PREGUNTA Quedé muy confundida cuando leí que el Papa Francisco habría dicho en la televisión italiana que pensaba, o al menos deseaba, que el infierno estuviera vacío. Fui a hablar con mi párroco, que se limitó a responderme: “Si antes de concebir a tu hijo supieras que él pasaría la eternidad en el infierno, ¿aún así lo traerías a este mundo?”. Medio titubeante, le dije que no. El sacerdote replicó: “Si Dios dejara a alguien sufriendo eternamente en el infierno, entonces Él sería menos misericordioso que tú”. A su vez, le dije que en el Credo rezamos que Jesús vendrá al fin del mundo para “juzgar a vivos y muertos”, pero que eso carecería de sentido si al menos algunas de sus sentencias no fueran condenatorias. Confieso que todo esto me dejó perpleja. RESPUESTA Los argumentos superficiales, que explotan los sentimientos en lugar de un razonamiento frío, son los que llevan a los románticos a adoptar diversos puntos de vista erróneos: que el Dios del Nuevo Testamento no es el mismo que el del Antiguo, o que el infierno no es eterno, o incluso que el infierno es la mera aniquilación del alma (como insinuó el Papa Francisco en otra ocasión). Otro punto de vista muy difundido es la afirmación de que el infierno existe, pero que está o estará vacío. Como este último es un tema de actualidad, dejaré para otra ocasión el asunto más fundamental: ¿por qué Dios, que es infinitamente bueno, envía al infierno a los pecadores impenitentes? Una primera cuestión a resolver es semántica, es decir, el significado de la palabra castellana “infierno”. Porque en el Evangelio leemos que, antes de la Resurrección, Nuestro Señor descendió a los infiernos. Ahora bien, como explica el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Escritura llama infiernos, sheol [en hebreo], o hades [en griego] a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios. Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos, lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el ‘seno de Abraham’. […] Jesús no bajó a los infiernos para liberar a los condenados ni para destruir el infierno de la condenación; sino para liberar a los justos que le habían precedido” (nº 633). Así pues, en este primer sentido, la palabra castellana “infierno”, o su plural “infiernos”, designa únicamente el lugar de los muertos, tanto justos como injustos. Pero también significa, en otro sentido, el lugar donde irán a parar los injustos impenitentes, para lo cual Nuestro Señor empleaba otra palabra hebrea. Más adelante dice el Catecismo: “Jesús habla con frecuencia de la ‘gehenna’ y del ‘fuego que nunca se apaga’ reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo. Jesús anuncia en términos graves que ‘enviará a sus ángeles […] que recogerán a todos los autores de iniquidad, y los arrojarán al horno ardiendo’ (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación: ‘¡Alejaos de mí malditos al fuego eterno!’ (Mt 25, 41)” (nº 1034).
Por toda la eternidad y no apenas por un periodo de tiempo ¿Qué ocurrirá con los “infiernos”, en el primer sentido de lugar de los muertos? Serán arrojados al otro “infierno”, el lago de fuego. El libro del Apocalipsis dice sobre el fin del mundo: “Muerte y Abismo devolvieron a sus muertos, y todos fueron juzgados según sus obras. Después, Muerte y Abismo fueron arrojados al lago de fuego —el lago de fuego es la muerte segunda—. Y si alguien no estaba escrito en el libro de la vida fue arrojado al lago de fuego” (Ap 20, 13-15).
Entonces la cuestión es, ¿el “lago de fuego” es eterno o algún día quedará vacío? Una vez más, las Escrituras nos dan la respuesta. El mismo capítulo del Apocalipsis dice: “El diablo que los había engañado fue arrojado al lago de fuego y azufre con la bestia y el falso profeta, y serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos” (Ap 20, 10).
