En una reunión, el diácono de nuestra parroquia dijo que dentro de pocos años la Iglesia aceptará sacerdotes casados. Al comienzo, como excepción a la regla general de la Iglesia latina (para eso habría sido convocado, según él, el sínodo de los obispos de la región amazónica); y más tarde, como una opción personal para todos los candidatos al sacerdocio. Como algunos participantes extrañaron tales afirmaciones, se justificó diciendo que el celibato sacerdotal es una cuestión puramente disciplinaria y no teológica, que fue impuesta a la Iglesia latina solo a partir del siglo XII, a causa de la influencia de los monjes, muy numerosos en aquella época; y en todo caso, nunca tuvo vigencia en las iglesias de rito oriental, que permanecieron fieles a las costumbres de la Iglesia primitiva. Concluyó diciendo que la discusión sobre el celibato es una pérdida de tiempo, porque la caída de las vocaciones y la falta de sacerdotes van a obligar a la Iglesia a cambiar esta disciplina. Confieso que quedé muy confundido y quisiera conocer su calificada opinión.
Comprendo la perturbación del consultante frente a esta presentación simplista y falseada del celibato sacerdotal y de los errores históricos crasos que pretenden justificar esa afirmación. Para rectificarla es necesario repasar con los lectores algunos elementos esenciales del sacerdocio católico, y después explicar el nexo de este con la continencia carnal, exigida a los ministros del altar desde el inicio de la Iglesia, así como el ulterior perfeccionamiento de la disciplina del celibato en la Iglesia de Occidente. El primer elemento a tomar en consideración es que en la religión católica, diferentemente de la religión judaica del Antiguo Testamento y de todas las falsas religiones anteriores o posteriores al cristianismo, el sacerdote no es solamente aquel que preside los ritos religiosos o que ofrece el sacrificio a Dios en nombre del pueblo; la ordenación sacerdotal eleva a quien la recibe a una unión orgánica sobrenatural con Nuestro Señor Jesucristo. Esa unión habilita al sacerdote católico a participar en las funciones sacerdotales del Redentor, actuando in persona Christi. O sea, en la celebración de la misa o en la confesión, por así decirlo, él presta sus labios y sus manos a Jesús, que es el Sacerdote eterno, el Mediador entre el cielo y la tierra, entre el Padre y el género humano, y de cuyo sacerdocio único el presbítero participa. Dice Paulo VI en la encíclica Sacerdotalis cœlibatus: “En plena armonía con esta misión [de Mediador de un Testamento Nuevo, más excelente], Cristo permaneció toda la vida en el estado de virginidad, que significa su dedicación total al servicio de Dios y de los hombres. Esta profunda conexión entre la virginidad y el sacerdocio en Cristo, se refleja en los que tienen la suerte de participar de la dignidad y de la misión del Mediador y Sacerdote eterno”; de modo que “esta participación será tanto más perfecta cuanto el sagrado ministerio esté más libre de vínculos de carne y de sangre” (nº 21). A partir de esa perspectiva teológica de la identificación del sacerdote con Cristo (“actuamos como embajadores de Cristo”, afirma san Pablo en 2 Cor 5), se concluye que, contrariamente a lo afirmado por el diácono de la parroquia del consultante, la temática del celibato eclesiástico no es una mera cuestión disciplinaria. Al contrario, hay un lazo ontológico entre sacerdocio y celibato eclesiástico, el cual fue resaltado en la exhortación postsinodal Pastores dabo vobis, de S. S. Juan Pablo II: “el celibato sacerdotal no se puede considerar simplemente como una norma jurídica, ni como una condición totalmente extrínseca para ser admitidos a la ordenación, sino como un valor profundamente ligado con la sagrada Ordenación, que configura a Jesucristo, buen Pastor y Esposo de la Iglesia” (nº 50). Obligación de abstenerse del trato carnal
