Vida interior Anima Christi, sanctifica nos

La Última Cena, Juan de Juanes, c. 1562 – Óleo sobre papel, Museo del Prado, Madrid

Entre todas las oraciones compuestas por la mente del hombre, tal vez no haya ninguna que supere al “Anima Christi”. En deliciosa intimidad, en confiado y tierno respeto, en claridad de sentido y espléndida riqueza de sustancia, solo conozco la “Salve Regina” y el “Memorare” (Acordaos) que la igualen.

Plinio Corrêa de Oliveira

El Anima Christi se compone de doce súplicas que podemos dividir en dos partes bien diferenciadas. En las siete primeras, el fiel cristiano considera el Cuerpo y el Alma de Nuestro Señor Jesucristo; se aproxima tan cerca de Él, que se tiene la impresión de sentir el propio calor del Cuerpo Divino, de tocar real y verdaderamente con nuestros labios penitentes las dulcísimas llagas del Redentor. Cuando imagino a san Francisco de Asís, en la famosa visión en la que el Crucificado lo abrazó, lo imagino balbuceando en éxtasis, una a una, las siete primeras súplicas del Anima Christi, y sin cansarse de repetirlas durante todo el tiempo que duró la gloria y la dulzura del amplexo divino. En la segunda parte de la oración, el alma ya no está de pie, abrazada al Redentor. El éxtasis ha cesado y el fiel está al pie de la Cruz, expresando sus últimos y más ardientes anhelos con humildad divina, como María, después de haberse retirado la angélica visitación.

*   *   *

¡Alma de Cristo! ¿Dónde la podemos conocer mejor sino en los Santos Evangelios? Cada palabra, cada escena, cada gesto de los libros sagrados contiene para nosotros una revelación del alma santísima de Nuestro Señor Jesucristo. De aquella alma, que siendo la perfección misma del alma humana y estando en unión hipostática con la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, es un abismo infinito de sabiduría y santidad, es el ejemplar perfecto y supremo del ideal de nuestra santificación. ¡Alma de Cristo! Aquella alma infinitamente noble y grande, que abarcaba el cielo y la tierra en un anhelo incesante de santificar a los hombres para la gloria de Dios. Aquella alma bendita, de un amor noble, casto y delicado, de un amor ardiente y discreto, dulce hasta los mayores extremos de ternura y fuerte como el bronce. Aquella alma que es el sol divino de nuestras almas, el alma misma de nuestras almas, aquella alma no consentiría en abandonarnos después de la Ascensión. No traicionaría su promesa de seguir viviendo entre nosotros. Y por eso está siempre presente entre nosotros, realmente presente en el misterio Eucarístico en el que recibimos a Cristo en Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad. Presente asimismo en la Santa Iglesia Católica, cuya doctrina contiene el verdadero sentido de los Santos Evangelios y es, por tanto, el espejo divinamente fiel de la propia Alma de Cristo.

La Misa de Bolsena, Rafael Sanzio, 1512 – Pintura al fresco, Museos Vaticanos

Si queremos adorar el Alma de Cristo, amemos la doctrina católica, creyendo en lo que la Iglesia cree, pensando como Ella piensa, sintiendo como Ella siente; en cierto modo, es la misma Alma de Cristo la que desciende a nuestra alma y la santifica, como el mismo sol desciende al agua cuando la toca con sus rayos y la ilumina.

¿Pero cómo podemos creer en lo que ignoramos? ¿Cómo es posible enriquecer nuestra alma con todos los tesoros que encierran los dogmas que no conocemos? ¿Cómo es posible que practiquemos una moral cuyos preceptos desconocemos?

Es mediante la instrucción religiosa, adquirida en el estudio del catecismo y desarrollada a lo largo de su existencia, como el fiel puede realmente conformar su alma a la de Cristo, rezando con la mayor humildad de su corazón la admirable jaculatoria: “Anima Chri­sti, sanctifica me”.

El escarnio de Cristo, Carl Bloch, 1880 – Óleo sobre lienzo, Museo de Arte de la BYU, Provo, Utah (EE. UU.)

*   *   *

No hay santificación posible para el fiel que ignore la verdad de su fe. Pero este conocimiento de la verdad por sí solo no basta. Sin la vida sacramental los fieles no se salvan. En lo más íntimo de nuestro ser están los frutos amargos del pecado original. Sombras intelectuales de las más diversas, vicios, defectos de toda especie se han arraigado en nosotros. Y cada vez que consideramos honestamente nuestros deberes, sin mutilaciones ni disminuciones, hay algo que tendería a clamar en nosotros: “durus est hic sermo”, estas palabras son duras.