Algunos alegan que la expresión “por los siglos de los siglos” podría referirse a un período definido, y no a un estado eterno. Sin embargo, la discusión sobre el destino eterno de Satanás y sus secuaces está en el contexto de una contraposición con el destino de los justos, que ciertamente gozarán de la visión beatífica por toda la eternidad, y no apenas por un período limitado. Sin embargo, por si esta obvia consideración no fuera suficiente, el propio Jesús responde a la alegación. Leemos en el Evangelio de san Lucas: “Uno le preguntó: ‘¿Señor, son pocos los que se salvan?’. Él les dijo: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, pues os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta, diciendo: ‘Señor, ábrenos’; pero él os dirá: ‘No sé quiénes sois’. Entonces comenzaréis a decir: ‘Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado en nuestras plazas’. Pero él os dirá: ‘No sé de dónde sois. Alejaos de mí todos los que obráis la iniquidad’. Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, a Isaac y a Jacob y a todos los profetas en el reino de Dios, pero vosotros os veáis arrojados fuera” (Lc 13, 23-28). Jesucristo retribuirá a cada uno según sus obras San Gregorio Magno y san Agustín de Hipona comentan que si el Infierno tuviera un término, entonces también el Cielo debería tenerlo. Porque si la amenaza no es verdadera, tampoco lo es la promesa. Y si la “falsa amenaza” no tiene otra finalidad que alejar a la gente del mal, entonces la “falsa promesa” no tendría otra finalidad que atraer a los buenos hacia el bien. Como nadie puede aceptar esta segunda afirmación, en consecuencia debemos rechazar la primera y repetir, con la Iglesia, que el Infierno es efectivamente eterno. Se podrían examinar otros textos bíblicos para demostrar que no se volverá a abrir la puerta a aquellos que fueron expulsados del Reino, no obstante, merece la pena echar una ojeada a los pronunciamientos del Magisterio. En la época en que se celebró el IV Concilio de Letrán (1215), había quienes negaban la eternidad de la condena al “lago de fuego”. Para corregir esto, el mayor concilio de la Edad Media ratificó solemnemente que “[Jesucristo] ha de venir al fin del mundo, ha de juzgar a los vivos y a los muertos, y ha de dar a cada uno según sus obras, tanto a los réprobos como a los elegidos: todos los cuales resucitarán con sus propios cuerpos que ahora llevan, para recibir según sus obras, ora fueren buenas, ora fueren malas; aquellos, con el diablo, castigo eterno; y estos, con Cristo, gloria sempiterna” (Denz. 429).
El Infierno es para los que mueren en pecado mortal Haría falta una colosal gimnasia verbal para conseguir que lo perpetuo (perpetuam en latín) signifique algo finito. Si juntamos lo que Jesús dijo expresamente, que algunos no se salvarán, con lo que dijo el Magisterio, que el castigo de los condenados será perpetuo, la conclusión lógica e inevitable es que algunas personas realmente sufrirán un castigo perpetuo, junto con el diablo. Lo cual significa claramente que el “lago de fuego” no quedará vacío. Alguien podría objetar que el Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “en la esperanza, la Iglesia implora que ‘todos los hombres […] se salven’ (1 Tm 2, 4)” (nº 1821). Sin embargo, existe una gran diferencia entre pedir que todos se salven y esperar que el infierno esté vacío. Debemos rezar y esperar que muchas personas se salven, especialmente quienes son cercanos a nosotros. Ahora bien, esta esperanza no puede borrar la convicción de fe expresada en otro párrafo del mismo Catecismo: “La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, ‘el fuego eterno’” (nº 1035).
Hacer de todo para salvar nuestras almas de la condenación eterna Un infierno vacío desacredita a la religión católica y menosprecia las palabras de nuestro Divino Redentor, quien muchas veces nos advirtió para que lo evitáramos. Si sus palabras fueran meras amenazas sin ejecución, ¿para qué molestarse en llevar una vida correcta si nadie va a parar allí? La esperanza de que el infierno esté vacío no es un espejismo inofensivo, porque aleja a los fieles de una práctica seria de la fe y desalienta el apostolado para estimular a los demás a enmendar sus vidas, volverse hacia Dios e ir al Cielo.
Irónicamente, la esperanza optimista de que el infierno esté vacío contribuye en gran medida a llenarlo. San Alfonso María de Ligorio, fundador de los redentoristas, en su libro Preparación para la Muerte, señala: “Escribe un docto autor que la misericordia de Dios precipita más almas en el infierno que su justicia; porque los pecadores, fiados temerariamente de la misericordia, no dejan de pecar y se condenan” (apud Verdades Olvidadas, “Tesoros de la Fe”, nº 169, enero de 2016). ¿Qué significa esto para nosotros? Que debemos estar vigilantes para cuidar de nuestras almas. Que debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para evangelizar a las personas que nos rodean. Que debemos rezar a menudo a la Santísima Virgen: “ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Y la mejor manera de hacerlo es rezar la tercera parte del rosario todos los días o, mejor aún, el rosario completo.
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