PREGUNTA En el contacto diario con numerosos hermanos en la fe, me sorprende ver a muchos de ellos preocuparse con tantas cosas secundarias y no darle la debida importancia a lo que es básico. En vista de una mejor vivencia de la fe, sugiero un esclarecimiento concreto de lo que son los “dogmas”, y cuántos y cuáles son considerados “dogmas de fe”. Se sabe que sólo los llamados “dogmas de fe” son indiscutibles y en ellos tenemos que creer, querámoslo o no —pues hacen parte de la esencia de nuestra fe— y que los demás no son de fe, pudiendo ser discutidos abiertamente... RESPUESTA La propia formulación de la pregunta muestra que un esclarecimiento sobre el asunto es más que oportuno. Porque, de un lado, no es verdad que todos los puntos que no son dogmas de fe pueden ser discutidos abiertamente; y, de otro lado, incluso los puntos que ya fueron declarados dogmas a veces dejan abierta la posibilidad de discusión de algún aspecto complementario al dogma, que no tiene que ver con el núcleo de aquello que fue definido infaliblemente. Frente a esta doble afirmación inicial, el lector podrá tal vez quedar doblemente asombrado. Tranquilícese sin embargo, pues verá que, rectificadas algunas nociones eventualmente mal aprendidas, lo que decimos corresponde a la idea que Ud. mismo siempre se formó de la doctrina católica. Algunos aspectos abiertos Comencemos por la segunda afirmación: la declaración de un dogma no cierra necesariamente todos los aspectos de la cuestión dentro de la cual se inserta la definición dogmática. Con un simple ejemplo, el lector comprenderá fácilmente el caso. Cuando Pío XII proclamó en 1950 el Dogma de la Asunción de María Santísima al Cielo, declaró infaliblemente que Nuestra Señora fue llevada al Cielo en cuerpo y alma. Pero dejó de lado un aspecto que continúa siendo debatido por los teólogos de buena ley —y había gran número de ellos, incluso en un pasado reciente, antes de la invasión “progresista” en la Iglesia—, que es saber si Nuestra Señora murió o no inmediatamente antes de la Asunción. Algunos piensan que sí; otros piensan que no, pues siendo la muerte un castigo del pecado, y habiendo sido la Virgen Inmaculada preservada del pecado desde su Concepción, estaba exceptuada de ese castigo. Los primeros argumentan que tampoco Nuestro Señor estuvo maculado de cualquier especie de pecado, y no obstante se ofreció para sacrificar su vida en lo alto de la Cruz para la remisión de nuestros pecados; y por eso, para asemejarse más a su Divino Hijo, convenía que Ella también muriese. Los segundos responden que Nuestro Señor quería para su Madre Santísima la mayor gloria posible, y la dispensa de la muerte, con la consecuente Asunción al Cielo, correspondería a esa mayor gloria. Y así la discusión prosigue con lindísimos argumentos de ambos lados. Había teólogos de primera línea en ambas posiciones, si bien que en los últimos tiempos de buena teología —aquella que no se alineó con la llamada Teología de la Liberación— la primera corriente, la que piensa que Nuestra Señora sí conoció la muerte, ya era mayoritaria. Sin embargo, mientras la Iglesia no defina la cuestión, ella estará abierta a la discusión... de los entendidos, pues no es asunto para que cualquier fiel sin mayor formación se ponga a debatir, por el mero gusto de opinar. Como se ve, en aquellos aspectos que la Iglesia ya definió, un dogma está cerrado a la discusión. Sin embargo, en otros aspectos del tema que quedaron abiertos, que no hacen parte de la definición dogmática, puede proseguir la discusión de los teólogos. La saludable elaboración teológica Por este simple ejemplo, el lector ya puede ver que la elaboración teológica no representa una deficiencia y sí un enriquecimiento de la doctrina de la Iglesia. Alguien podría pensar —y ese parece ser el pensamiento subyacente en la pregunta inicial— que las cosas serían más simples y fáciles si todas las grandes verdades en la Iglesia ya estuviesen perfectamente definidas, catalogadas y etiquetadas como dogmas. Y lo que no es dogma, colocado en otra lista de temas puestos a la libre apreciación de los fieles. El consultante podría haber ido más lejos y preguntado ya de una vez por qué Nuestro Señor Jesucristo no dejó esas dos listas perfectamente elaboradas, de modo que no crease ningún trabajo ni duda para los fieles. La respuesta es simple: debemos aceptar y amar a la Iglesia como Jesucristo la hizo, y no como a nosotros nos gustaría que Él la hubiese hecho para nuestra comodidad. Porque, evidentemente, ¡el modo como Él la hizo es desde luego el mejor! “Porque sólo Tú eres Santo, sólo Tú Señor, sólo Tú Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo, en la Gloria de Dios Padre”, canta la Iglesia en el Gloria in excelsis. En todo caso, las razones por las que Él procedió así son profundísimas, y hasta cierto punto al alcance de nuestra comprensión. La Buena Nueva evangélica La misión de Nuestro Señor en cuanto Maestro era la de revelar las verdades fundamentales en que deberíamos creer y los caminos que deberíamos surcar para glorificar a Dios y alcanzar la vida eterna. Eso lo hizo a través de sus prédicas y de los ejemplos de su vida. Y dio orden a sus discípulos para que trasmitiesen esta Buena Nueva de la salvación a todas las gentes: “Id por todo el mundo; predicad el Evangelio a todas las criaturas: el que creyere y se bautizare se salvará; pero el que no creyere será condenado” (Mc. 16, 15-16), y estad seguros de que “Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt. 28, 20). Jesucristo sin embargo no escribió ningún libro. Una parte de sus enseñanzas quedó consignada en los cuatro Evangelios, en las epístolas escritas por los Apóstoles y en los demás libros del Nuevo Testamento. No todo, empero, fue escrito. San Juan lo dice expresamente al final de su Evangelio: “Muchas otras cosas hay que hizo Jesús, que si se escribieran una por una, me parece que no cabrían en el mundo los libros que se habrían de escribir” (Jn. 21, 25). Así, las verdades que debemos creer en orden a nuestra salvación están en parte en los Evangelios y demás escritos de los Apóstoles y discípulos —que constituyen el Nuevo Testamento— y otra parte nos es trasmitida por la predicación continua de la Iglesia, desde los Apóstoles hasta nuestros días, lo que constituye la llamada Tradición. Sagrada Escritura y Tradición son las dos fuentes que contienen las verdades de nuestra fe.