Para ser más precisos, deberíamos de preferencia hablar del lazo ontológico que hay entre el servicio del altar y la continencia carnal, la cual fue siempre exigida a los ministros del altar (inclusive a los diáconos), desde los orígenes de la Iglesia. Es falso decir que la disciplina del celibato sacerdotal fue impuesta por el Segundo Concilio de Letrán, en 1139. Lo que este hizo fue apenas declarar solemnemente que no solo eran ilícitos, sino también inválidos los matrimonios contraídos por los clérigos que recibieron las órdenes mayores (diáconos, sacerdotes y obispos), así como los matrimonios de los religiosos que hicieron voto de castidad. Declaró inválido lo que siempre había sido prohibido. Esta nueva sanción apenas confirmó una obligación, existente hacía muchos siglos, mantenida primero como regla transmitida oralmente, y más tarde fijada como ley escrita. El primer canon relativo a la continencia de los clérigos es del Concilio de Elvira, en la primera década del siglo IV, poco después de que la Iglesia salió de las catacumbas por el Edicto de Milán, del año 313. Las persecuciones habían favorecido abusos y la inobservancia de la disciplina eclesiástica, por lo que los obispos y sacerdotes de la Iglesia de España se reunieron en las cercanías de Granada para colocar bajo un reglamento común la parte occidental del Imperio Romano. El canon 33 del Concilio contiene la primera ley sobre el celibato, bajo la rúbrica Sobre los obispos y ministros [del altar], que deben ser continentes con sus esposas. En ella se encuentra el siguiente texto dispositivo: “[El Concilio] está de acuerdo en la completa prohibición, válida para obispos, sacerdotes y diáconos, o sea, para todos los clérigos dedicados al servicio del altar, que deben abstenerse de sus mujeres y no engendrar hijos; quien haya hecho esto debe ser excluido del estado clerical”. Algún lector podrá quedar sorprendido al percibir, por el tenor del texto citado, que en aquella época remota muchos clérigos que habían recibido las órdenes mayores eran viri probati, es decir, hombres casados antes de ser ordenados. Pero es necesario tener en vista que los monasterios comenzaron a difundirse en Occidente únicamente a partir del siglo VI, y que los seminarios solo existieron a partir del siglo XVI. Por lo tanto, los clérigos tenían que ser escogidos entre los hombres virtuosos y sabios de la propia comunidad, muchos de ellos ya casados. Pero nótese bien este detalle: a los escogidos les era exigido abstenerse del trato carnal con sus esposas, ya a partir de la ordenación diaconal. Para eso, obviamente los candidatos debían obtener con antelación el consentimiento de su mujer; y si ella consintiese, pasaba a ser mantenida por la Iglesia a partir de la ordenación. Obligación a la castidad, establecida por la Divina Escritura
La razón profunda de la disciplina, así como su carácter tradicional, fue formulada algunas décadas después, en el Código de los Cánones de las Iglesias Africanas (se trata de las iglesias de la margen sur del Mediterráneo, de las cuales provenía, por ejemplo, san Agustín), el cual fue promulgado en el importante concilio de Cartago del año 419: “Conviene que los sagrados obispos, los sacerdotes de Dios y los levitas [diáconos], o sea todos aquellos que sirven en los divinos sacramentos, sean continentes por completo para que puedan obtener sin dificultades lo que piden al Señor; a fin de que nosotros también custodiemos lo que han enseñado los apóstoles y ha conservado una antigua usanza”. Esta frase final merece ser destacada, pues muestra que en la Iglesia primitiva existía un consenso sobre el hecho de que fueron los propios apóstoles los que establecieron la disciplina de la completa continencia de los clérigos después de recibir las órdenes mayores. En el mismo sentido es el testimonio de la Iglesia de Roma, que san Ireneo, en la segunda mitad del siglo II, afirmaba que la continencia era la columna de la preservación de la tradición apostólica. En el año 385, respondiendo a una pregunta del obispo Himerio de Tarragona, el Papa Siricio afirmó (en una carta llamada Directa) que los sacerdotes y diáconos que después de la ordenación engendran hijos violan una ley irrenunciable, que desde el inicio de la Iglesia obliga a los clérigos que reciben las órdenes mayores. El mismo Pontífice dice en ese documento que, aunque en el Antiguo Testamento los sacerdotes y levitas podían usar del matrimonio fuera del tiempo de su servicio rotativo en el Templo (una semana cada seis meses, aproximadamente), en el Nuevo Testamento los clérigos mayores deben vivir continuamente la continencia desde el día de su ordenación diaconal, porque ellos prestan el culto sagrado todos los días del año.
