Caio Xavier da Silveira La peregrinación es una de las prácticas más antiguas de la tradición católica, una imagen viva de nuestro recorrido hacia la patria celestial. Al dirigirse a la tumba vacía del Salvador resucitado, las santas mujeres y los apóstoles fueron los primeros peregrinos de esta larga caminata. Desde entonces, la costumbre de peregrinar ha impregnado la gloriosa historia de la Iglesia, y aún hoy tiene una vigencia y una vitalidad que asombran especialmente a los sociólogos que estudian el fenómeno. Ellos no son capaces de explicar cómo es posible que, en este mundo esencialmente pragmático, tantos encuentren motivaciones así de vivas y profundas en la senda de la fe, hasta el punto de que el número de peregrinos en nuestros días sea tan considerable: Guadalupe, Aparecida o Luján son ejemplos característicos en América Latina. En la cristiandad, el destino de peregrinación por excelencia fue desde siempre la Tierra Santa, los lugares benditos donde vivió, padeció y murió Nuestro Señor; también Roma, la ciudad de los apóstoles, donde junto a tantas sagradas reliquias el Papa gobierna la Iglesia; Loreto, que posee la Santa Casa de Nazaret, transportada hasta allí por los ángeles; Compostela, en Galicia, guardiana de los restos de Santiago el Mayor. En cumplimiento de una penitencia recibida o simplemente movidos por el fervor, los cristianos caminaban con sus insignias, sus cantos y sus ofrendas, ganando indulgencias y haciéndose merecedores de los privilegios que la Iglesia concede. En Francia, lugares como Vézélay, Chartres, Mont Saint-Michel, Tours, Paray-le-Monial y, más recientemente, Lourdes, Lisieux, Ars, han conocido y conocen inmensas afluencias de público, un vasto y ferviente movimiento de corazones tantas veces recompensado por el Cielo con el milagro de una curación o el prodigio de una conversión. Las peregrinaciones: de la época medieval al siglo XIX Como es notoriamente reconocido, fue en la Edad Media, época en la que —según la feliz expresión de León XIII— la “filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, cuando las peregrinaciones alcanzaron un notable impulso. Más concretamente en los siglos XII y XIII, las romerías marianas como las de Chartres, Boulogne y Montserrat estuvieron muy en boga. Sin embargo, mientras la fe sustentaba en el fondo de las almas generosos impulsos de amor y sacrificio, el orgullo humano oponía sus juicios de “sentido común”. El movimiento renacentista, especialmente en su versión “humanista cristiana”, combatió lo que calificaba de viajes inútiles y ociosos. En el siglo XVI, los protestantes llegaron a sitiar los santuarios y asaltar a los peregrinos. Lutero y otros corifeos de la naciente herejía propiciaron, con sus escritos y prédicas, saqueos y depredaciones iconoclastas. Pero la vitalidad de la Iglesia se revela con suma fuerza en tiempos de prueba. El movimiento de la Contrarreforma, con san Ignacio de Loyola y el Concilio de Trento a la cabeza, defendió y fomentó las romerías, especialmente para rendir culto a la Santísima Virgen. La victoria de los cristianos en la batalla de Lepanto, en 1571, sobre la amenaza del islamismo, fue la ocasión de un impulso sobrenatural infundido a las peregrinaciones, que entonces se reafirmaron con ufanía.
A partir del siglo XVII, pero sobre todo en el XVIII, surgió una nueva amenaza sobre las peregrinaciones y sobrevino otra decadencia. Los embates del espíritu crítico y racionalista de origen protestante volvieron con más fiereza. Se puso en duda los milagros; se cuestionaron las tradiciones seculares, como si fueran meras “leyendas”. Era el “siglo de las luces”, en el que las autoridades civiles llegaron a perturbar las idas y venidas de los fieles que peregrinaban, ¡con el pretexto de combatir la ociosidad! Esto hizo decaer la práctica piadosa, que quedó restringida al ámbito regional o simplemente local. Más tarde, la Revolución Francesa, al atacar violentamente a la Esposa de Cristo y al multiplicar a los mártires, suscitó saludables movimientos de fe que dieron renovado vigor a ciertas peregrinaciones del pasado e incluso dieron origen a otras nuevas, en reparación por los crímenes cometidos por los revolucionarios. Finalmente, pasando la página de esta pesadilla histórica, en una Europa pacificada por la Santa Alianza, las condiciones volvieron a ser propicias para el peregrino. La restauración de los Años Santos En 1825, el Papa León XII decidió reinstaurar el Jubileo que cada 25 años convierte a Roma en un polo de atracción para los católicos, que pueden así recibir los beneficios espirituales del Año Santo. El Papa quiso hacer de aquel Año Santo de 1825 un acontecimiento espléndido que pusiera de relieve la perennidad de la Iglesia en una sociedad