Dogmas de fe y verdades de fe Es en estas dos fuentes que los teólogos de buena ley, guiados por el Magisterio Pontificio, toman los elementos para su elaboración teológica, buscando explicitar las verdades de nuestra Fe. Bajo la inspiración del Divino Espíritu Santo y la mirada vigilante de la Iglesia —que Jesucristo instituyó como guardiana e intérprete infalible del depositum fidei (Escritura + Tradición)— los teólogos van haciendo avanzar poco a poco nuestro conocimiento de las verdades de la fe. Ese camino no siempre es fácil ni rectilíneo, sino muchas veces laborioso y complejo, sujeto a muchas perplejidades y aparentes contradicciones. Cuando, sin embargo, una verdad llega a un grado suficiente de claridad y nitidez a los ojos de los teólogos y de toda la Iglesia, esta puede, a través del Magisterio infalible, a quien cabe la última palabra, proclamarla como dogma de fe como lo hizo el Beato Pío IX proclamando el Dogma de la Inmaculada Concepción. Es entonces una luz que pasa a brillar, sin nubes para encubrirla, y un gozo para toda la Iglesia. Se extingue una incertidumbre, una debilidad del espíritu humano encuentra finalmente amparo y con ello se termina la discusión, en los términos de la definición dogmática (que no excluye el proseguimiento de la investigación teológica sobre los aspectos no definidos, como arriba explicamos). Hay otras verdades que aún no fueron definidas como dogmas, pero que ya alcanzaron un tal grado de unanimidad entre los teólogos, y sobre todo una tal continuidad y firmeza en el Magisterio de la Iglesia, a lo largo de un periodo de tiempo considerable, que negarlas constituiría verdadera temeridad por parte del fiel común. Son lo que se llama verdades de fe. Verdades próximas de fe e hipótesis teológicas Debajo de estas últimas, están las verdades próximas de fe; es decir, hay un consenso muy grande aunque no absoluto entre los teólogos, de modo que un católico normalmente deberá seguir la sentencia común. Sin embargo, si él fuera suficientemente instruido y tuviera razones de peso para ello, podrá optar por la tesis de la corriente minoritaria, con tal que lo haga con el debido respeto a la autoridad de la Iglesia y sin escándalo para los fieles. Y siempre dispuesto a seguir el juicio infalible de la Iglesia, cuando Ella así se pronuncie. Y de ese modo, sucesivamente, hay una graduación de verdades que van descendiendo hasta las simples hipótesis teológicas, para las cuales los teólogos no encuentran en la Sagrada Escritura ni en la Tradición elementos suficientes para afirmarlas o negarlas perentoriamente. Por ejemplo, la hipótesis de que la manzana de la discordia que llevó a la rebelión de los ángeles malos fue la revelación que Dios les habría hecho de la Encarnación del Verbo, es decir, de la unión hipostática de Dios con la naturaleza humana. De ahí el grito rebelde de Lucifer “non serviam” (Jer. 2, 20), de que no serviría al Verbo de Dios encarnado, y en consecuencia a su Madre Santísima. Contra él se levantó San Miguel, exclamando “Quis ut Deus?” (¿Quién como Dios? — significado del nombre hebreo Miguel), capitaneando así a los ángeles buenos, que permanecieron fieles a Dios. Como se ve, una hipótesis lindísima, pero para la cual los elementos ofrecidos por la Escritura y por la Tradición no parecen suficientes para llegar a una afirmación, al menos en el actual estado de los estudios. * * * Este proceso de explicitar las verdades de fe, siempre guiado por la Tradición y por el Magisterio, impulsa y alienta un mayor amor de Dios, a medida que más se lo conoce. Así, la razón profundísima, entre otras, por la cual el Divino Maestro no nos dejó un tratado académicamente completo de su doctrina, con un catálogo perfectamente definido de cuántos y cuáles son los dogmas de fe, es su intención de atraernos a Sí por el deseo amoroso de un conocimiento cada vez mayor de Él y de una unión siempre más ardiente con Él.
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Nuestra Señora de Caype |
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