PREGUNTA Al enterarnos de ciertos escándalos que hacen noticia en la actualidad, al ver a los medios de prensa hablando de sacerdotes homosexuales y pedófilos, quedamos horrorizados. Quisiéramos, en estas circunstancias, pedirle a Mons. Villac una palabra sacerdotal clara y orientadora, como acostumbran ser sus respuestas en esta sección. Ayúdenos, padre, en medio de esta confusión que envuelve a la Iglesia, a la que tanto amamos. RESPUESTA La irrupción casi diaria de noticias sobre el asunto, en varios países de la Cristiandad, da la impresión de un fenómeno de grandes proporciones. Sin embargo, cuando se enumeran y analizan los casos narrados, se percibe que el fenómeno alcanza a una porción mínima del Clero católico, que cuenta en sus filas con centenas de millares de sacerdotes en todo el mundo. También llama la atención que las denuncias se refieren casi siempre a hechos ocurridos hace 20 ó 30 años atrás. ¿Por qué, de repente, son hechos públicos, simultáneamente, y en tan diversos lugares? ¡Cómo no pensar en una campaña orquestada con inconfesados fines! Puesta así la cuestión en sus debidas proporciones, queda evidente que no se puede dejar de censurar con las palabras más enérgicas la prevaricación de esos sacerdotes que traicionaron de modo tan infame sus votos y su vocación. Traición en primer lugar a Jesucristo, del cual eran representantes y ministros; traición a la Iglesia, que les confió las almas para ser conducidas por el camino de la salvación y no de la perdición.
Dos pesos y dos medidas De otro lado, se percibe la malicia intrínseca de esa campaña lanzada contra la Iglesia en el hecho de que es toda la sociedad moderna la que padece de ese mal. La prensa —escrita, hablada o televisiva— favorece de todos los modos la difusión del más escandaloso permisivismo moral en todos los campos y en todos los estratos de la sociedad, y de repente se vuelve moralista farisaica en un punto específico (la pedofilia) y ¡descarga las baterías contra la Iglesia en ese punto! ¡Cómo no preguntarse con qué objetivos lo hacen...! Es necesario, desde luego, notar que, muy frecuentemente, los mismos órganos de prensa que incriminan a la Iglesia a causa de los pecados de pedofilia de un cierto número de sacerdotes, de otro lado, son los mayores promotores de los pseudo derechos de los homosexuales. Fingiendo ignorar que, con frecuencia, el pecado de pedofilia es al mismo tiempo un pecado de homosexualismo. La contradicción no podría ser más flagrante: es preciso combatir la pedofilia —dicen ellos— pero salvar al homosexualismo (lo que intentan hacer, pero no lo dicen...). No puedo evidentemente, en sólo dos páginas, abordar el asunto en todos sus aspectos. Por esa razón no presento aquí una refutación cabal a la contra-argumentación según la cual, en la relación pecaminosa entre dos adultos, entra la presunción de consentimiento entre las partes, mientras que en el caso de la pedofilia la presunción es de violencia o engaño, de donde serían dos casos típicamente distintos. Digo simplemente que el consentimiento mutuo no salva al pecado de homosexualismo (como tampoco al de pedofilia, conforme algunos pretenden). Celibato, gloria de la Iglesia Removiendo así hábilmente del panorama la cuestión del homosexualismo, los promotores de la actual campaña contra la Iglesia embisten contra el celibato eclesiástico, señalándolo como la causa de que “tan gran número” de sacerdotes busquen un paliativo en el abuso de menores. El celibato eclesiástico es una de las glorias de la Iglesia latina. E incluso en las iglesias católicas de rito oriental, en que el celibato es optativo —siendo pues legítimamente practicada la ordenación de hombres casados— conviene recordar que sólo los sacerdotes célibes son elevados al episcopado. Ésta es la manera por la cual las iglesias orientales manifiestan su aprecio por el celibato. Contra aquellos que piensan que el celibato de los clérigos es de introducción muy posterior a los inicios de la Iglesia, el Papa Pío XI recuerda que en el Concilio de Elvira, celebrado a principios del siglo IV, ya se encuentran los primeros trazos de esa prescripción: “Lo que ciertamente prueba —dice el Pontífice— que esta práctica estaba en uso de hace mucho”. De donde se deduce —concluye Pío XI— que “esta prescripción de la ley, no hace más, por así decirlo, que dar fuerza de obligación a un como que postulado que se deriva del Evangelio y de la predicación apostólica” (Encíclica Ad catholici sacerdotii, del 20-12-1935, n° 67). Pío XII profundiza esa razón, explicando por qué el celibato es “como un postulado que se deriva del Evangelio”. Dice él: “El sacerdote tiene como campo de su propia actividad todo lo que se refiere a la vida sobrenatural, y es el órgano de comunicación y de incremento de la misma vida en el Cuerpo Místico de Cristo. Por eso es necesario que él renuncie a ‘todo cuanto es del mundo’ (1 Cor. 7, 32-33). Y es exactamente porque debe de estar libre de las preocupaciones del mundo, para dedicarse todo al servicio divino, que la Iglesia estableció la ley del celibato, a fin de que quedase siempre manifiesto a todos que el Sacerdote es Ministro de Dios y padre de las almas. Con la ley del celibato, el Sacerdote, al revés de perder el don y el encargo de la paternidad, lo aumenta al infinito, pues si no engendra hijos para esta vida terrena y caduca, los engendra para la celestial y eterna” (Exhortación Menti nostrae, del 23-09-1950, n° 21).
Para aquellos que han dicho que ésa es la opinión de los Papas anteriores al Concilio Vaticano II, basta citar a Paulo VI, el cual, en la carta encíclica Sacerdotalis caelibatus (24-06-1967), observa que “el celibato sacerdotal, que la Iglesia guarda desde hace siglos como brillante piedra preciosa, conserva todo su valor incluso en nuestros tiempos, caracterizados por una transformación profunda en la mentalidad y en las estructuras” (enc. cit., n° 1). Y después de refutar al “coro de objeciones” que pretende sofocar “la voz secular y solemne de los Pastores de la Iglesia”, proclama: “No, esta voz es aún más fuerte y serena; no viene sólo del pasado, viene del presente también” (enc. cit., n° 13). Los pontífices citados no hacen más que confirmar la tradición perenne de la Iglesia, cuyos santos y doctores siempre celebraron el celibato eclesiástico. Para no prolongarme en citaciones que llenarían un libro, menciono apenas a San Juan Crisóstomo (c. 340-407), el cual afirma: “Conviene a aquel que asciende al sacerdocio ser casto como si ya morase en los Cielos” (De sacerdotio III, 4). Pidamos a Jesucristo nuestro Redentor, por medio de María, Medianera universal de todas las gracias, que la actual embestida contra el celibato eclesiástico se destruya contra el peñasco de nuestro amor y de nuestra adhesión entusiasta al Espíritu Santo, que suscitó en la Iglesia esa gema preciosa de la castidad perfecta.
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