temporal secularizada. Cuatrocientos mil peregrinos acudieron “ad limina apostolorum” (al umbral de los apóstoles). Ya en la primera mitad del siglo XIX destacaban en Francia dos centros de peregrinación: Notre Dame des Victoires, en París, y Ars, que en vida del Santo Cura recibía alrededor de 70.000 peregrinos al año. En la segunda mitad del siglo XIX, tomó cuerpo en el seno de la Iglesia la corriente ultramontana, que dio un vigor particular a las peregrinaciones, hasta que las grandes apariciones marianas de La Salette, Lourdes y Fátima (esta última en Portugal, a comienzos del siglo XX) confirieron a esta tradición secular un alcance universal espectacular. Ya no camina solamente el peregrino o el penitente individual; ahora se desplazan familias, parroquias enteras y grandes contingentes humanos. Por aquella misma época, la beatificación de santa Margarita María Alacoque y la construcción de la basílica de Montmartre, en París, contribuyeron enormemente para alentar a las almas piadosas que legítimamente pasaron a ver en el Sagrado Corazón de Jesús y en sus extraordinarias promesas la salvación de Francia y de la Cristiandad. Paray-le-Monial, el lugar de las revelaciones, fue el centro catalizador de nuevas peregrinaciones. Las dos guerras mundiales, con su legado de sufrimientos y de tragedias, también trajeron consigo un discreto renacimiento del fervor religioso. En Francia se organizaron numerosas peregrinaciones, tanto religiosas como patrióticas, como la de Notre Dame Du Grand Retour en Boulogne, entre otras.
Lisieux y Lourdes En Francia, asimismo, se convirtió en un destacado lugar de peregrinación la ciudad normanda de Lisieux, donde santa Teresita del Niño Jesús vivió, sufrió y murió heroicamente, anunciando que desde el Cielo haría caer una “lluvia de rosas”. Católicos del mundo entero acuden allí para beneficiarse de las gracias obtenidas por la santa carmelita que cerró los ojos, ignorada por el mundo, incomprendida e incluso combatida por algunas de sus propias hermanas de hábito. No obstante, el lugar más frecuentado por los peregrinos es Lourdes, en las estribaciones de los Pirineos, centro de una prodigiosa profusión de gracias y de milagros. Junto al murmullo de las aguas de un río encantador que baña la gruta de las apariciones, la Providencia ha obrado, en los dos últimos siglos, estupendas maravillas ante los ojos indiferentes de un mundo cada vez más incrédulo. Millones de peregrinos de los cinco continentes acuden cada año en automóvil, tren o avión. Lo cual no impide la existencia conmovedora y edificante del clásico caminante de paso cansino, apoyado en un improvisado bastón, rezando y cantando a lo largo de los caminos y de las calzadas. La curación de enfermedades, tantas veces mortales o crónicas, ha desafiado a la ciencia médica en las piscinas de Lourdes, fortaleciendo la fe sencilla y profunda del peregrino. Pero más importante que la curación de los cuerpos, es sin duda la regeneración de las almas muertas por el pecado. Lourdes es, en efecto, una flor preciosa que Francia —la pobre Francia de hoy, profundamente descristianizada, tanto en lo que respecta a sus hijos como a sus instituciones— puede estar orgullosa de poseer ante el mundo. Y, más que Francia, la Santa Iglesia, de la que la nación francesa nació como hija primogénita. Constante a lo largo de la historia de los países cristianos, aunque variada en sus manifestaciones, la peregrinación está enraizada en el alma humana, en su inclinación a lo sagrado, en su atracción por lo absoluto, en su sed de lo trascendente… de Dios. ¿Cómo explicar los millones de peregrinos que acuden cada año a Fátima, Lourdes o Aparecida? ¿Qué les mueve a peregrinar? Desde luego, no es el mero interés o curiosidad de conocer estos recónditos lugares de espiritualidad, que no siempre son muy apreciables desde el punto de vista de la belleza natural. Es que la Madre de Dios, Mediadora y dispensadora de las gracias divinas, atrae al hombre contemporáneo y lo invita a la conversión. ¿No es esta una de las señales más expresivas de que el Reino de María, previsto en Fátima por la Santísima Virgen —y descrito en sus líneas generales por el gran apóstol del siglo XVIII, san Luis María Grignion de Montfort— se aproxima para el mundo? Y lo hace con el mismo paso decidido y triunfante con el que muchos peregrinos caminan para cumplir sus promesas en Fátima, en el Pilar, en Czestokowa, Guadalupe, Chapi o dondequiera que la Reina del Cielo los espere.
Fuente bibliográfica: Jean Chélini y Henry Branthomme, Les chemins de Dieu, Hachette, Paris 1982.
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Las peregrinaciones Símbolo del camino de la Tierra al Cielo |
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