¿Cuántas y cuántas veces la pobre criatura humana desfallece bajo el peso del deber y tiende a eludir el yugo de la moral? No existe hombre alguno que sin el auxilio sobrenatural de la gracia consiga practicar todos los mandamientos de forma duradera. Es necesario, pues, que la instrucción se complete con la vida, que las verdades conocidas se transformen en actos. Y para ello solo hay un camino verdadero, que es la vida interior.

La vida interior, sí, y esto significa el cultivo esmerado de todas las virtudes, la guerra declarada, metódica, sin tregua contra todos los defectos. Este ideal no puede alcanzarse sin vida sacramental. Por medio de la oración y de los sacramentos, el hombre obtiene las fuerzas necesarias para practicar la virtud. Recibir los sacramentos, recibirlos “dignamente”, es el medio de alcanzar la Vida. E, insensiblemente, nuestro pensamiento se dirige a las palabras del Evangelio: “quien no come de este pan, quien no bebe de este vino, no tendrá vida eterna” (Cf. Jn 6, 53-54).

 

Legionário, n.º 635, 8 de octubre de 1944.

San Ignacio de Loyola
y el Anima Christi

S

obre el origen del Anima Christi, la connotada Enciclopedia Católica señala que la “conocida oración se remonta a la primera mitad del siglo XIV y fue enriquecida con indulgencias por el Papa Juan XXII en el año 1330”. Añadiendo que “todos los manuscritos coinciden prácticamente en estos dos datos, por lo que no cabe duda de su exactitud”.*

En lo que respecta a su autoría, se puede afirmar que se trata de una obra anónima, algo bastante frecuente en la Edad Media.

“El Anima Christi —escribe Samuel Frisbee para la Enciclopedia Católicageneralmente se ha atribuido, y aún se atribuye a san Ignacio de Loyola [1491-1556], quien la colocó al comienzo de sus Ejercicios Espirituales y a menudo hizo referencia a ella. Esto es un error, como han señalado numerosos autores, debido a que la oración se ha encontrado en varios devocionarios impresos en su juventud y figura en algunos manuscritos que fueron escritos cien años antes de su nacimiento”.

La hermosa oración eucarística ha sido ampliamente divulgada por los padres jesuitas en el mundo entero.

Según el Enchiridion Indulgentiarum del año 2004, se concede indulgencia parcial al fiel cristiano que recite el Anima Christi después de recibir la comunión, es decir, durante la acción de gracias.

Milagro del testigo resucitado Palabras del Director Nº 279 – Marzo de 2025
Palabras del Director Nº 279 – Marzo de 2025
Milagro del testigo resucitado



Tesoros de la Fe N°279 marzo 2025


Descendiente de la Casa Real de David
Anima Christi, sanctifica nos Palabras del Director Nº 279 – Marzo de 2025 San José, Patrono de la Iglesia Breve historia del blue jean El Anuncio a san José Un solo corazón y una sola alma San Simplicio Si la Iglesia dejara de ser “universal”, ¿podría seguir llamándose “católica”? Paz de alma en el Calvario Milagro del testigo resucitado



 Artículos relacionados
El Paraíso Celestial Luego que el alma haya entrado en el gozo del Señor, se verá libre de toda aflicción...

Leer artículo

San Luis San Luis de Francia nació el día 25 de abril de 1215, hijo de Luis VIII y de Blanca de Castilla, nieta, hija, esposa, hermana y madre de reyes...

Leer artículo

Mahoma sedujo a los pueblos prometiéndoles los deleites carnales Siguieron, en cambio, un camino contrario [al de los Apóstoles] los fundadores de falsas sectas. Así sucede con Mahoma, que sedujo a los pueblos prometiéndoles los deleites carnales, a cuyo deseo los incita la misma concupiscencia...

Leer artículo

La Virgen de los Ermitaños de Einsiedeln ¿Cómo explicar que el santuario mariano que recibe al mayor número de peregrinos de Suiza —y uno de los más visitados de todos los países de lengua alemana— esté dedicado a Nuestra Señora de los Ermitaños?...

Leer artículo

Capítulo 10: Un signo de contradicción El profeta Simeón, sosteniendo al Niño Jesús en sus brazos durante su presentación en el Templo, profetizó que Él sería un signo de contradicción: de salvación para algunos que lo aceptarían y de perdición para otros que lo rechazarían...

Leer artículo





Promovido por la Asociación Santo Tomás de Aquino