También el Papa Inocencio I (que gobernó la Iglesia entre 401 y 417), respondiendo a consultas de los obispos de la Galia, después de constatar que “muchos obispos en diversas Iglesias particulares han cambiado temerariamente la tradición de los Padres”, reitera lo siguiente: “Por lo que se refiere a los obispos, sacerdotes y diáconos, que deben participar en los sacrificios divinos, a través de cuyas manos se comunica la gracia del bautismo y se ofrece el Cuerpo de Cristo, se ha decidido [en el sínodo romano convocado para preparar esa respuesta] que están obligados no solo por nosotros sino por las divinas Escrituras a la castidad: a los cuales también los Padres han ordenado que observen la continencia corporal”. Obligación que se remonta a los orígenes de la Iglesia
Todos los textos arriba referidos y otros textos de los Padres de la Iglesia, que por falta de espacio no se pueden citar, fueron recogidos por el cardenal Alfonso María Stickler en su estudio El celibato eclesiástico – Su historia y sus fundamentos teológicos.1 De ellos se concluye que la continencia propia de los tres últimos grados del ministerio clerical (diácono, sacerdote y obispo) se manifiesta en la Iglesia como una obligación que remonta a los orígenes de su historia, y que fue transmitida como un patrimonio de la tradición oral. De manera que, si el diácono de la parroquia del consultante está casado, y desea ser fiel en ese punto a las costumbres de la Iglesia primitiva, debería obtener de su esposa la anuencia para vivir en perfecta continencia, o entonces renunciar al estado clerical.2 En la próxima edición, podremos ocuparnos de la anomalía disciplinaria aún existente en algunas iglesias de rito oriental, que no siguen la tradición apostólica de la continencia de los clérigos mayores. Pretendemos también contestar la falacia del celibato optativo como solución para la actual insuficiencia de vocaciones sacerdotales. Pedimos a nuestros estimados lectores que, hasta la próxima edición, recen para que los sacerdotes, con nuestro ejemplo de perfecta castidad, seamos la luz del mundo y la sal de la tierra, que necesita nuestra tan corrupta sociedad moderna.
Notas.- 1. Los lectores interesados en profundizar el tema pueden leer íntegramente el excelente y bien documentado estudio del cardenal Stickler en: http://www.presbiteros.org.br/celibato-eclesiastico-historia-y-fundamentos-teologicos/. 2. En 1964, en vista de las propuestas de restauración del diaconado permanente de hombres casados, el entonces simple sacerdote y perito conciliar Alfonso M. Stickler publicó un estudio titulado La continencia del diácono, especialmente durante el primer milenio de la Iglesia, en el cual insiste en la ininterrumpida tradición que exige perfecta continencia a los que ya estaban unidos por el matrimonio antes de recibir el diaconado. En un estudio aún inédito, redactado en 1998, el jesuita Donald J. Keefe, profesor emérito de teología en la Universidad Fordhan, después de analizar detalladamente los documentos del Concilio Vaticano II y los documentos magisteriales y disciplinarios postconciliares que restauraron el diaconado permanente, concluye: “En suma, existen todas las razones para insistir en el hecho de que el sacramento del Orden permanece como siempre fue, y que la práctica actual (no se puede hablar de una institución canónica) de un diaconado incontinente es una aberración que no va a alcanzar un estatuto permanente en la Iglesia”.
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