el Huerto, o bajo la tempestad de injurias del populacho judío y de la inclemencia de los verdugos en la Vía Dolorosa. Él iba con divina determinación, para cumplir el deber que Dios Padre le había incumbido: el holocausto redentor del Calvario. Y así, obedeciendo, Nuestro Señor mostró el camino para todos los hombres, entre los cuales, aquellos que alcanzan la heroicidad de las virtudes —los santos— lo siguen de modo más perfecto. De aquel gesto supremo del Redentor se desprende una belleza tal que, dos mil años después, en el caos contemporáneo, aún resuenan algunos reflejos tardíos, pero a su manera admirables, porque se originaron en un divino ejemplo.
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