Uno de los aspectos más bellos de la evangelización de América y del Perú —y también de los más ignorados por nuestra deplorable historia oficial— es la participación decisiva que tuvieron en esa epopeya misionera humildes aborígenes, quienes en número incontable, al lado de mestizos y criollos igualmente olvidados, dieron extraordinarios testimonios de celo apostólico. Hay todo un capítulo áureo de la evangelización americana, protagonizado por fieles indígenas, que aguarda la luz del día en que recibirán el merecido homenaje de la Historia. La devoción a Nuestra Señora de Copacabana, por ejemplo, fue iniciada y propagada por indios: indios fueron los escultores de sus primeras imágenes, indios los difusores de su devoción, indios los que promovieron la construcción de sus magníficas iglesias. De esa célebre imagen existen en el Perú actual varias réplicas, siendo indudablemente la más importante Nuestra Señora de Cocharcas. Hay imágenes de esta advocación también en Lima, Characato, Torata y Caype. Ésta última es la menos conocida de todas; algunos la confunden con la de Cocharcas, pues existe cierta similitud en el origen de ambas y se encuentran en el mismo Departamento (Apurímac), una en la provincia de Chincheros y la otra en la de Abancay.
Fruto de la piedad indígena Marcelo Arduz Ruiz, diplomático e historiador boliviano, nos reseña sus orígenes: “A pocos años de que se erigiera el famoso Santuario de Cocharcas, surge en el corazón de otro nativo de una comarca vecina, el deseo de llevar una imagen de la Virgen de Copacabana hasta su pueblo natal. El indio Clemente, una vez reunido el dinero requerido, en 1617 partió hacia la población de orillas del Titicaca, encargando a uno de los discípulos del Inca Yupanqui, don Sebastián Acosta Túpac Inca, la realización de una talla menor que la original, para cargarla en sus hombros durante la larga travesía que le esperaba. Luego de recorrer diversas poblaciones del altiplano pidiendo limosnas para edificarle un templo, partió a pie desde Copacabana con la imagen en hombros, pensando llegar hasta Huancayo. Sin embargo, tras agobiantes meses de peregrinación, en las proximidades de Lambrama, entre el camino que va del Cusco a Ayacucho, mucho antes de llegar a su destino, y justamente en momentos en que se le habían agotado todas sus fuerzas, cuenta la tradición que la Virgen le habló, y en idioma quechua —que era el único que el indio conocía— le dijo: «Caype» (aquí), pidiéndole que le edificara su templo en aquel lugar, que desde entonces fue bautizado con ese nombre”. * Tan clara señal de la Providencia fue para Clemente un estímulo decisivo. Y al extenderse la noticia del prodigio, con el auxilio de la piedad popular logró levantar en aquella desierta hondonada de los Andes una hermosa iglesia a su Señora y Madre, alrededor de la cual surgió con el paso del tiempo un pequeño poblado.
Una larga aventura para llegar a Ella Pero no piense el lector que llegar a Caype en los días de hoy sea muy diferente de lo que era hace cuatro siglos. Primero debe pasarse por Abancay, lo cual ahora nos resulta más fácil por la nueva carretera que une a Nasca con el Cusco. Desde la capital de Apurímac debemos tomar de madrugada el último carro que sale en dirección a Lambrama. Después de recorrer unos 40 kilómetros por camino de tierra en plena noche serrana, llegamos al poblado de Suncho. Aquí debemos desembarcar, y la travesía sólo puede proseguir a pie... son las cinco de la mañana y la oscuridad es total, en una campiña completamente desierta, sin trazos de presencia humana. Del frío mejor no hablar. Al lado del camino corre el río Lambrama, bullicioso y cristalino, flanqueado por dos montañas tan grandes que se pierden en las estrellas. El cielo, de un azul profundo, espléndidamente salpicado de innumerables estrellas que dan algo de claridad a la noche. Hay que andar muy despacio, casi que a tientas, porque no se ve dónde se pisa; la claridad no es suficiente para iluminar la sombra que produce la frondosa vegetación de la base del cañón. El camino no tiene más de un metro de ancho, sumamente empinado de principio a fin y sin tregua alguna. Pasada una hora todavía reina la oscuridad, pero ya se distingue mejor el paisaje; es de una grandeza fabulosa como el tamaño de sus montañas. Bajo la bóveda del cielo estrellado, nos sentimos inmensamente pequeñitos. La vegetación quedó atrás, ya sólo se ven inmensos pajonales y escasos árboles. Después de dos horas de subida se llega a las primeras casas de típico adobe con techo de teja. Dando la vuelta a la primera callecita se encuentra la plaza con su bellísima iglesia; no muy grande, toda de piedra y calicanto, rodeada de un cerco muy bien trabajado en la misma piedra tosca, con dos puertas en arco para el acceso al atrio. El primer arco de entrada, frente a la plaza; el segundo y más importante, con tres arcos más pequeños encima del primero, a manera de espadaña. La torre del campanario, muy bonita, con un remate de cornisas en ladrillo rojo, que contrastan agradablemente con la piedra. Son aproximadamente las 7:45 de la mañana y el sol todavía no entra en la iglesia porque la montaña aún lo tapa. Dentro todo está muy oscuro, pero se distingue bien el altar mayor ricamente tallado y dorado con imágenes muy bellas y antiguas, como la pequeña imagen de la Virgen en su altar-cajita, la Reina Chica como la llaman, réplica de la principal, ya que al igual que en Cocharcas donde existen dos similares, son portátiles, y las usan para peregrinar en las proximidades, avivar su devoción y pedir limosna según dicen los lugareños. Regia, maternal y atrayente La patrona, Nuestra Señora de Caype, ocupa el lugar principal del altar mayor, regia y maternal, de un semblante muy suave y atrayente, que a pesar de la oscuridad es tan visible que se puede decir que brilla con luz propia.
En unos momentos más los primeros rayos de sol penetran las estrechas ventanas del lado izquierdo de la iglesia e iluminan poco a poco aquellos tesoros que ni el tiempo, ni el olvido e ingratitud de los devotos, o la rapiña de los impíos, han destruido por completo. Pero su estado es lamentable: los dos altares laterales parece que se fueran a derrumbar en cualquier momento, y el púlpito de estupenda talla es lo único que se aprecia sólido y esbelto, en aparentes buenas condiciones. Los pocos habitantes de Caype son atentos y muy amables con los peregrinos. Un caballero invitó a nuestro enviado un refresco, y aunque no hablaba castellano se hizo entender: quería que diéramos a conocer el estado de su iglesia, para que alguien se interese por su restauración y done lo necesario para su refacción. Una anciana viuda lo invitó a desayunar a su casa: le acomodó encima de una piedra que tenía cueros de oveja y le sirvió un preparado de hierbas acompañado de arroz y mote. ¡Nunca olvidará cuán sabroso estaba! Quiera la Santísima Virgen apresurar el día, no muy lejano, en que todas las maravillas del alma y de la civilización cristiana en el Perú, puedan retomar el brillo y el esplendor de otrora, y mucho más... Y que aquellas almas que perseveran en la Fe, sean recompensadas con la aurora del Reino de María, tras los acontecimientos previstos por la Santísima Virgen en Fátima. Nota.- * Marcelo Arduz Ruiz, La Virgen de Copacabana en la provincia de Abancay, en “El Diario”, La Paz, 5/10/1997.
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Nuestra Señora de Caype |
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